Pfaff | El cerebro altruista | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 368 Seiten

Reihe: 3P

Pfaff El cerebro altruista

Por qué somos naturalmente buenos
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-254-3818-9
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

Por qué somos naturalmente buenos

E-Book, Spanisch, 368 Seiten

Reihe: 3P

ISBN: 978-84-254-3818-9
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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Del mismo modo que el lingüista Noam Chomsky escribió que estamos 'predispuestos' para producir frases gramaticales, este libro expone la teoría de que los seres humanos estamos 'predispuestos' para comportarnos de manera altruista. 'El cerebro altruista' constituye el estudio más importante sobre cómo y por qué medios -por mecanismos puramente físicos- los seres humanos empatizan entre sí y responden de manera altruista. Esa amabilidad espontánea es nuestro comportamiento natural, independientemente de los condicionamientos religiosos o culturales. Basándose en su propia interpretación neurocientífica y en las investigaciones de científicos eminentes acerca de los mecanismos cerebrales, Pfaff muestra de qué manera el funcionamiento del cerebro recompensa nuestra conducta ética y sirve a los objetivos mayores de la evolución. Asimismo expone cómo, utilizando los planteamientos psicosociales que actualmente se conocen, podemos cultivar este aspecto de la naturaleza humana, para que no se vea superado por influencias sociales adversas. De esta forma, disipa los temores de que los descubrimientos de la neurociencia socaven inevitablemente la ética y el libre albedrío, abriendo un nuevo y apasionante camino para pensar en el potencial de la humanidad.

Donald Pfaff (Rochester, Nueva York) se graduó en Harvard College y obtuvo su doctorado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Desde entonces se ha dedicado al estudio del cerebro como regulador de la conducta. Ha escrito o editado más de veinte libros y lleva a cabo su trabajo de laboratorio sobre el funcionamiento del cerebro en la Universidad Rockefeller, en Nueva York. Es miembro, desde 1992, de la American Academy of Arts & Sciences y, desde 1994, de la National Academy of Sciences.
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¿ESTÁ NUESTRO CEREBRO PREPROGRAMADO PARA LA SOLIDARIDAD, LA REPARATIVIDAD Y LA SALUD MENTAL RELACIONAL?

JORGE L. TIZÓN

Los profesionales, lectores e investigadores sobre psicosis, y en general sobre trastornos mentales, posiblemente estamos padeciendo una especie de síndrome de Estocolmo con respecto a la neurología y las neurociencias. Durante decenios, parte de nuestros colectivos las han temido y rechazado como expresiones directas del «organicismo» mientras que otros, sobre todo recientemente, se han abrazado a ellas como vías de resolución, comprobación o fundamentación de sus propias hipótesis y dudas; como una especie de «salvación por la vía neurológica» de las insuficiencias, problemas, dificultades de comprensión y explicación de los fenómenos psicológicos, psicosociales o sociales propios; o simplemente como una forma de mejorar sus posiciones de poder económico, universitario, lobista, etc.

Una consecuencia de ese «precipitado abrazo» es que no considera los problemas epistemológicos, teóricos y técnicos que pueden deslizarse en esas aproximaciones e interpretaciones, entre otros, que puede acarrear un nuevo «biologismo», remozado, pero biologismo al fin (Tizón, 1978). Son los nuevos ropajes del rey (desnudo): no las neurociencias, claro está, sino su dominio imperialista sobre otras aproximaciones científicas al tema de las conductas y representaciones mentales humanas. Lo que sigue costando es sobre todo que cuestiones ideológicas y de poder, un elemento que también forma parte de cada paradigma o programa de investigación —en la acepción de Kuhn (2005) y Lakatos (1975)—, no infiltren «demasiado» las hipótesis y modelos utilizados. Porque, en ese sentido, o la psicología —y, por lo tanto, la psico(pato)logía, la sociología y la psicosociología— tiene sus propias bases epistemológicas y teóricas o queda nuevamente aplastada por el reduccionismo a lo biológico o biologismo. Es algo que está sucediendo de nuevo con este «biologismo remozado» que a veces extienden algunos propagandistas de las neurociencias y que ya hace unos años nos atrevimos a desafiar con la pregunta: ¿Por qué neurociencias y no psicociencias? (Tizón, 2002).

En realidad, como hemos defendido en otras ocasiones, y en particular en esta colección 3P, muchas de las «conversiones» más fulgurantes y llamativas a las neurociencias no son sino expresión de la falta de confianza en las propias bases epistemológicas de otras disciplinas, tales como la psicología, la psicología clínica, la psicopatología, la psicosociología, la sociobiología, e incluso determinadas disciplinas de la sociología. Es como si en el fondo se estuviera recitando una y otra vez un mantra similar al que ha llevado a un callejón sin salida a la psicopatología actual, particularmente a la psicopatología y la asistencia de las psicosis. Un mantra u oración jaculatoria que diría, más o menos, «como la biología es “más científica”, las neurociencias son nuestra mejor ayuda».

Pero esos importantes problemas epistemológicos y teóricos, como decíamos, a menudo nos han impedido darnos cuenta de otro tipo de situaciones de nivel ya no epistemológico, sino teórico y práctico. Me refiero a ese auténtico síndrome de Estocolmo, inconsciente para muchos de los teóricos, clínicos e investigadores en psicopatología: el cerebro, la neurología y en general las neurociencias se han solido usar sobre todo para basar en ellas o deducir de ellas los factores de riesgo, vulnerabilidades, anomalías, trastornos y enfermedades. Se trata de una auténtica proyección masiva en el cerebro de «todo lo malo», todo lo peligroso. Tal proyección, cómo no, ha estado acompañada de una desidentificación por causa de lo masivo de esa defensa. Investigadores, clínicos e incluso los meros lectores aficionados o periodísticos de libros y trabajos sobre las psicosis y los trastornos mentales graves soportamos más o menos esa deformación inconsciente en nuestros enfoques y perspectivas: se nos ha presentado tantas veces el cerebro (su genómica, sus conexiones y circuitos, sus zonas, sus desviaciones, sus «desequilibrios electroquímicos», sus factores de riesgo y sus vulnerabilidades) como la base de la psicopatología, que nos cuesta pensar en el cerebro y, por lo tanto, en la biología, como bases de la salud mental. Y eso significa no poder atender al cerebro como el fundamento del desarrollo y el crecimiento humano solidario, de la cooperación, la reciprocidad, la ayuda mutua, el cuidado y los sistemas de cuidados. Por un lado iría la moral, la educación, la caridad y, por otro, las «realidades duras»: genética, cerebro, biología…

Tal tendencia, como digo, a menudo inconsciente tanto para la población como para los profesionales e investigadores, no solo ha repercutido en el tipo de hipótesis y modelos que se estudian y se proponen hoy, tanto en neurociencias como en «psicociencias», sino que ha dificultado el uso de las bases prosociales del cerebro para la promoción de la salud (mental) y para determinadas modalidades del tratamiento (Tizón, 2011c; Klein, 2007). En ese sentido, las neurociencias han sido y son utilizadas ideológicamente, ya desde el propio término. Entre otras cosas, para apoyar el crecimiento insostenible de la profesionalización de la vida cotidiana y asustar un poco más a la población, en ese prolongado shock del miedo al cual la ideología neoliberal tardocapitalista tiene sometidos a nuestros ciudadanos… y a nuestro clínicos y científicos (Klein, 2007). A menudo simplistamente, a veces torticeramente, los conocimientos neurológicos se han utilizado en ese sentido, más que para difundir la importancia de la cooperación, de la solidaridad, de la ayuda y la defensa mutua, de la sociedad con menos diferencias de clase (Panksepp, 1998; Panksepp y Biven, 2012; Tizón, en prensa).

Pero ese síndrome de Estocolmo ha contribuido sobre todo al menosprecio de la prevención primaria y secundaria (Shonkoff et al., 2012). Cuesta mucho más encontrar investigaciones sobre el uso de los mecanismos neurológicos y neuropsicológicos para la prevención, que estudios y modelos sobre su potencial traumatogénico y psicopatológico (Read y Dillon, 2017). Pensemos, por ejemplo, en el desprecio de la prevención en la primera infancia, que lleva una y otra vez a que sea la actividad sanitaria que primero se recorta con el austericidio y los recortes-estafa neoliberales; en la escasez relativa de estudios sobre la eficacia de la psicoterapia y la psicoterapia de grupo en todo tipo de pacientes (y no solo en aquellos con trastornos mentales); en la falta de medios y estudios sobre procedimientos psicosociales de promoción, prevención y ayuda tales como los acompañantes terapéuticos, los «pacientes expertos», los «educadores», de los sistemas tales como el «Open Dialogue» y los «diálogos anticipatorios» (Seikkula y Arnkil, 2016), las «guarderías compartidas», las ayudas psicosociales en los trastornos cognitivos, tanto de niños como de adultos y ancianos, estudios sobre el valor de diversos medios de arteterapia en trastornos mentales y en promoción de la salud mental, etc.

Por eso, para compensar esa deriva no inevitable, hace años estábamos interesados en recoger y difundir textos que atendieran «a la otra cara de la luna»: que estudiaran el cerebro humano evolucionado, capaz de mentalización y simbolismo (Damasio, 2010; Pérez-Álvarez, 2011; Fonagy et al., 2002; Debbané et al., 2016), como un factor de protección del individuo y la especie, y, por lo tanto, de su salud (mental). Que pusieran de relieve la importancia de su estudio para definir las bases neurológicas de la experiencia relacional, de las conductas altruistas, prosociales, solidarias, reparatorias, de la promoción de la salud y la prevención de sus trastornos.

De ahí el interés que suscitaron en nosotros obras como las de Panksepp y la que presentamos aquí, de Donald Pfaff, El cerebro altruista. El primero, en el empobrecido mercado de lectura en castellano, no pudimos hacerlo traducir (Panksepp, 2012). El segundo, afortunadamente sí. Y no las nombro aquí por mi interés en ambas obras, sino porque las dos están relacionadas teórica, técnica y empíricamente; su lectura y discusión podría proporcionarnos una visión mucho menos reduccionista de las neurociencias y su importancia hoy (Pérez-Álvarez, 2011).

Donald Pfaff y quienes sustentan la teoría del cerebro altruista (TCA) se han embarcado precisamente en ese empeño: elucidar y difundir las bases de una perspectiva del cerebro y sus complejísimos sistemas como fundamento del altruismo. Demostrar que el cerebro se halla preparado sobre todo para asentar, programar y extender los principios éticos y no solo la «ley de la jungla».

Tal vez a algunos lectores y seguidores de nuestra colección 3P así como de nuestras posturas les sorprenda el contexto ideológico y cultural, e incluso el estilo, a veces eminentemente periodístico, con el que un gran neurólogo expone sus perspectivas. Creemos que las ideas y las actitudes de Pfaff, muy consonantes con un determinado «liberalismo» (¡no «neoliberalismo»!) típicamente estadounidense, optimista, vitalista, aparentemente ingenuo, pueden sorprender y chocar a lectores demasiado imbuidos por el inconsciente colectivo de la vieja Europa, de sus pseudocertezas y de sus valores. En ese sentido, tal vez puedan recibirse epítetos de ingenuidad, o incluso sorpresas irritadas ante algunos...



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