E-Book, Spanisch, 264 Seiten
Petrignani La escritora vive aquí
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17109-85-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 264 Seiten
ISBN: 978-84-17109-85-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Nacio? en Piacenza en 1952 y vive entre Roma y Umbri?a. Ha colaborado como periodista y editora en varios perio?dicos y semanarios italianos. Es autora, entre otros, del libro de viajes Ultima India (1996), los cuentos recogidos en Cata?logo de juguetes (1988), las novelas Navigazioni di Circe (Premio Elsa Morante, 1987) y Care presenze (2004). Su libro ma?s reciente es La Corsara. Ritratto di Natalia Ginzburg (2017). Con La escritora vive aqui?, la autora quedo? finalista del premio Strega en 2006.
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«Qué desvaído sería todo si fuéramos felices»
El viaje empieza en Boston. De Boston, en coche, se coge la autopista número 95 hasta Bangor y luego la 1A hacia la costa. Desde mediados de los años cincuenta, la isla Mount Desert se comunica con tierra firme por un puente.
Era el 20 de septiembre de 1997. Exactamente diez años antes, Marguerite Yourcenar estaba aún viva. Había cumplido ochenta y cuatro años el 8 de junio, puesto que había nacido en Bruselas en 1903, y tenía planeado hacer un viaje a Nepal. Tenía previsto partir el 11 de noviembre hacia Europa y de ahí a la India el 22 de diciembre. Quería «ver florecer las flores de enero» en Nepal. El 14 de octubre estaba en Harvard para impartir una conferencia sobre Borges que salió «maravillosamente bien» a pesar de los dolores de espalda y de una persistente migraña. En 1986, se había encontrado con Borges en Ginebra, pocos días antes de que éste muriese. Le preguntó en broma cuándo saldría del «laberinto» y él le respondió: «Cuando hayan salido todos los demás». Había una frase de Borges que la obsesionaba: «Un escritor se cree que habla de muchas cosas, pero lo que deja, si tiene suerte, es una imagen de sí mismo». Marguerite Yourcenar se preocupaba mucho de su imagen. Puso mucho empeño, incluso mucha violencia, para imponer la imagen que ella quería dar a los demás. No era probablemente a lo que Borges se refería. «Hubiera deseado tanto que comentase para mí aquella frase que me obsesiona», reflexiona tras su encuentro en Ginebra, y se queja de que no lo hiciera. Pero Marguerite no quería nunca que se la contradijera.
El 8 de noviembre de 1987, tres días antes de iniciar el viaje que la habría llevado de nuevo a su amado Oriente, tuvo un bajón, su hermosa mente se nubló, y el 17 de diciembre murió en Mount Desert, en Maine, esa parte del nordeste de Estados Unidos que se adentra en Canadá. Su habitación era la 114 del hospital de Bar Harbor, el mismo en el que habían sufrido dos personas que fueron muy importantes de su vida, Grace Frick, su compañera durante cuarenta años, y Jerry Wilson, la pasión de su postrera vejez. El hospital no queda lejos de la casa en la que vivió durante treinta y seis años: Petite Plaisance.
Yo tenía una amiga en Harvard. Mientras ella trabajaba en la universidad, yo consultaba en la biblioteca del campus los papeles del Fondo Yourcenar de la Houghton Library, que no los contiene todos, ni siquiera los más interesantes. Porque para hacer más dificultosa la vida a sus biógrafos, Marguerite selló cartas, diarios y agendas, los suyos y los de Grace Frick, hasta 2037. Por consiguiente, sólo puede consultarse el material que escapó a su control. Cuando la biblioteca cerraba, me sentaba en un café al aire libre, en Harvard Square, y me dedicaba a observar a la gente: una muchedumbre de estudiantes ricos y guapos, la futura clase dirigente del país más poderoso del planeta.
Un clima deportivo y optimista lo envolvía todo y a todos, y el aire era fresco en ese retazo de verano preotoñal que en Nueva Inglaterra llaman verano indio. Junto al Out of Town News, la editorial más antigua de Cambridge, había un grupo de chicos negros, siempre los mismos, que por turnos intentaban vender una revista de inmigración improvisando gritos cantados que parecían góspel. Sólo por el hecho de estar allí uno participaba de esa atmósfera común de palmadas sobre los hombros, en una confusión de conversaciones efervescentes y saludos al vuelo en medio de un trajín de camareros y del tintineo de las bandejas tambaleantes. Y uno sentía lo dulce que es la vida en ciertas partes de la tierra a despecho de todas las guerras y de la miseria del mundo.
Con una cerveza sobre la mesa y un libro de Yourcenar entre las manos, esperaba a Sara, mi amiga. Y juntas esperábamos el fin de semana para salir de viaje.
Un recorrido de aproximadamente seis horas nos lleva a Bar Harbor, al hostal Ivy Manor Inn, estilo vieja América, en medio del Acadia National Park, exuberante y de colores intensos, hojas marrones y rojas, amarillas y naranjas, los colores madurados por el verano indio. «Lo que es precioso, preciosísimo, es la gran estación del verano indio que dura hasta el 15 de noviembre. Los arces rojos, las encinas casi violáceas, los abedules de un verde tierno, tierno...», escribe Yourcenar en una carta de 1955, y en Con los ojos abiertos los define como «colores alquímicos». Alrededor el Atlántico, profundo azul poblado de ballenas, tres mil kilómetros de océano hasta Europa. Desde la costa no se ven las ballenas, pero sabes que están, los marineros del puerto te dicen su número y las llaman por su nombre. Tienen un nombre para cada una de ellas.
Somesville es menos que un pueblo, es una aldea, cerca de Petite Plaisance. Ahí está el cementerio con las tres tumbas, la de Grace, la de Jerry y la de Marguerite. Hay una librería, Port in the Storm, luminosa y tranquila, donde descubro que he hecho el viaje en balde porque la casa sólo está abierta en verano. Me venden un libro con las fotos. Pone: «Petite Plaisance permanece abierta al público, incluidos los niños mayores de doce años, del 15 de junio al 31 de agosto sólo con cita previa. La cita hay que concertarla por carta o teléfono, entre las 9 y las 16 horas, con al menos veinticuatro horas de antelación. Entrada y visita guiada gratuitas».
A continuación, está la dirección: P.O. Box 403 Northeast Harbor, Maine 04662. Teléfono: 207-276 3940. Pero no contesta nadie. En la librería me indican cómo llegar a la casa. «Por lo menos puede verla por fuera —me dicen—. Cuando llegue al semáforo, tuerza a la derecha para la 3, luego siga recto doce o trece kilómetros, y cuando llegue a un cruce, y ya no pueda seguir recto, tuerza a la izquierda. Entonces se encontrará con una iglesia blanca y un centro médico; Petite Plaisance se halla a pocos metros a la derecha.» Las carreteras uniformes, muy llanas, muy claras, se adentran en el bosque. Seguimos las indicaciones al pie de la letra, y en un cierto punto, en medio de la hierba esmeralda y de las hojas amarillas acartonadas, aparece la casa. Es blanca y reluciente, de madera, con muchas mansardas; incluso el tejado a dos aguas está pintado con pintura blanca. Un cartel de hierro forjado, clavado en el césped, está grabado con letras irregulares dispuestas en bandera, así:
petite
plaisance
Por lo tanto, no hay duda, éste es el lugar. Una casa de campo acogedora, embellecida por un porche con una enredadera de tupido verde que lo atraviesa por entero. No hay nada que nos impida rodear la casa libremente; pero las ventanas están bien cerradas y las cortinas, blancas, echadas. Sólo los grandes cristales de la galería lateral no tienen cortinas: en el interior se ve un espacio luminoso, amueblado con butacas y mesitas de mimbre blanco con grandes cojines a rayas que conservan la huella de los cuerpos. Aquí, cuando hacía buen tiempo, Marguerite Yourcenar tomaba el té con algún invitado de paso; lo leo en el libro de fotos de Port in the Storm. En los alféizares del interior, a lo largo de la cristalera, hay una colección de animalitos de piedra alineados. Proceden de Kenia. Estuvo allí con Jerry en 1983. Fue atropellada por un coche y acabó en un hospital de Nairobi. Estuvo ingresada cinco semanas. Jerry le llevaba un animalito cada vez que iba a verla, elefantes, jirafas, antílopes, rinocerontes... Con Jerry hizo muchos viajes maravillosos a partir de 1980. Grace había muerto en noviembre de 1979 y en diciembre Marguerite, que había adelgazado diez kilos durante el luto, estaba planeando ir a Jamaica con Wilson y, de hecho, partió en el mes de febrero. Estaba perdidamente enamorada de Jerry. Cuando en la ceremonia de investidura de la Academia de Francia, el 22 de enero de 1981 —la primera mujer en recibir este honor—, debe comentar una palabra del vocabulario y se topa con la palabra «locamente», piensa que se trata de una señal del destino, porque ella ama locamente a Jerry. E incluso cuando él es malvado con ella hasta llegar al sadismo, cuando la pega y la insulta, Marguerite conserva la indulgencia del amor incondicional, consciente de deberle «dos años de felicidad o quizá de vida»; era marzo de 1982 cuando hizo esta reflexión. Rubio, con el pelo cortado a lo paje, atlético, guapo, americano que hablaba bien francés, y Marguerite adoraba hablar su propia lengua, Jerry era un ídolo, la encarnación del personaje de Antinoo, amado más allá de la muerte por el emperador Adriano. Era joven, había nacido el 22 de marzo de 1950 y tenía veintiocho años cuando apareció por primera vez en Petite Plaisance como fotógrafo de apoyo de un equipo de la televisión francesa que había ido a Maine para filmar a la escritora en su ambiente. Grace aún no había muerto y Jerry la conquistó enseguida también a ella. Era homosexual. Marguerite sólo podía amar a homosexuales. Y los homosexuales tienen una debilidad por las señoras mayores.
Le resumo a Sara estos detalles mientras paseamos por el jardín; «cada hierba del jardín es un trozo de mí», dijo en una ocasión Marguerite para dar a entender cuánto lo cuidaba. «El programa televisivo resultó horrendo —le cuento a Sara—, pero Yourcenar, que era siempre muy intransigente con todo el mundo, que se peleaba con los amigos por una frase que no se había reproducido correctamente en una entrevista, en esa ocasión cerró los ojos. Se limitó a reír diciendo que el resultado del especial sobre ella era “un océano de crema pastelera”.» En la...