Sauvage | La elegancia de las moléculas | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 184 Seiten

Sauvage La elegancia de las moléculas


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19271-31-0
Verlag: Plataforma
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 184 Seiten

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¿Por qué milagro puede el Hombre crear conjuntos moleculares complejos de gran belleza que tengan propiedades cercanas a las de las moléculas de la vida? Esta es la hazaña lograda por el autor y su equipo. Después de todo, ¿por qué sorprenderse? La química permite fabricar casi cualquier molécula: antibióticos, anticancerígenos, antivirales, antiinflamatorios, materiales para la electrónica y la informática, compuestos para la agroquímica... Todas estas aplicaciones imprescindibles para la humanidad se deben a la «síntesis molecular» y no a la naturaleza. Este libro, escrito por un Premio Nobel de Química, está al alcance de todos porque invita tanto a soñar como a pensar, mientras cuenta la historia de uno de nuestros más grandes investigadores actuales. Una oda a la vida, una súplica a la curiosidad.

Jean-Pierre Sauvage es profesor emérito de la universidad de Estrasburgo, miembro de la Academia de las Ciencias y Premio Nobel de Química de 2016. Autor de más de 500 publicaciones, ha recibido numerosos premios y es miembro honorario de la Royal Society of Chemistry, entre otras prestigiosas organizaciones, y es doctor honoris causa por varias universidades extranjeras.
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1 El bosque del dragón


El lector ávido de psicoanálisis sentirá la tentación de hurgar en mi genealogía o en mi primera infancia a fin de hallar los indicios de cualquier atavismo, si no para los ensamblajes moleculares, al menos para las ciencias. Su búsqueda corre el riesgo de ser vana. Nací el 21 de octubre de 1944 en París, unas semanas después de la Liberación, de la unión de Lydie Angèle Arcelin, ama de casa, y de Camille Sauvage, un exitoso director de orquesta y clarinetista de jazz. El lector freudiano tiene aquí algo a lo que aferrarse: con un poco de imaginación, cabe considerar el jazz como el arte de improvisar con unas escalas dadas, que apela al mismo espíritu creativo, a la par que ordenado, que el químico que hace malabares con sus combinaciones moleculares. En honor a la verdad, este paralelismo solo me convence a medias.

Mis padres provienen de la pequeña burguesía provinciana, normanda por parte de mi madre, del norte por el lado paterno. Yo soy todavía un bebé cuando se divorcian. Mi padre biológico, de alma bohemia, recobra su libertad de artista, en tanto que mi madre se consuela en los brazos de un oficial del Ejército del Aire, Marcel Louis Grosse, un hombre cariñoso y atento que se convierte en mi progenitor de corazón, y a quien todavía hoy considero mi verdadero padre. Desde entonces, mi infancia se asemeja a la de numerosos hijos e hijas de militares: nos mudamos sin parar. Túnez, Argelia, luego San Luis en Misuri y Denver en Colorado. Tengo ocho años cuando regresamos a Francia, donde embalamos y desembalamos a un ritmo siempre sostenido. Tours, después su periferia, más tarde París.

Cuando tengo diez años, mi madre cae gravemente enferma. Diagnóstico: tuberculosis. La tasa de mortalidad de la infección, por entonces muy elevada, la obliga a pasar un año en un sanatorio donde no se me permite ir a verla. Durante su tratamiento, parto a vivir en Pacy-sur-Eure con mi abuela, una mujer de una solidez y una fortaleza de carácter admirables que me adoraba, y viceversa. Yo ya pasaba todas las vacaciones estivales a su lado, preciado punto de anclaje en esa infancia nómada en la que encariñarme con mis amigos y con mi entorno resultaba desaconsejable. Muy a mi pesar.

Una vez curada mi madre, ponemos rumbo a los Vosgos, donde mi padre está destinado en el cuartel de Contrexéville. Voy a cumplir once años y entro en el colegio de secundaria masculino de Mirecourt, la patria del violín. Para mi estupor, mis padres insisten en que ingrese en el internado so pretexto de que el centro escolar está demasiado alejado de la casa. Es un pretexto porque, con un tren automotor de Michelin que conecta las dos ciudades, la media pensión es perfectamente viable. Defiendo mi causa con el apoyo de mi abuela, en vano. La separación es un desgarro, pero solo para mí. Desde mi primera infancia, apenas me piden opinión a la hora de tomar las decisiones importantes y a veces tengo la impresión de ser un miembro honorario de la familia. Las primeras semanas lloro todas las noches, pero mi probada capacidad de adaptación, sumada a una cierta habilidad en las tabas, facilita mi integración.

La conmoción del internado me lleva asimismo a evocar el recuerdo lejano de mi padre biológico. Por primera vez me pesa su ausencia. ¿Por qué no se interesa más por mí? Voy a verle una vez cada dos o tres años a su chalé de Nogent-sur-Marne, símbolo de su éxito. Prácticamente en cada una de mis visitas me presenta a una nueva pareja. Nuestra relación es cordial, pero me doy cuenta de que en su vida de artista y de mundanidad jamás tendrá cabida la relación padre-hijo idealizada con la que he tenido la flaqueza de soñar.

A nuestro regreso de los Estados Unidos, donde no había podido seguir una escolarización normal, tenía algunas lagunas tanto en escritura como en lectura. Recuperé ese retraso en cuarto de primaria, pero seguí siendo un alumno del montón. En la escuela secundaria de Mirecourt, donde la férrea disciplina es todavía de inspiración militar, la atmósfera sediciosa que flota en el internado no mejora mis resultados. En compensación, estrecha las amistades. Para no ingerir el asqueroso rancho servido en el comedor, la consigna general es meter el contenido del plato en papel higiénico cuando el vigilante está de espaldas. Después de la comida, hay que esperar turno delante de los retretes para vaciarse los bolsillos en la taza. Los rigurosos inviernos de la región —¡hasta 25° C bajo cero!— son pretextos para toda suerte de desafíos sobre las pistas de patinaje naturales formadas por el hielo, que ponen a prueba nuestra temeridad.

De regreso de fin de semana a casa de mis padres, me concedo un momento de evasión sumergiéndome en la serie de libros de la colección juvenil «Cuentos y leyendas», que devoro por decenas. El ambiente familiar no es ajeno a ese gusto por la lectura: aunque no hubiese continuado sus estudios, mi madre era bachiller, una hazaña extremadamente rara para una mujer de la preguerra, y mi abuela, gran lectora, también era muy cultivada. Este atavismo participa sin duda en mis buenos resultados en francés, la asignatura en la que mejor me defiendo.

A los quince años, cuando me disponía a entrar en el instituto, a mi padrastro le asignan un nuevo destino. Una vez más, vienen tiempos difíciles. Nos trasladamos a un pueblo del norte de Alsacia, Drachenbronn, «la fuente del dragón» en alemán: en esta región petrolífera, los pozos abandonados se encienden de modo que dan la impresión de escupir fuego. Mi padre se incorpora a la base 901, una de las estaciones de radar más grandes de Europa, instalada sobre la línea Maginot vecina. Me escolarizan en el instituto mixto de Haguenau, treinta kilómetros más al sur. Mis padres insisten de nuevo en que ingrese en el internado, a pesar de que una lanzadera fletada por el Ejército hace las veces de autobús escolar. Esperaré hasta los sesenta años para intentar desvelar el misterio de este antojo parental y compartir con ellos el sentimiento de rechazo que yo experimentaba. «En nuestro ánimo, era por tu bien», responderán en esencia. Me convierto en el único interno del pueblo.

Gracias a Dios, en esta ocasión el ambiente es radicalmente diferente del de Mirecourt. La libertad es la regla: las salidas se efectúan sin autorización y, para asegurarme una libertad máxima, fraternizo incluso con los vigilantes, unos estudiantes muy relajados apenas mayores que nosotros. El jueves por la tarde, mi madre viene a veces a visitarme y me lleva a la ciudad, donde degustamos merengues helados. Guardo un excelente recuerdo de aquella etapa e incluso conservo algunos amigos de entonces. En el recreo, somos una ínfima minoría los que no nos expresamos en alsaciano. Una singularidad que excluye tanto como acerca. Entre esos «franceses del interior», como los lugareños llaman entonces a los no alsacianos, está Robert Langlois, interno e hijo de militar como yo. En el transcurso de frenéticos partidos de pelota vasca en el patio del recreo, nos hacemos los mejores amigos del mundo. Después de estudiar Derecho, entró en Total, donde desarrolló el conjunto de su carrera. Sesenta años después de nuestros paseos hasta el café, mantenemos contactos periódicos.

Mi buen humor recuperado galvaniza mis resultados escolares. Mejoran considerablemente en todas las asignaturas. Pronto dejo el pelotón de la clase para situarme en los puestos de cabeza. Asimismo, descubro en mí aptitudes insospechadas en ciencias. Es en mi segundo año de instituto cuando se afirma este tropismo. Se lo debo de entrada a mi profesor de matemáticas, un hombre de un rigor ejemplar. Cuando otros profes toman atajos por facilidad o por voluntad de ganar tiempo, el señor Cailliau desarrolla su razonamiento como una novela por entregas, avanzando etapa a etapa, sin la menor elipsis. En la relectura, la demostración es de una claridad mineral. Imposible no comprenderla. Me gusta también su ambición contagiosa. No vacila a la hora de ponernos ejercicios muy por encima de nuestras capacidades, especialmente en trigonometría, con el deseo de transmitirnos el gusto por el desafío. Al igual que mis compañeros, me estrello a menudo, pero descubro en esta ocasión que el reto actúa en mí como un estimulante. Una ventaja clave en la carrera que me dispongo a seguir.

En mi Panteón escolar, otro profesor va a jugar el papel de catalizador: el de física y química, cuyo nombre no acierto a recordar. Es un agregado enviado a los confines del país para entrenarse, como requiere la costumbre. Pedagogo sin par, adelantado a su tiempo, está muy abierto a las interacciones con sus alumnos y nos alienta a interrumpirlo si es preciso en lugar de rumiar por lo bajo nuestros interrogantes. Nos invita igualmente a recurrir a él si es necesario una vez terminada la clase, lo que yo no dejo de hacer. Descubro por primera vez las leyes de la naturaleza a escala molecular; pero son los trabajos prácticos, esa oportunidad lúdica de ilustrar la teoría mediante la experiencia, los que me procuran la máxima satisfacción y hacen que la balanza se incline poco a poco a favor de las clases de química.

A estas alturas del relato, el lector perspicaz habrá aislado este último comentario como el punto de partida de mi futura elección de carrera. Creo que no lo es. El estudiante de instituto que soy se interesa entonces por igual por todas las asignaturas científicas: por supuesto la química, pero también las matemáticas, la física y las ciencias de la vida. Y no es menor mi gusto por el francés y, en el último curso, el descubrimiento de la filosofía me entusiasma. El examen de mis boletines...



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