Ruiz García | El enigma del scriptorium | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 216 Seiten

Reihe: Gran Angular

Ruiz García El enigma del scriptorium


1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-675-6147-0
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-675-6147-0
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Toledo, siglo XIII. Francisca, una muchacha huérfana de quince años, debe a su talento como dibujante el privilegio de ser aprendiz en el scriptorium real de Alfonso X el Sabio. Ante ella se cierne la sombra de un convento en el que no quiere ingresar, aunque ello signifique abandonar su formación. Sin embargo, en una ciudad llena de intrigas cortesanas y poblada por gentes de tres religiones, es fácil que aparezcan sombras mucho más oscuras que esa. Francisca está a punto de precipitarse en una trama llena de tinieblas, conjuras, enigmas y traiciones, de la que solo podrá salir usando su ingenio, olvidando sus prejuicios y recurriendo a viejos y nuevos amigos.

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4

EL EXAMEN


Solo un puñado de aprendices continuaba su formación una vez cumplidos los dieciséis años. En este sentido, tanto Eliezer como yo podíamos sentirnos privilegiados; mi amigo había sido el primero en enfrentarse a la prueba de fuego el invierno anterior. Sentado frente a los integrantes del gremio, respondió con desenvoltura a lo largo de la hora que se prolongó el examen oral, y con la misma pericia tradujo al latín un pasaje del Viejo Testamento escrito en hebreo; es más, no solo utilizó los caracteres góticos requeridos, sino que concluyó la traducción empleando caligrafía lombarda, de gran exigencia ológrafa dado su gran número de letras iniciales ornamentadas e intrincados diseños. Tras una breve deliberación, los miembros del gremio le informaron de su continuidad para formarse como maestro traductor y grafista.

Mi evaluación se llevó a cabo algo después, hacía apenas treinta días. El maestro Yehuda se limitó a ordenarme que me reuniese con él a la hora del almuerzo, pues había una encomienda que debía atender. En cuanto accedí al cuarto supe que sucedía algo fuera de lo habitual. El maestro Yehuda, Ajdir Ibn Bouayach, maese Vergara y el deán Arribas, este último como director del scriptorium real, permanecían sentados detrás de la única mesa de la estancia. A pesar de la silla libre que había dispuesta frente a ellos, quedé a la espera de pie. Mis nervios iniciales desaparecieron en parte cuando se me informó de que no debería realizar ninguna prueba; bastaría con que me limitase a contestar de manera concisa tantas cuestiones como se me plantearan.

Acto seguido, mi maestro presentó ante el resto de miniaturistas la lámina que me había encomendado reproducir parcialmente y que yo me había tomado la libertad de modificar y concluir por mi cuenta y riesgo, la misma a la que se refería Eliezer y que me había valido una monumental bronca. Uno a uno, fueron observándola minuciosamente mientras el maestro Yehuda permanecía al margen. Se trataba de una representación del juego de las tablas astronómicas en la que aparecían siete individuos, uno de ellos el rey Alfonso X.

Nadie me había indicado que me sentase, por lo que continuaba tan tiesa como un tronco. El tiempo pareció anclarse en aquel momento y cada segundo se me antojaba una eternidad. Ajdir Ibn Bouayach, un hombre maduro, incansable en el trabajo y de trato reservado, fue el encargado de deshacer el silencio.

–¿Por qué en tu lámina su majestad el rey no mira al tablero, sino a su diestra?

Me llevó unos instantes comprender que la pregunta iba dirigida a mí. Parpadeé repetidamente y respiré hondo antes de contestar.

–Estudia el semblante de su oponente –tuve que esforzarme para controlar el repiqueo que producía mi pie derecho al golpear el suelo de piedra–, ya que es el mejor contrincante de los seis a los que se enfrenta. Igual que en el combate se puede adivinar el siguiente movimiento de tu rival analizando su expresión –continué tras reflexionar un instante–, don Alfonso intenta anticipar la estrategia que utilizará su oponente escrutando su rostro.

No supe si mi explicación había sido de su agrado, pero sí que no me haría más preguntas, pues dirigió su mirada a maese Vergara, uno de los miniaturistas más reputados del reino. Este se atusó la rubia perilla que circundaba su boca antes de inquirir:

–A pesar de que se aprecia el trono a su espalda, en tu trabajo el rey no se encuentra sobre él, sino sentado en el suelo junto a los demás jugadores. ¿Por qué?

Era una cuestión que había meditado largamente mientras afrontaba el diseño de la lámina, así que respondí sin titubeos.

–Mi intención era plasmar dos de las grandes virtudes que el pueblo reconoce en nuestro monarca: humildad y justicia. ¿Qué mejor forma de demostrarlo que situándose al mismo nivel que sus súbditos? La presencia del trono no hace sino acrecentar esta idea, a la vez que sirve de velada advertencia: el rey ama a su pueblo, es honesto con él y, a pesar de que podría hacerlo con un simple gesto, prefiere no recurrir al poder y a la fuerza que le confiere la corona.

Un silencio incómodo sobrevino al cabo de mis palabras. Me percaté de la afilada mirada que mi maestro mantenía clavada en mí. Cuando despegó los labios para hablar, supuse que estaba a punto de reprocharme haber socavado su autoridad; no tardé en comprender lo equivocada que estaba.

–En el dibujo original –planteó el maestro Yehuda–, los participantes juegan a los dados; me gustaría saber por qué en tu dibujo te has decantado por el juego de las tablas astronómicas.

Antes de hablar, tomé aire con la intención de calmar el ímpetu con el que el corazón me golpeaba el pecho.

–Los juegos de tablas son los preferidos por la mayoría del pueblo –después de la consabida afirmación, resolví cuál iba a ser el hilo de mi razonamiento–. Además, el juego de los dados depende únicamente de la suerte y suele practicarse en las tabernas. En las tablas no solo influye la suerte que te otorguen los dados, sino que hay que sumarle la pericia del participante. En la vida real, nuestra existencia suele estar condicionada por los infortunios que pueda deparar el destino: las sequías, las plagas, las guerras… Y continuamente debemos recurrir a nuestras habilidades y capacidades para sobreponernos; tal vez sea esta similitud con la realidad la que explique el gusto mayoritario por los juegos de tablas, y de aquí mi decisión.

Un nuevo silencio prevaleció en el cuarto. Maese Vergara había tomado el dibujo de nuevo y lo observaba como si hubiera un detalle en el que antes no había reparado.

–Las proporciones son correctas y el trazo firme –resolvió.

–La orientación de los individuos es la apropiada, y la utilización de los tintes puede considerarse más que correcta –opinó Ajdir Ibn Bouayach, quien, inclinado ligeramente, también lo contemplaba de reojo.

Cuando las miradas de sus colegas confluyeron en él, el maestro Yehuda se limitó a realizar un gesto de asentimiento. Los otros dos maestros le respondieron con cabeceos aquiescentes.

El director del scriptorium entendió que había llegado su turno. El deán Arribas se aclaró la voz con un par de carraspeos y, por vez primera en la reunión, tomó la palabra. Me sentí atravesada por sus hechizantes ojos azules.

–Salvo la puntual excepción que tenemos delante de nuestras narices –sus pupilas se desviaron por un instante hacia el dibujo que había causado tanta controversia–, has cumplido eficientemente con las tareas que se te han encomendado y posees unas dotes que superan a lo esperado en un aprendiz de tu edad –volvió a concentrarse en mí–. Tras el fallo favorable de los maestros miniaturistas, un único detalle impedía que comenzaras tu formación como aprendiz de pleno derecho, y recientemente ha sido solventado. El padre Matías y sor Clarisa ya han arreglado tu ingreso en el convento de las dominicas. Por lo tanto, me complace ser quien te comunique que, una vez alcances los dieciséis años, comenzarás como novicia y alternarás tus obligaciones religiosas con tu trabajo como aprendiz bajo las órdenes del maestro Yehuda.

El padre Matías y sor Clarisa eran las dos únicas personas que se habían preocupado por mi bienestar en los últimos años, por lo que no logré discernir si la expresión complaciente que mostraban los maestros era consecuencia de mi admisión en el convento, del agrado que les producía el nuevo miembro que ingresaba en el gremio o de la combinación de ambas cosas.

La inmensa alegría que me invadió al ver cumplido el sueño que llevaba persiguiendo cuatro años se vio ensombrecida repentinamente. ¿Cómo no había reparado en ello? Se antojaba inconcebible que, superada la primera etapa de aprendiz, una mujer adulta que no estuviese consagrada al voto religioso ejerciese en el scriptorium junto al resto de hombres. Mi vida quedaría reducida a proseguir mi formación en el scriptorium real durante la parte del día que me permitiera la sacrificada y casta reclusión que se vivía entre los cuatro muros del cercano convento de las dominicas.

–Decidido –se incorporó el maestro Yehuda–. El gremio acepta el ingreso de Francisca como aprendiz de pleno derecho –sentenció con voz neutra.

Los otros maestros se levantaron y, deshaciendo sus máscaras de seriedad, me estrecharon la mano y me dirigieron sus parabienes. Llegado el turno del maestro Yehuda, me pareció percibir en su expresión un destello de emoción contenida. El inesperado gesto que protagonizó a continuación vino a confirmar mis sospechas: se aproximó y me abrazó.

–Enhorabuena –musitó.

Semejante cumplido de una persona a la que admiraba con secreta devoción, y a la que jamás había oído expresar sus emociones, hizo que el rubor me subiese hasta el rostro y que el color de mi tez, habitualmente pálido, se asemejase al de una cereza.

–Esto no quiere decir que vayas a librarte del castigo por haberme desobedecido –agregó contradictoriamente, mientras su acostumbrado semblante de seriedad volvía a...



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