E-Book, Spanisch, 360 Seiten
Reihe: eMilenio
Reinhardt / Franquesa Gòdia Train Kids (epub)
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-24-4
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 360 Seiten
Reihe: eMilenio
ISBN: 978-84-19884-24-4
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Dirk Reinhardt (1963) reside y trabaja en Alemania. Ha ejercido de periodista. En el año 2009 publicó su primera novela y desde entonces se dedica exclusivamente a escribir literatura juvenil.
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2
Hace más de una hora que estamos tumbados en el suelo, en la estación de mercancías de Ciudad Hidalgo, escondidos detrás de unos vagones oxidados en vía muerta, observando qué sucede. Al poco de llegar, ha aparecido el barquero acompañado de los policías y han comenzado a registrar la estación. Nos hemos arrastrado por debajo de un vagón, hasta las ruedas. Por suerte no nos han descubierto y al cabo de un rato se han ido, pero por esa razón ahora hay desplegados vigilantes a lo largo de la vía.
—Aquí tenemos a la comitiva de bienvenida —nos dice Fernando, con un gesto.
Desde mi posición puedo ver perfectamente las vías, a través de las ruedas de un viejo vagón. Los ferroviarios enganchan los vagones de un convoy de carga, unos detrás de otros. Hay una fila de centinelas, desde la cabeza del tren hasta el final. Viéndolos con sus porras, de repente he tenido una sensación desagradable.
—¿Qué esperan? —le pregunto a Fernando.
—No lo ves... a nosotros.
Todos lo miramos, pero él se ríe.
—No solo a nosotros, naturalmente, también al resto. No los podéis ver, pero me juego lo que queráis a que en este momento alrededor de la estación hay varios centenares de personas al acecho. Y desde aquí solo sale un tren al día. Quien lo pierde, se queda atrapado en esta ratonera.
Me vuelvo en busca de los límites de la estación. Al principio no veo nada, pero después me parece haber visto un movimiento rápido y furtivo en medio de un montón de deshechos. Me fijo mejor y distingo a unos hombres agachados con los ojos clavados en las vías. De repente salen de sus escondites y se arrastran hasta el tren. Los vigilantes los descubren al momento y uno de ellos grita que nadie se mueva. Los hombres empiezan a correr en todas direcciones, mientras el resto de vigilantes los persigue. Lo que sucede después, no acierto a verlo.
Fernando sacude la cabeza.
—Idiotas —murmura—, demasiado pronto para subir al tren.
—¿Cuándo es el momento exacto? —le pregunta Ángel.
Fernando nos indica las vías.
—En dirección a Tapachula es vía única. Debemos esperar a que llegue el tren contrario, antes no podemos hacer nada. Y cuando llegue, entonces será el momento, porque se produce un verdadero caos.
—¿Y tú sabes cuándo será?
—No, pero no importa. Se sabe por los guardias. Poco antes siempre se ponen nerviosos, parece que no tardará.
Al cabo de un rato ya han acabado de enganchar los vagones y el convoy está listo para partir. Es larguísimo, con docenas de vagones, unos son cisternas de gasolina o de gas, otros contenedores de carga y otros van abiertos, cargados de arena, cemento o piedras.
Fernando nos señala uno de los vagones abiertos y dice:
—Aquel parece hecho a medida, iremos allí.
No entiendo muy bien por qué se ha decidido por aquel. A mí me parece un vagón igual a los demás. Lleva un cargamento de madera, con pilas de tablones, tableros y vigas, y se halla situado en medio del convoy... precisamente donde hay más vigilantes.
—Contra esos no tenemos nada que hacer —le dice Jaz—. Ya te puedes ir sacando ese vagón de la cabeza.
—No me voy a sacar nada de la cabeza, no soy imbécil. ¡Vamos, ahora!
Se levanta y avanza agachado hacia un lado. Los demás lo seguimos a lo largo de la vía, aunque no tenemos ni idea de qué se propone, a cubierto detrás del viejo vagón oxidado. Antes de llegar justo donde se acaba el convoy y la fila de guardias, Fernando se detiene detrás de una pila de cemento.
—Atendedme. Esperaremos a que algo los distraiga; entonces los despistaremos. Pero no subiremos al tren aún, porque si se dieran la vuelta, nos descubrirían. Nos pondremos debajo y nos arrastraremos hacia adelante bajo el vagón, ¿entendido?
—Pero si el tren arranca y aún estamos debajo, ¡nos aplastará! —dice Ángel con voz asustada.
Fernando se acerca a él.
—¿Confías en mí?
—Sí, claro —dice vacilando.
—Pues escucha. Te aseguro que no nos aplastará. Yo iré el primero y tú detrás de mí. Me ocuparé de que no te ocurra nada. ¿Entendido?
Ángel asiente con la cabeza. Fernando se vuelve hacia nosotros.
—Nos arrastraremos hasta el vagón que os he indicado. Allí esperaremos a que llegue el otro tren. Entonces es cuando se producirá el verdadero follón. Cuando todos los vigilantes estén ocupados, subiremos al tren, nos esconderemos entre la madera... y ¡listo!
Lo dice como si se tratase de la cosa más simple del mundo, y no lo es, es malditamente peligrosa. Me horroriza la idea de arrastrarme por debajo del tren, con guardias a cada lado de las vías. Jaz y Emilio tampoco parecen muy entusiasmados. Pero debo pensar que Fernando, en el río, ya sabía que sería lo mejor para todos. Además, no nos queda más remedio que seguirlo... ¡Debemos subir a ese tren, tenemos que hacerlo! Es el único medio de ir hacia el norte.
Nos agachamos y esperamos. Cada vez hay más gente que intenta alcanzar el tren, pero los guardias los interceptan y los obligan a retroceder. Algunos actúan ya porra en mano.
Sin embargo, unos pocos consiguen burlar la vigilancia, rompen la línea y asaltan el tren. Al instante los vigilantes se encaraman a los vagones, los atrapan y los lanzan contra las vías. La gente chilla, se produce un revuelo de mil demonios que hace que los guardias que tenemos cerca, al final del convoy, corran también hacia delante.
—¡Ahora! —grita Fernando, mientras echa a correr.
Corremos tan deprisa como podemos, con los guardias de espaldas. Por fortuna, el tumulto de delante acalla nuestro ruido. Llegamos al último vagón casi sin aliento y nos escondemos debajo. ¡Lo hemos logrado! Nadie se ha percatado de nuestra presencia. Nos arrastramos sobre nuestros codos y rodillas. Fernando va delante, lo sigue Ángel, después Jaz, a continuación yo y el último, Emilio.
Hace calor debajo del tren, casi no pasa el aire. Hay piedras por todos lados y se nos clavan en la piel. A veces el dolor es tan intenso que tengo que hacer esfuerzos para no gritar. Además, la vía es tan estrecha que casi es imposible avanzar... y tenemos a los vigilantes a cada lado, si alargo el brazo les podría tocar las botas.
Fernando se ha detenido. Supongo que hemos llegado al vagón cargado de madera. No sé cómo lo ha identificado, desde aquí abajo todos me parecen iguales. Estoy tan destrozado como si hubiese estado corriendo durante horas. Apoyo la cabeza en el suelo y cierro los ojos. Huele a gasolina y a goma quemada. Me he manchado de aceite y de hollín y tengo los codos y las rodillas ensangrentados.
Nos mantenemos un buen rato boca abajo en el suelo, hasta que, de repente, las vías empiezan a vibrar. ¡Menudo susto! Pensaba que el tren se ponía en marcha, pero entonces se oye un fuerte silbato; es el otro tren que llega a la estación. Frena con un chirrido estridente y, a continuación, un ruido ensordecedor se expande por todos lados. Al principio no entendía lo que sucedía, ahora me ha quedado claro. Ha empezado la batalla entre vigilantes y polizones.
Fernando grita. Es la señal. Nos arrastramos hacia afuera. Intento no fijarme en lo que sucede a nuestro alrededor, miro hacia delante y me encaramo al vagón. Una vez arriba, me escondo en el primer agujero que encuentro entre las vigas de madera. No es mayor que una rendija entre los tablones y la pared exterior del vagón. Por suerte soy tan delgado que me puedo meter y, una vez dentro, me agacho. El óxido ha hecho un agujero en la pared del vagón. Me inclino hacia delante y por todos lados veo gente corriendo sobre las vías. La mayoría son adultos, pero otros son tan jóvenes como yo. Los vigilantes no pueden contener a todo el mundo: cuando consiguen que unos retrocedan, otros los superan sin esfuerzo.
De repente, siento un tirón: el tren se pone en marcha. Los tablones tiemblan y crujen y me empujan hacia mi agujero. Chillo de miedo. Tengo la impresión de que las vigas me van a caer encima y me van a aplastar, pero por suerte la presión no dura mucho. El tren comienza su andadura, como si quisiese huir de aquel tumulto.
Miro de nuevo hacia fuera, pero no consigo entender qué sucede. Por todas partes veo los rostros desencajados de la gente que corre detrás del tren. Siento el ruido sordo que hacen al saltar contra los vagones, buscando donde asirse, y oigo los gritos desesperados cuando resbalan y caen tan peligrosamente cerca de las ruedas implacables que trituran lo que encuentran a su paso.
El tren cada vez va más deprisa, la estación ha quedado atrás, las casas y las calles pasan delante de mí. En un instante ha vuelto la calma, pero los gritos todavía resuenan en mis oídos.
Me dejo caer y coloco los brazos sobre mis rodillas. ¿Dónde me he metido? Hace tan solo unas horas que estoy en México y ya me siento un desgraciado. He visto cosas que desanimarían a cualquiera, y en realidad no tengo ningún motivo para lamentarme, yo mismo me lo he buscado, nadie me obligó a llegar hasta aquí. Estoy en el tren por voluntad propia, en este tren que va hacia el norte.
Apoyo la cabeza contra la madera y cierro los ojos. No hay camino de retorno: el viaje ha comenzado.
Estoy un buen rato en mi escondrijo, sin moverme, siempre con el miedo de que alguien me pueda descubrir. No puedo evitar pensar en los demás. ¿Lo habrán conseguido? De manera que no...




