Rodríguez Suárez | El asombroso legado de Daniel Kurka | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 321, 288 Seiten

Reihe: Gran Angular

Rodríguez Suárez El asombroso legado de Daniel Kurka


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-1182-061-5
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 321, 288 Seiten

Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-1182-061-5
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



1942. Daniel Kurka es un niño cuando llega a Nueva York en un barco de refugiados europeos. Todo en aquella ciudad le asombra y le fascina: sus calles interminables, sus imponentes rascacielos y el hotel New Yorker, donde trabaja su tía y en el que pasa las horas perdiéndose por sus pasillos. Será en una de estas excursiones cuando conocerá Nikola Tesla, el inventor que pudo cambiar el destino del mundo y que revelará a Daniel un secreto que pondrá en peligro su vida.

Mónica Rodríguez nació en Oviedo en 1969. Licenciada en Ciencias Físicas, llegó a Madrid en el año 1993 a hacer un máster de Energía Nuclear y desde 1994 hasta el año 2009 estuvo trabajando en el Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT).   En 2003 publicó su primer libro infantil y en 2009 dejó el trabajo en dicho centro para dedicarse por entero a la literatura. Tiene publicados más de una treintena de libros. Ha recibido numerosos premios y reconocimientos, como el Ala Delta, el premio Anaya, el premio Alandar y el premio Fundación Cuatrogatos y ha sido incluida en varias listas de honor. En 2017 fue ganadora de varios premios concedidos por jóvenes lectores. En 2018 obtuvo el premio Gran Angular por su obra Biografía de un cuerpo, así como el Premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra.
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1
EL VIAJE

Si estás leyendo estas páginas, es que han pasado muchas cosas. Pero no las suficientes. Entre las cosas que han sucedido se encontrará, sin duda, mi muerte, la cual no tiene mérito siendo, como soy, un viejo. Pero esta muerte –la mía– es la única responsable de que estas hojas estén en tus manos por voluntad del difunto, que soy yo, que en paz descanse. He guardado con cautela cuanto aquí se cuenta en espera de que el mundo mereciera tal confesión. No ha podido ser, y dado que todavía eres un niño, aún hay esperanza. Confío en ti. Si crees que no debo hacerlo, te ruego que no sigas leyendo y destruyas estos papeles. Al fin y al cabo, tan solo soy el viejo tío Daniel y ya ni siquiera eso. Ahora soy simplemente un muerto más.

Tienes la misma edad que tenía yo en el año 1942 cuando me subí a aquel barco de refugiados, con un futuro incierto, separándome de lo único que conocía hasta entonces. Me esperaba un puerto: Nueva York. Y una pariente: Helena Zdenka. Mi querida tía Elka, entonces una imagen sonriente, color sepia, que guardaba en el bolsillo de la camisa y que a cada rato palpaba para comprobar que no la había perdido.

Tal vez por eso, porque tenemos la misma edad –yo, el niño de entonces que revivirá en estas páginas, y tú, que las estás leyendo–, pueda confiarte lo que sucedió y cómo, por cuestiones del azar, este secreto que voy a desvelarte vino a caer en mis manos. Ahora, las tuyas.

Por una serie de acontecimientos difíciles de resumir, llegué a Casablanca a mediados de mayo de 1942, con un grupo de niños españoles, en espera de subir al barco Serpa Pinto con destino a Nueva York. Mi tío Vanja consiguió arreglar mis papeles para que huyera de la guerra que azotaba toda Europa gracias a su amistad con el cuáquero William Fox, al que conoció en los avatares de su inquieta vida. Tan solo recuerdo de aquel hombre que era muy alto y que usaba una espesa perilla que se unía a ambos lados de la cara a su corto y oscuro pelo, dándole un extraño aspecto de hombre lobo que sus maneras suavizaban. Llevaba siempre puesto un peculiar sombrero negro y hablaba con una extremada delicadeza. Mi tío Vanja, que por el contrario era bajito y nervioso, no sabía cómo agradecer a William Fox su generosa ayuda y se mostraba con él emocionado, golpeándole la espalda a cada rato y enjugándose los ojos pequeños y enrojecidos.

Encontrar un pasaje y arreglar los visados para ir a Estados Unidos era muy difícil en aquellos años de guerra, en que aquel poderoso país había rebajado la cuota de inmigrantes y solo tres compañías navieras de países neutrales seguían haciendo las rutas por el océano Atlántico, atestado de submarinos alemanes. Sin la intermediación de William Fox para que pudiera viajar bajo los auspicios del Comité Estadounidense para el Cuidado de los Niños Europeos, habría sido imposible aquella travesía que cambió mi vida y que es la responsable de que yo ahora, setenta años después, escriba estas páginas con el secreto que tan obstinadamente he guardado.

William Fox y mi tío Vanja se despidieron de mí en el puerto de Marsella. Mi tío me abrazó nerviosamente y yo sentí sus brazos carnosos y la aspiración intermitente, como de asmático, agravada por la angustia de la despedida y la incertidumbre de nuestro futuro: el mío, su único sobrino, hijo de su hermano Mirko, retenido en Dalmacia por las tropas fascistas italianas. Y también el suyo propio, Vanja Kurka, que quedaba expuesto a los rigores de la guerra.

–Toma esta fotografía y guárdala bien con tus papeles –me dijo–. No la pierdas. Es Helena Zdenka, una prima de tu madre, serbia como ella, que vive en América desde hace siete años. Helena te recogerá allí.

El tío Vanja me tendió la fotografía de una mujer desconocida, que apenas tuve tiempo de contemplar, y volvió a abrazarme. William Fox me ofreció su mano grande y velluda y dijo en francés:

–Nueva York es la ciudad de las oportunidades. Aprovéchalas.

No sonrió.

Subimos al barco y desde la baranda, rodeado de una multitud de hombros y brazos que me apretaban, vi al tío Vanja palmeándole la espalda a William Fox, tan alto y flaco a su lado que parecía un mástil pintado de negro. Al rato, el cuáquero levantó la mano y los dos se hicieron pequeños, confundiéndose con la algarabía del puerto.

Nunca volví a ver a ninguno de los dos.

Cuando ya el puerto era apenas una marea de luces y rayas, nos reunieron a todos los niños y al resto de refugiados para conducirnos a las bodegas, donde nos acomodaron en cabinas pequeñas con literas y una claraboya por donde se veía el balanceo del mar. Hacía mucho calor y el olor era terrible. Sonaban los motores como un avispero y el movimiento continuo hizo vomitar a más de un niño.

En cubierta encontré mujeres tristes, comerciantes árabes y refugiados esqueléticos que relataban las pesadillas de la guerra en una algarabía de idiomas rumorosa y deprimente.

Entre los niños amparados por los cuáqueros, además del grupo de españoles, había judíos alemanes y polacos. Yo era el único yugoslavo y me sentía diferente del resto de muchachos, unidos por un origen o una religión y en muchos casos por la sangre, pues entre ellos había grupos familiares de tres y hasta cuatro hermanos. Los niños, cuando no estaban mareados o no lloraban, correteaban por el barco y hacían trastadas que nadie impedía, agradecidos tal vez por la alegría de sus voces y sus juegos, que tanta falta hacía en la tristeza chirriante de aquel paquebote.

Recuerdo que nos juntaron a comer bajo el sonido de una campana metálica. Hicimos una fila y nos entregaron un plato y una taza de aluminio. Delante de mí había una niña, algo más alta que yo, que llevaba un abrigo negro, muy grande. Me fijé en que sus hombros se sacudían silenciosamente como si estuviera llorando y que aquel movimiento agitaba una larga y gruesa trenza que le caía por la espalda. Cuando llegó mi turno, un hombre uniformado me echó en el plato dos cucharadas de un líquido oscuro donde bailaban algunas lentejas junto con una mosca, y en la taza, un poco de agua sucia.

Di buena cuenta de aquella bazofia y, con el estómago lleno, me sentí mejor. Apoyé la espalda en la madera del barco y suspiré satisfecho como si hubiese devorado la comida de un rey. Las penurias de la guerra me habían hecho padecer un hambre perpetua. Descubrí a la niña de la trenza, sentada entre otros niños, frente a mí, con el plato intacto, en el suelo. Ella también apoyaba la cabeza en la madera del barco y estaba medio vuelta, abstraída, mirando hacia el cielo. Tenía el mentón redondo, y el pelo deshilachado de la trenza volaba hacia la cara tapándole a ráfagas el rostro. Miré el plato lleno de comida de la niña y aún mi estómago se encogió de hambre. Ella debió de notar mi intensa mirada, porque giró la cabeza y posó sus ojos en mí. Eran muy negros y muy tristes, levemente ausentes. Antes de levantarse y dejar abandonados el plato y la taza de aluminio, asintió con la cabeza como si me diera permiso para comer el potaje que se había dejado.

Corrí hacia el plato y lo zampé con la misma alegría con que me había comido el primero, apartando las piedras que me iba encontrando. Cuando hube terminado, saqué la fotografía que me había dado el tío Vanja e inspeccioné por primera vez la figura de Helena Zdenka, como haría tantas veces a lo largo del trayecto hasta Casablanca y, más tarde, en el barco que nos conduciría a Nueva York.

Aún ahora, setenta años después, soy capaz de ver la imagen de Helena Zdenka en aquella fotografía como si la tuviera delante. Los ojos dulces, la nariz recta, las mejillas rollizas y esa media sonrisa entre el asombro y la intención estética, recortada sobre un fondo claro que resaltaba el artificio de su postura. Era una perfecta desconocida. No había nada en ella que recordara a mi madre. Y, sin embargo, ahora, al cabo de los años, a quien no soy capaz de recordar es a Renata, mi madre, confundida con los rasgos de la tía Elka y sus brazos gordezuelos, su olor a colonia barata o aquella expresión entre risueña y testaruda que ponía al colocarse el uniforme mientras me decía que estuviera quieto, que dejara de corretear por el hotel en el que trabajaba, aquella inmensa torre en el centro de Manhattan.

Debo hacerte una aclaración antes de seguir adelante para que comprendas las extraordinarias circunstancias que envolvieron a mi familia desde el principio de los tiempos, que, en cierta medida, ayudaron al desenlace de lo que aquí te estoy narrando. La familia de mi madre era de ascendencia serbia y, por tanto, profesaba la religión ortodoxa. Sin embargo, tanto mi madre como su prima Helena se casaron con croatas y, en apariencia, abandonaron su religión para aceptar el catolicismo. Mi padre era un croata dedicado a las labores del campo y a la ebanistería que no daba demasiada importancia a las cuestiones religiosas. Consideraba que las diferencias étnicas, el misticismo y los nacionalismos exacerbados de nuestro convulso país eran síntomas de un retraso intelectual y humano, opinión que no solo heredé, sino que he abanderado hasta el final de mis días, que, como bien sabes, ya ha llegado. Siendo así, mi padre me crio en un catolicismo permisivo con...



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