E-Book, Spanisch, 270 Seiten
Reihe: Otras Latitudes
Plath La caja de los deseos
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-16830-41-1
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 270 Seiten
Reihe: Otras Latitudes
ISBN: 978-84-16830-41-1
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Sylvia Plath (Boston, 1932 - Londres, 1963). Escritora estadounidense especialmente conocida como poeta, aunque también es autora de obras en prosa, como la novela semiautobiográfica La campana de cristal (bajo el pseudónimo de Victoria Lucas), así como de relatos y ensayos. Junto con Anne Sexton, Plath es considerada una de las principales cultivadoras del género de la poesía confesional, iniciado por Robert Lowell y W. D. Snodgrass. Plath obtuvo una beca Fulbright que le dio la posibilidad de estudiar en la Universidad de Cambridge, donde continuó escribiendo poesía, y ocasionalmente publicaba su trabajo en el periódico universitario Varsity. Allí, en Cambridge, conoció al poeta inglés Ted Hughes, con quien se casó. Tras su muerte él se encargó de la edición de su poesía completa. En Nórdica hemos publicado Tres mujeres y Dibujos.
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Madres
(Relato, 1962)
Esther seguía en el primer piso cuando Rose entró por la puerta de atrás.
—¿Hola? Esther, ¿estás lista?
En la calle que llevaba a la casa de Esther había dos casitas, y Rose vivía en la de más arriba con su marido jubilado, Cecil. La casa era una granja grande con el tejado de paja y su propio patio adoquinado. Los adoquines no eran adoquines corrientes de calle, sino adoquines cincelados, cuyos lados estrechos y alargados formaban un mosaico que siglos de botas y cascos habían fundido delicadamente. Los adoquines se extendían bajo la recia puerta de roble tachonada hasta el oscuro pasillo entre la cocina y la trascocina, y en la época de la anciana lady Bromehead, habían formado también el suelo de la cocina y la trascocina. Pero cuando, a los noventa años, lady Bromehead se cayó y se rompió la cadera y la llevaron a una residencia, una serie de inquilinos sin servidumbre había persuadido a su hijo para que pusiera linóleo en esas habitaciones.
La puerta de roble era la puerta de atrás; la usaba todo el mundo, menos algún que otro desconocido. La puerta de delante, pintada de amarillo y flanqueada por dos arbustos de boj de olor penetrante, daba a un terreno de ortigas y a la iglesia, que señalaba al cielo gris por encima del festón de lápidas que la rodeaban. La verja principal se abría justo ante la esquina del cementerio.
Esther se caló el turbante hasta las orejas, y a continuación se ajustó las solapas del abrigo de cachemira para parecer alta, majestuosa y gorda al observador accidental, en lugar de embarazada de ocho meses. Rose no había llamado al timbre antes de entrar. Esther imaginó a Rose, la curiosa y ávida Rose, observando la tarima desnuda del recibidor principal y los juguetes desparramados con descuido desde la habitación delantera hasta la cocina. Esther no lograba acostumbrarse a que la gente abriese la puerta y se dejase caer sin llamar al timbre. Lo hacían el cartero, y el panadero, y el mozo del tendero, y ahora Rose, que era de Londres, y debía tener más criterio.
En una ocasión, cuando Esther y Tom estaban discutiendo a gritos y sin rodeos en medio del desayuno, la puerta de atrás se abrió de golpe y un puñado de cartas y revistas restalló sobre los adoquines del recibidor. El grito de «¡Buenos días!» del cartero se desvaneció. Esther se sintió espiada. Después de aquello, echó el cerrojo de la puerta de atrás durante un tiempo, pero el sonido de los tenderos que intentaban abrir la puerta y la encontraban cerrada en pleno día, y luego llamaban al timbre y esperaban a que ella llegase y abriese ruidosamente, le causaba todavía más vergüenza que la costumbre previa. Así que volvió a dejar el cerrojo en paz, y trató de no discutir tanto, o al menos no tan alto.
Cuando Esther bajó, Rose estaba esperando justo al otro lado de la puerta, vestida con elegancia con un sombrero de satén lila y un abrigo de tweed a cuadros. Junto a ella, había una mujer rubia de cara huesuda, con los párpados azul brillante y sin cejas. Era señora Nolan, la mujer del encargado del pub White Hart. La señora Nolan, según Rose, no iba nunca a las reuniones de la Unión de Madres1, porque no tenía con quien ir, así que Rose la llevaba a la reunión de ese mes, junto con Esther.
—¿Os importa esperar un poquito más, Rose, mientras le digo a Tom que voy a salir?
Esther notó los astutos ojos de Rose pasando revista a su sombrero, sus guantes, sus zapatos de tacón de charol, mientras se daba la vuelta y echaba a andar con cuidado por los adoquines hacia el jardín de atrás. Tom estaba plantando fresas en la tierra recién removida de detrás de los establos vacíos. El bebé estaba en medio del camino, encima de un montón de tierra roja, echándosela en el regazo con una cuchara maltrecha.
Esther sintió cómo sus quejas por que Tom no se afeitaba y dejaba al bebé jugar en el campo desaparecían al verlos a los dos tranquilos y en perfecta armonía.
—¡Tom! —Sin pensarlo, dejó su guante blanco encima de la cerca de madera cubierta de polvo—. Me voy. ¿Te importa hacerle un huevo duro al bebé, si vuelvo tarde?
Tom se irguió, y gritó unas palabras de ánimo que desaparecieron entre ambos en el denso aire de noviembre, y el bebé se volvió en dirección a la voz de Esther, con la boca negra, como si hubiera estado metiéndose tierra en ella. Pero Esther se escabulló, antes de que el bebé pudiera ponerse de pie y tambalearse hasta ella, hacia donde Rose y la señora Nolan la estaban esperando, al final del patio.
Esther esperó a que cruzaran la puerta de más de dos metros de alto, que parecía una empalizada, y echó el pestillo. Luego Rose puso los brazos en jarras, y la señora Nolan tomó un brazo, y Esther, el otro, y las tres mujeres anduvieron bamboleándose por el camino de piedra, dejaron atrás la casita de Rose, y más abajo la casita del viejo ciego y su hermana solterona, y salieron a la carretera.
—Hoy nos juntamos en la iglesia.
Rose se metió en la boca un caramelo de menta y les ofreció el cucurucho de papel de plata. Esther y la señora Nolan lo rehusaron cortésmente.
—Pero no siempre nos juntamos en la iglesia. Sólo cuando entran nuevas afiliadas.
La señora Nolan puso los pálidos ojos en blanco, Esther no supo si por consternación general, o sencillamente ante la perspectiva de ir a la iglesia.
—¿Usted también acaba de llegar al pueblo? —preguntó a la señora Nolan, inclinándose un poco hacia delante para salvar a Rose.
La señora. Nolan emitió una risa breve y triste.
—Llevo aquí seis años.
—¡Ah, entonces ya conocerá a todo el mundo!
—A casi nadie —repuso la señora Nolan, haciendo que los recelos, como una bandada de pájaros de patas frías, llenasen el corazón de Esther.
Si la señora Nolan, inglesa, a juzgar por su aspecto y su acento, y además la mujer del encargado del pub, se sentía de fuera después de seis años en Devon, ¿qué esperanzas tenía Esther, estadounidense, de entrar en aquella sociedad arraigada?
Las tres mujeres siguieron andando, brazos entrelazados, por el camino que flanqueaba la linde, alta y con setos de acebo, de la finca de Esther, dejaron atrás la verja, y continuaron al pie de la pared de adobe rojo del cementerio. Lápidas planas y comidas por el liquen se inclinaban a la altura de sus cabezas. Labrado con hondura en la tierra por el uso, mucho antes de que alguien pensara en pavimentar, el camino se curvaba como el lecho de un río antiguo bajo sus riberas inclinadas.
Dejaron atrás el escaparate de la carnicería, con la muestra de codillos de cerdo y botes de manteca propia de mediados de la semana, y subieron por la calle de la policía y los baños públicos. Esther vio a otras mujeres que, solas y en grupos, confluían en la verja techada de la iglesia. Bajo el peso de los engorrosos abrigos de lana y los sombreros de colores apagados, todas ellas parecían retorcidas y viejas.
Mientras Esther y la señora Nolan se resistían a cruzar la reja, y animaban a Rose a seguir, Esther reconoció en la persona inusualmente fea que había llegado tras ella, sonriendo y saludando con la cabeza, a la mujer que le había vendido una berza inmensa en el Festival de la Cosecha por un chelín y medio. La col sobresalía del borde de la cesta de la compra como la planta milagrosa de un cuento, llenándola por completo; pero, cuando se puso a cortarla, era esponjosa y dura como corcho. Dos minutos en la olla a presión, y se quedó en un amasijo pálido y naranja que ennegrecía el fondo y los lados de la olla con un líquido aceitoso y maloliente. Tendría que haberla hervido inmediatamente, pensó Esther ahora, siguiendo a Rose y la señora Nolan hasta la puerta de la iglesia bajo los limeros achaparrados y desmochados.
El interior de la iglesia parecía curiosamente luminoso. Esther se dio cuenta de que hasta entonces sólo había entrado de noche, para las vísperas. Los bancos de atrás ya se estaban llenando de mujeres, que susurraban, se agachaban, se arrodillaban y sonreían con benevolencia en todas direcciones. Rose llevó a Esther y la señora Nolan a un banco vacío en medio del pasillo. Hizo pasar primero a la señora Nolan, luego entró ella, y a continuación tiró de Esther. Rose fue la única de las tres que se arrodilló. Esther inclinó la cabeza y cerró los ojos, pero su mente siguió en blanco; se sentía hipócrita. Así que abrió los ojos y miró a su alrededor.
La señora Nolan era la única mujer de la congregación que no llevaba sombrero. Esther la miró a los ojos, y la señora Nolan arqueó las cejas o, mejor dicho, la piel de la frente donde tuvo las cejas. Luego se inclinó hacia delante.
—No vengo demasiado —confesó.
Esther sacudió la cabeza y susurró:
—Yo tampoco.
No era del todo cierto. Un mes después de llegar al pueblo, Esther había empezado a ir a los servicios de vísperas, sin perderse uno. El mes de hiato había sido angustioso. Los campaneros del pueblo hacían resonar los carillones dos veces cada domingo, mañana y tarde, por el campo de los alrededores. Era imposible escapar de las notas inquisitivas. Mordían el aire y lo sacudían con empeño perruno. Las campanas hacían que Esther se sintiese al margen, como postergada en un gran banquete local.
Pocos días después de mudarse a aquella casa, Tom la llamó desde el piso de abajo para que saludase a una visita. En la sala de delante...