Schiffter | La belleza | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 70, 144 Seiten

Reihe: Biblioteca de Ensayo / Serie menor

Schiffter La belleza

Una educación estética
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-18245-04-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Una educación estética

E-Book, Spanisch, Band 70, 144 Seiten

Reihe: Biblioteca de Ensayo / Serie menor

ISBN: 978-84-18245-04-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



«La belleza nace del flirteo íntimo entre el mundo y la imaginación». Por fugaces que sean, los encuentros del ser humano con la belleza resultan siempre una  experiencia arrebatadora e inolvidable. A partir de aquellos que han marcado su propia vida, Frédéric Schiffter nos invita a una original meditación filosófica en forma de recorrido erudito y sentimental por los paisajes, las obras de arte, los libros y las películas que a lo largo de los años van modelando nuestra educación estética.

Frédéric Schiffter (Burkina Faso, 1956) es un destacado escritor y filósofo francés, autor de casi una veintena de títulos. Ha sido galardonado con los premios Décembre y Rive Gauche.
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La mujer bella y las mujeres guapas


«El primero que llamó a la mujer el “bello sexo” tal vez lo hiciera como una chanza, pero estuvo más acertado de lo que él mismo habría creído».

IMMANUEL KANT

Emmanuel Levinas afirma que, si nos detenemos a escudriñar los rasgos de otra persona, rozamos el asesinato: al contemplar su fisonomía, no leemos el «¡No matarás!» que, según él, Dios habría inscrito en la parte más desnuda de su cuerpo. «La piel del rostro es la que permanece más desnuda […] por mucho que se trate de una desnudez decente. Hay en el rostro una vulnerabilidad, una pobreza esencial… Prueba de ello es que se trata de enmascarar dicha pobreza adoptando poses, una compostura». Al no tener en cuenta la «desnudez» del rostro del otro, olvidamos el deber de hacernos responsables de ello. «Cuando vemos una nariz, unos ojos, una frente, una barbilla, y podemos describirlos […] nos volvemos hacia el otro como hacia un objeto». Por tanto, afirma Levinas, cuando conocemos a alguien, la única actitud ética al respecto «es no darse cuenta siquiera del color de sus ojos».

Estas palabras de Levinas son de una sutileza tal que nunca he sido capaz de leerlas sin tener la sensación de que se trata de una superchería. ¿Acaso el otro no me comunica de entrada su singular alteridad en el rostro? ¿Qué sería un rostro desprovisto de nariz, de frente, de barbilla, de ojos, sino el de un fantasma, el de una musulmana cubierta por su burka, el de un militante del Ku Klux Klan con el capirote encasquetado, o el del que va a la horca con un saco en la cabeza? No prestar atención al rostro de alguien, no sentir curiosidad por él, ¿qué es, sino señal de desdén o de indiferencia? Extraña ética esta de Levinas, que exige empezar no percibiendo la singularidad carnal del prójimo.

¿Cómo se percibe la «desnudez» de un rostro, en particular cuando se trata de un bello rostro de mujer? Porque, en tal caso, la belleza es lo que turba a quien lo contempla, hasta el extremo de que llega a entablar, hundido en esa miseria que llamamos timidez, una batalla contra sí mismo para no perder la compostura. Precisamente por eso, tampoco estoy de acuerdo con Spinoza cuando declara que la belleza no existe más que por obra y gracia del deseo: no es que deseemos a una mujer porque sea bella, dice, sino que una mujer es bella porque la deseamos. De ahí, es bien sabido, brota la célebre teoría de la cristalización —adoptada por Stendhal, pero que el propio Spinoza tomó prestada de Lucrecio— según la cual la imaginación, aguzada por el deseo, embellece su objeto. Resulta difícil no leer en ese discurso, que reduce la belleza a una alucinación excitada y excitante, la confesión de una angustia sexual. Principalmente, la afirmación de Spinoza yerra al mezclar mirada y deseo. En este particular, Kant demuestra ser más perspicaz que Spinoza. Para el solitario de Königsberg, no se trata de saber si una mujer resulta atractiva por ser bella o bella por ser atractiva, sino de constatar que una bella mujer no es deseable. En la medida en que lo bello suscita placer al contemplarlo, una mujer bella relega al hombre a una distancia respetuosa, necesaria para el único deseo que se impone en ese instante: el deseo desinteresado —desprovisto (al menos temporalmente) de finalidad sexual— de contemplar la belleza de la mujer. Leer sus , además de los comentarios sobre el arte de Schopenhauer, me permitió precisar la distinción que yo mismo había establecido de forma intuitiva entre una mujer bella y una mujer guapa. Ante una mujer bella, el deseo del hombre queda desterrado, mientras que, ante una mujer guapa, su deseo se aviva. El criterio que permite establecer la diferencia entre una mujer bella y una mujer guapa no tiene que ver con una cuestión de pura fisionomía —con la perfección «plástica» de sus respectivos cuerpos—, sino con lo que Kant llama «el pudor». «El pudor —señala— es un secreto de la naturaleza que sabe imponer límites a una de sus tendencias más imperiosas y que, sin perder de vista su llamada, parece siempre guiarse por buenas cualidades morales, aun cuando se aparte de ellas». Si bien tal noción de «secreto de la naturaleza» nos deja perplejos, las palabras del filósofo son justas y sentidas. Recuerdo a dos hermanas de unos veinte años con las que solía encontrarme en Biárriz, en los bares de moda, durante mis años de excesos nocturnos. La pequeña, más guapa que la mayor, no era, sin embargo, tan bella como aquella. La mayor no carecía de los atractivos de la pequeña, pero, como sabía esconderlos, toda ella ganaba en encanto. Aunque la mayor mostrase mayor distinción en todos los sentidos, era, no obstante, la pequeña quien tenía más éxito. A medida que avanzaba la noche, la veía revolotear entre los jóvenes presurosos a embaucarla, henchida de orgullo de ocultar a los ojos de ellos los esfuerzos de seducción de las otras muchachas, mientras yo permanecía junto a su hermana, lejos del ruido, entregándome con ella al placer de una conversación digna de ese nombre, donde la gravedad se suelta el pelo y se quita los zapatos para bailar más cómoda con la mente.

Tras comprobar en otras ocasiones que los hombres preferían las mujeres guapas a las mujeres bellas, inferí que en la belleza hay algo noble que repugna a la común sensibilidad masculina, sin duda porque el ser guapa exhibe un impudor que halaga a esa misma sensibilidad. Si tuviera que dividirlas en dos categorías «políticas», diría que las mujeres guapas constituyen un partido democrático, y las mujeres bellas, una aristocracia. Si, como dice Kant, el hechizo de cualquier presencia femenina «se despliega sobre un fondo de pulsión sexual», hay que rendirse a la evidencia de que el hecho de ser guapa, que requiere usar todos los recursos de la seducción, ejerce una demagogia erótica a la cual se niega la belleza, que apuesta por la sobriedad de los medios, la sencillez de la vestimenta y cierta delicadeza en las maneras. Añadiría, volviendo al ejemplo de las dos hermanas, que lo que hacía bella a la mayor era no estar marcada por la época, que somete a una generación a estereotipos gestuales y lingüísticos. Contrariamente a su hermana menor, cuidaba su vocabulario y sus gestos, demostrando con ello que no le interesaba pertenecer a la categoría social de «la juventud» y también, cosa poco común, que frecuentaba los libros. No era indiferente a la moda, pero esta no era para ella una obsesión y, cuando le parecía que la moda imponía atuendos ridículos, se resistía sin esfuerzo ni lamentaciones. Era una evidencia —evidencia que a todo el mundo se imponía— que no necesitaba aquello. La hermana menor, en cambio, seguía las tendencias del momento sin reserva ni criterio, demasiado preocupada porque su estar-en-el-mundo se viera mermado si no se entregaba a dichas tendencias, sobre todo si no lo hacía antes que sus amigas. En el fondo de aquella obsesión por la coquetería, que desdeña el pudor tan apreciado por Kant, no me costaba ver en funcionamiento el mecanismo del deseo mimético, el cual da lugar a una rivalidad intrasexual en la que, por supuesto, gana el ser guapa. Mientras que, de acuerdo con la acertada expresión de Milan Kundera, «la coquetería es una promesa de coito» que se les hace a los hombres, la elegancia es una invitación a que se mantengan a raya. La mujer coqueta, como su nombre indica, es una 1; la mujer elegante, como también su nombre indica —en latín, significa «que sabe elegir con gusto»—, es una artista. Lejos de mí la intención de criticar el gusto por la ropa y el maquillaje. «¿Qué hombre», escribe Baudelaire, «no ha disfrutado, en la calle, en el teatro, en el parque, de modo totalmente desinteresado, de un atuendo sabiamente dispuesto, y no se ha llevado con él una imagen inseparable de la belleza a la que pertenecía, convirtiendo así a ambas, mujer y vestimenta, en una totalidad indivisible?». Del mismo modo, algunas noches de verano, en un local nocturno o en una discoteca, ¿cómo no iba yo a disfrutar al observar largamente, en una mujer, el buen gusto de una falda o de un vestido ligero, claro o negro, combinado con una piel bronceada, exfoliada, hidratada, perfumada, y el arreglo falsamente descuidado de una cabellera rubia o morena? En ese momento, sencillamente, y Baudelaire lleva razón, no me fijaba en si la bella mujer iba a la moda. Nada la unía a la época; su despreocupada prestancia se mostraba en un presente simple, intemporal. ¿Iba maquillada? Naturalmente. Algo perfectamente legítimo. Una mujer joven que sale de noche a bailar o a divertirse se dispone a ser mirada, no con la apariencia del papel que desempeña durante el resto del tiempo en sociedad, sino con la pompa de una sacerdotisa del mundo nocturno, oscuro y centelleante. En ese sentido, como también escribe Baudelaire, «la mujer tiene todo el derecho a esforzarse [mediante el maquillaje] por parecer mágica y sobrenatural; incluso cumple con una especie de deber al tratar de lograrlo». Todo es cuestión de mesura. En la mujer guapa, el maquillaje, junto con la ropa, pretende destacar sus encantos carnales, como para ofrecerlos: ahí reside esencialmente, es bien sabido, y de forma exagerada, el argumento de seducción de la profesional del placer. En la mujer bella, la elegancia depende de algo casi imperceptible, de partículas de actitudes, de toques de artificio, a fin de conferir esa «naturalidad» característica a su donaire. Con la primera, los hombres se permiten excesos de confianza y bromas...



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