E-Book, Spanisch, 472 Seiten
Reihe: 100XUNO
Sebastián Memorias con esperanza
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-9055-807-2
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 472 Seiten
Reihe: 100XUNO
ISBN: 978-84-9055-807-2
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Fernando Sebastián Aguilar (Calatayud, 1929) ingresó en la Congregación de Misioneros Hijos del Corazón de María en 1945 y fue ordenado sacerdote en 1953. Hizo estudios de Teología en Roma y en Lovaina, obteniendo el doctorado en 1955. Desde 1956 hasta 1979 centró su actividad en el estudio y la enseñanza de la Teología Dogmática, primero en los centros de la Congregación Claretiana y a partir de 1967 en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, en donde fue Decano de la Facultad y Rector de la Universidad entre 1971 y 1979. En septiembre de 1979 fue consagrado Obispo de León. En 1982 fue elegido Secretario General de la Conferencia Episcopal Española, permaneciendo en este cargo hasta 1988. En abril de este año fue nombrado Arzobispo Coadjuntor de Granada. En 1993 fue nombrado Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela, sedes de las que es emérito desde julio de 2007. Ha sido también Vicepresidente de la Conferencia Episcopal entre 1993 y 1999, siendo elegido de nuevo para el cargo en el periodo 2002-2005. Ha participado en seis Asambleas del Sínodo de los Obispos. En 2001 la Universidad Pontificia de Salamanca le entregó la Medalla de Oro en reconocimiento a sus servicios como Catedrático, Decano, Rector y Gran Canciller. El papa Francisco le creó cardenal en el consistorio celebrado en Roma el 22 de febrero de 2014.
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I. CALATAYUD
El escenario
La ciudad de Calatayud tiene los títulos de «muy noble, leal, siempre augusta y fidelísima ciudad de Calatayud». Los bilbilitanos (pues este es nuestro nombre gentilicio) nos sentimos orgullosos de estos reconocimientos. La ciudad está asentada en el valle del río Jalón, en la vertiente sur del valle del Ebro, al reparo de las montañas calcáreas que encuadran el valle por la parte norte, y coronada por la solemne silueta del Castillo de los Ayud, de donde le viene su nombre, Calat-Ayud. La ciudad actual es de origen árabe y mozárabe, conserva todavía sus antiguos barrios musulmán, cristiano y judío y se gloría de sus hermosas torres mudéjares.
Esta ciudad creció en torno al castillo árabe, a cinco o seis kilómetros de la Bílbilis romana, patria de Marcial, edificada como ciudad fortificada sobre el cerro Bámbola y declarada «Augusta» por el Emperador Augusto. Por esta Bílbilis, los nativos de Calatayud, con sano orgullo y la extrañeza de muchos, nos llamamos «bilbilitanos». Bílbilis fue una ciudad de cierta importancia comercial y militar, pero quedó casi desierta a partir del siglo III. Es muy probable que en el lugar actual de Calatayud hubiese otra ciudad romana, la Platea nombrada por Marcial, pues dentro del casco urbano se han encontrado importantes ruinas romanas, como unas termas y alguna casa familiar. El caso es que los bilbilitanos nos sentimos más romanos y cristianos que musulmanes. Fue recuperada para el mundo cristiano por el Rey de Aragón Alfonso I el Batallador, el 24 de junio, fiesta de San Juan Bautista, del año 1112. Ahora sigue siendo cristiana, aunque se ven ya muchos rostros árabes, mujeres con la cabeza velada, chinos y otros muchos inmigrantes venidos del mundo entero. Todos bien venidos.
La ciudad actual tiene algo más de 20.000 habitantes. Más los muchos bilbilitanos que andamos por el mundo. Está situada sobre la ruta de Madrid a Zaragoza y Barcelona. Estamos a 224 km de Madrid, 87 de Zaragoza y 332 de Barcelona. Para llegar desde Madrid hay que bajar de la meseta a la depresión del Ebro y seguir el cauce del Jalón hasta cerca de Zaragoza. Desde allí se puede llegar a Barcelona cruzando las provincias de Huesca y Lérida. Entre Calatayud y Zaragoza se levanta el Sistema Ibérico, la sierra de Vicor, con sus pinares hermosos y los amenos valles de Campiel, Ribota, Villalvilla, Huérmeda, donde se crían unos melocotones riquísimos aunque poco conocidos. Los bilbilitanos, como en general los aragoneses, no somos buenos comerciantes, ni valoramos justamente lo que tenemos. Somos, más bien, un poco escépticos y algo adustos.
El entorno de Calatayud es ameno y rico. Está cruzado por seis ríos, el Jalón, el Piedra, el Mesa, el Ribota, el Manubles y el Perejiles. Humildes pero suficientes para crear una zona agrícola fértil y agradable. La mayor parte del terreno es una vega feraz, rica en verduras y hortalizas, con abundantes y variados árboles frutales, que han quedado un poco retrasados en relación con las explotaciones de otras comarcas. Tanto por sus recursos naturales como por su situación geográfica, Calatayud podía y debería haber tenido un desarrollo mayor. Lo digo yo que me marché de allí a los quince años. No hago crítica, sino que expreso mi deseo de mayor expansión y prosperidad para mi ciudad natal.
Primeros años y primeros recuerdos
En este contexto vine a nacer, el 14 de diciembre de 1929, en tiempos de la dictadura de D. Miguel Primo de Ribera, y de crisis económica. Aquel día era sábado. Nací de madrugada. Mis padres eran Luis y María de la Encarnación, llamada siempre Marieta. Me bautizaron en la Parroquia del Santo Sepulcro, muy cerca de casa, el día 18 de diciembre, miércoles. En mi bautizo no tuve padrino. Tuve solo madrina, que fue la tía Conchita, hermana de mi madre. Viví mis primeros años en casa de los abuelos maternos. No conocí a los paternos. Mi padre era natural de Alarba, un pueblo cercano a Calatayud. Quedó huérfano siendo niño. Creció en casa de unos tíos suyos. Vino a Calatayud y trabajó como auxiliar de la farmacia de mi abuelo. Por esa razón nosotros, mis padres y mis hermanos, seguíamos viviendo en la casa de los abuelos, en la calle de Sancho y Gil, n. 13, en pleno barrio de las Trancas, junto a la puerta de Zaragoza.
Hemos sido cuatro hermanos, Carlos, siete años mayor que yo, ya fallecido; era muy inteligente y fue siempre muy reposado y muy formal. Yo era bastante más enredador. Mi madre decía que le hubiera gustado mezclarnos a los dos hermanos en una caldera y luego reconstruirnos a partes iguales. Y remataba, «hubiéramos salido ganando todos». Pero no fue posible. Pili, con dos años menos que Carlos, dulce y bondadosa, que ingresó en las Adoratrices y vive ahora retirada en Guadalajara, y Marisa, tan solo dos años mayor que yo, emprendedora y simpática, agotada ahora por la enfermedad de Alzheimer.
Pertenecíamos a la Parroquia del Santo Sepulcro, fundada en 1156. Se trata de un templo muy particular, pues es uno de los tres existentes en el mundo que tienen como titular a Jesús yacente en el sepulcro. Esta iglesia, con rango de Colegiata, es la Casa Madre en España de la Orden del Santo Sepulcro, y en aquellos tiempos estaba atendida por un numeroso Cabildo, algunos de cuyos miembros fueron profesores míos de latín y filosofía durante los estudios de Bachillerato. Siendo yo muy niño íbamos todos juntos «al Sepulcro,» como se decía, para asistir a la Misa dominical. La asistencia era escasa. A mí aquellas naves tan grandes y siempre en penumbra me infundían un gran respeto.
Enfrente de nuestra casa, al fondo de una pequeña plaza, estaba la posada de San Antón, un hermoso edificio de estilo aragonés, construido en el siglo XVI, que fue el Palacio de los Condes de Ayerbe y que ahora el Ayuntamiento y el negocio turístico han convertido en la «Posada de la Dolores», de buena gastronomía pero con denominación dudosa. Digo «denominación dudosa» porque a los bilbilitanos nos aburre un poco que cuando sale el nombre de Calatayud, sea donde sea, siempre haya quien sale con aquello de «pregunta por la Dolores». Es sabido que esta Dolores, «amiga de hacer favores,» fue un personaje no sé si creado o solo popularizado por Bretón en su zarzuela «Una noche en Calatayud». Luego vino una copla famosa que difundió el nombre de la Dolores junto al de Calatayud por el mundo entero. Yo recuerdo haberla oído en Viena y en Buenos Aires.
En Sancho y Gil, 13, junto al Rincón de la Nevería, vivimos hasta el año 39. De aquel rincón tengo muchas imágenes y muchos recuerdos: la panadería de Baigorri, los hermanos Lázaro, la «Angelica» (una pobre mujer trastornada a la que los muchachos del barrio tratábamos cruelmente), la casa de las Belbece, el zapatero que vivía en la esquina de enfrente y una peluquería en la que me cortaban el pelo por cuatro perras gordas. Recuerdo la alegría que tuve el día en que el peluquero no me puso la caja de las máquinas sobre el asiento y me sentó directamente en el sillón articulado como a las personas mayores.
Enfrente de mi casa exactamente vivía Luis Manuel Franco, un año mayor que yo, ya fallecido, que fue hasta su muerte mi mejor amigo. Tenía una hermana, Carmina, que entró en el Noviciado de las Oblatas del Stmo. Redentor. Él no vino al Noviciado conmigo por quedarse con su madre viuda. Estudió química en la Universidad de Zaragoza. Toda su vida fue un buen cristiano y un profesional ejemplar. Mantuvimos nuestra amistad hasta su muerte. Nos veíamos de vez en cuando y comentábamos nuestras cosas con entera confianza. Mi amistad con Luis Manuel ha sido una de las experiencias más bonitas que he tenido en mi vida.
Mis primeros recuerdos personales son del año 33, cuando tenía yo 3 años. Recuerdo que por entonces comencé a acudir al parvulario de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, fundadas por la M. Rafols, una monja de vida muy azarosa y beatificada por San Juan Pablo II en 1994. Estas religiosas estaban —y siguen estando— muy extendidas en todo Aragón. En Calatayud tenían un Colegio de chicas, con un parvulario general. Regían también el Hospital Municipal y el «Hospicio», es decir, la Maternidad. Yo comencé a ir al parvulario del Colegio en septiembre de 1933. Allí acudía puntualmente con mis dos hermanas que también iban a ese mismo Colegio. Cada una a su clase. Duré poco allí. Antes de Navidad me opuse tercamente a volver al Colegio. Lloraba y pedía por compasión que no me hicieran ir. No sabía explicar por qué. A mí no me gustaba la figura de las Hermanas con tantas ropas y tantos rosarios. La clase estaba en un semisótano húmedo y oscuro; en aquel ambiente sentía angustia y tristeza. No me gustaba. Mi madre me vio tan afligido que después de Navidad me llevó al Colegio de los Hermanos Maristas, donde no había parvulario y pidió al Director que me aceptara pues no sabía qué hacer conmigo. El abuelo Cipriano había sido fundador del Colegio y en atención a él, el Hno. Director, que entonces era el Hno. Ignacio Garmendía, me recibió incorporándome a la primera clase. Tenía yo cuatro años recién cumplidos.
De los meses del Colegio de las «Anas» tengo que mencionar a la Hna. Joaquina que era la encargada de mi clase, y en poco tiempo, con lo que yo llevaba ya adelantado desde casa, me enseñó a leer de corrido. Siempre le he conservado un gran cariño con mucho agradecimiento. Me abrió la puerta de la comunicación y de la cultura. Era joven, Calatayud fue su primer destino. Siendo ya obispo me encontré alguna vez con ella. Y pude agradecerle personalmente su diligencia en aquellos años remotos y decisivos. Ha muerto hace poco tiempo....