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E-Book

E-Book, Spanisch, Band 556, 408 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Perry La estela


1. Auflage 2025
ISBN: 979-13-8768806-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 556, 408 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 979-13-8768806-6
Verlag: Siruela
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La nueva novela de la autora de La serpiente de Essex Uno de los libros del año para: The Telegraph, The Washington Post y The New Yorker,nominado al Premio Booker. Thomas Hart y Grace Macaulay han vivido toda su vida en el pequeño pueblo de Aldleigh, en Essex. Les separan tres décadas, pero es mucho más lo que los une: ambos son curiosos, impulsivos y se encuentran divididos entre su compromiso con la religión baptista y su deseo de explorar el mundo más allá de su comunidad. Pero el comienzo de dos relaciones románticas viene a cuestionar sus vínculos. Thomas encuentra consuelo estudiando el cielo nocturno y se obsesiona con una astrónoma desaparecida del siglo XIX, mientras que Grace se marcha a Londres. En el transcurso de los siguiente veinte años, a medida que se preguntan qué es mutable y qué no lo es, y hasta qué punto nuestro futuro está ya escrito en las estrellas, ambos verán cómo sus vidas vuelven a ponerse en órbita. Y puede que, tal vez, la respuesta a estas cuestiones encierre también el camino para volverse a encontrar y reconciliarse. La nueva obra de la autora de La serpiente de Essex es una inolvidable historia de amor y amistad, una novela cautivadora y rica en simbolismo sobre los misterios que habitan la tierra y los cielos. «Léanlo y después vuélvanlo a leer. Pues este libro está repleto de insospechadas maravillas».Literary Review «La estela es una sublime y barroca novela de ideas, fantasmas e historias ocultas».The Telegraph

Sarah Perry (Essex, 1979) es doctora en Escritura Creativa por la Royal Holloway de la Universidad de Londres, y ha sido escritora residente de la Gladstone's Library y de la Ciudad de la Literatura en Praga. Su primera novela, After me comes the flood (2014), recibió numerosos premios, pero ha sido La serpiente de Essex, ganadora del British Book Award 2016 y que se traducirá a más de quince idiomas, la que la ha situado como una de las jóvenes autoras británicas más destacadas de la actualidad.
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Lunes, finales de invierno, tiempo de perros. El río Alder, crecido por las continuas lluvias, corría a raudales a través de Aldleigh y más allá, llevándose carpas, lucios y páginas arrancadas de revistas pornográficas a su paso por monumentos a los caídos, pubs y nuevos polígonos industriales hasta la desembocadura del Blackwater y, a su debido tiempo, hasta el mar. En la orilla, brillaban destartalados carritos de la compra, anillos de boda no deseados, latas de cerveza y monedas acuñadas por imperios en sus años de decadencia. Las garzas se paseaban como ordenanzas con batas blancas entre los juncos fangosos. A las cuatro y media un pescador atrapó una copa, intacta desde que se escribiera con tinta fresca La batalla de Maldon, y, tras escupir dos veces, la arrojó de nuevo al agua.

Finales de invierno, tiempo de perros. Unas nubes opresivas, tan bajas como la tapa de un féretro, se cernían sobre la ciudad, un lugar que, de mencionarse, se hace de pasada. Ni Boudica ni Wat Tyler echaron la vista atrás cuando fueron a Londres a vengarse, y si la guerra llegó allí fue solo como una ocurrencia tardía, cuando un Junkers solitario descargó la última de sus municiones y acabó con cuatro almas sin previo aviso.

Thomas Hart, sentado ante su escritorio en su despacho de la redacción del Essex Chronicle, contemplaba la ciudad a través de una ventana que parecía disolverse. A esa hora y desde ese punto de observación, las luces surgían cual hogueras prendidas por viajeros que cruzaran una ciénaga inundada: los fluorescentes iluminaban las zapaterías y los quioscos que aún no habían acabado la jornada, así como el cine y la bolera que abrían sus puertas a dos millas de la ciudad, las lámparas brillaban en el bar Jackdaw and Crow, y a lo largo de London Road se encendían las farolas.

Hombre ya en la cincuentena, Thomas Hart era, para más señas, oriundo de Essex. De alta estatura, conservaba una cabellera tan profusa como la que lucía a los cuarenta, más abundante en la zona del cuello que en la frente. Iba vestido, como siempre había sido su costumbre, con ropa elegida para ser admirada por el observador de gusto refinado: una chaqueta cruzada de tweed Harris sobre una camisa blanca con puños adornados por gemelos de plata, y una corbata de seda tejida color avena. Thomas Hart no se engañaba creyéndose guapo, pero consideraba su rostro memorable. Su nariz no era simétrica, sino de un tamaño agradable y enfático; sus ojos eran grandes, directos y casi verdes. En general, tenía un aire como de habitar en un tiempo que no le correspondía. ¿Se hubiera sentido tal vez más cómodo en un comedor eduardiano, por ejemplo, o en la cubierta de un clíper? Es muy probable.

Thomas examinaba un objeto que había encima de su escritorio. Dos discos de cuero del diámetro aproximado de su propia mano aparecían sujetos con un alfiler deslustrado. El disco inferior, pintado de azul, estaba moteado de marcas que no habría podido distinguir ni aunque hubiera estado dispuesto a intentarlo. El azul se veía a través de un gran agujero practicado en la parte superior, y, en el borde, letras doradas mostraban los meses del año, los días del mes y las horas del día. Thomas lo tocó como si tuviera una enfermedad contagiosa.

—¿Qué crees que debería hacer con esto? —preguntó.

Había un hombre más joven sentado en el borde del escritorio, balanceando el pie. Con la mirada baja del culpable hizo girar el disco superior con el dedo. El agujero se movió. El color azul se mantuvo, persistente.

—Pertenecía a mi padre —dijo—. Pensé que se te podría ocurrir algo.

Nick Carleton, editor del Chronicle e hijo afligido, miraba con diversión no disimulada el pequeño despacho, en el que —a pesar de las persianas venecianas de plástico y el disco duro del ordenador, que zumbaba mientras se esforzaba en su quehacer, y aun cuando el siglo XX se desgastaba en las aceras tres pisos más abajo— daba la impresión de que en cualquier momento podría comenzar a sonar en un gramófono un lied de Schubert.

—Sentí muchísimo tu pérdida —dijo Thomas con seriedad—. La muerte de un padre —prosiguió mirando a la ventana con el ceño fruncido— es ley de vida, pero también es una cosa incomprensiblemente sin sentido.

—Nunca lo vi usarlo —respondió Carleton, conteniendo las lágrimas—, y no sé cómo funciona. Es un planisferio, un mapa de las estrellas.

—Ya veo. Y ¿qué crees que debería hacer con él?

La tarde avanzaba obstinadamente. El viento se filtraba por el alféizar de hormigón de la ventana, y una paloma desconcertada chocó contra el cristal y desapareció de la vista.

—Eres nuestro colaborador más veterano —dijo Carleton, y se estremeció con el ruido—. El más admirado. De hecho, diría que el más popular.

«Estoy empezando a hablar como él —pensó—. Se te pega la forma de ser de Thomas Hart, ese es el problema».

—A menudo —prosiguió—, he oído decir que es un consuelo (ese es el sentimiento general, como le dije a la junta directiva) despertarse el jueves por la mañana y encontrarse con tus reflexiones sobre los fantasmas de Essex, la literatura y demás temas, antes de pasar a los asuntos del día.

—La literatura —dijo Thomas suavemente mirando el planisferio— es el asunto del día.

—Tu trabajo tiene un aire anticuado —insistió Carleton—. Permíteme que te lo diga. Yo sostengo que ese es tu encanto. Es posible que otros periódicos busquen a algún joven para que sea la voz de su generación, pero aquí, en el Essex Chronicle, nos enorgullecemos de nuestra lealtad.

—Difícilmente podría haber sido la voz de toda una generación —dijo Thomas—, ya que yo soy solo uno.

Carleton observó brevemente al otro hombre, sobre quien había hecho tal análisis que podrían haberlo nombrado catedrático de Estudios Thomas en la Universidad de Essex. Sabía, por ejemplo, que Thomas era un soltero empedernido, como suele decirse, al que nunca se veía en compañía de jóvenes bellezas ni de maduras beldades, que tenía el aire melancólico y religioso de un sacerdote excomulgado, y que era conocido por asistir a una pequeña y peculiar iglesia de las afueras de la ciudad. Tenía modales corteses, considerados afectados por aquellos a quienes no caía en gracia, e irresistibles por aquellos a los que sí; y, si bien no se podía decir con justicia que fuera raro, daba ciertamente la impresión de que era el único representante de su especie. De la familia, amistades, tendencia política, gustos musicales y ocupaciones de Thomas Hart en su tiempo libre, Carleton lo ignoraba todo y, aunque a menudo sentía curiosidad, nunca le preguntaba. Que Thomas había trabajado para el Chronicle desde 1976 era fácil de determinar, como lo era saber que había publicado tres novelas breves desde aquella fecha. Llevado por cierta muestra de discreción, Carleton nunca mencionó que poseía las tres, y que las encontró elegantes y elípticas, redactadas en una prosa que tenía la cadencia de la Biblia del Rey Jacobo, y cuyo argumento giraba en torno a profundos sentimientos reprimidos hasta las páginas finales (en las que sucedía algún confuso acontecimiento, generalmente con mal tiempo). Si Carleton fuera su agente literario, podría haberle pedido al otro hombre que se permitiera, al menos en la ficción, decir lo que realmente sentía, y no velarlo todo con atmósferas y metáforas; pero se limitaba a mirar de vez en cuando los baratos cuadernos verdes que seguían a Thomas como si fueran un rastro, y que se apilaban entonces de tres en tres sobre su escritorio («Lunes —leyó subrepticiamente—; finales de invierno, tiempo de perros…»). No se le había ocurrido que Thomas no reconociera un planisferio cuando lo tuviera en las manos, o que una sugerente tentativa de que mirara las estrellas le resultara tan poco grata. Parpadeando, recalibró lo que pensaba acerca de Thomas Hart y adoptó una actitud persuasiva.

—La lealtad —dijo— es una preocupación clave para nosotros. Pero tenemos la sensación de que no te iría mal utilizar material nuevo, y se me ocurrió que tal vez te gustara escribir sobre astronomía. Verás —alcanzó el planisferio y lo movió—, esta es la fecha de hoy, por lo que encontrarás a Orión en el sur.

—Astronomía —dijo Thomas, con la mirada de un hombre que saborea una sustancia amarga.

Hizo girar el disco. De un plumazo, acabó con las estrellas.

—De hecho —prosiguió el editor—, se me ocurrió que podías escribir sobre el nuevo cometa. —En un movimiento de extracción del acervo de conocimientos heredado de su padre, añadió—: Es un gran cometa; ya sabes, de los que se pueden observar a simple vista. A la gente le gusta ese tipo de cosas. Bird’s Custard puso una vez un cometa en sus anuncios. Tal vez sea un mal augurio, ocurra un desastre y tengamos entonces material para la portada —añadió con regocijo ante visiones de incendios catastróficos.

—¿Qué cometa?

—¡Thomas! ¿Es que nunca miras al cielo? Lo llaman Hale-Bopp. Ha salido en las noticias.

—Hale-Bopp —dijo Thomas—. Entiendo. Nunca veo las noticias. —Levantó el planisferio hacia el editor—. No tengo interés alguno por la astronomía. Aunque este cometa atravesara la ventana y aterrizara en la alfombra, yo no tendría nada que decir al respecto.

Carleton rechazó el planisferio con un gesto.

—Quédatelo. Dale una oportunidad. Tenemos que pensar en algo, Thomas (la tirada ha disminuido). ¿Sobre qué quieres...



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