E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Shine Los vigilantes
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19680-61-7
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 320 Seiten
ISBN: 978-84-19680-61-7
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
A. M. Shine nació en Galway, Irlanda, y estudió allí su maestría en Historia antes de afilar la pluma y dedicarse a la literatura. Sus cuentos han ganado los premios Word Hut y Bookers Corner, y es miembro del Irish Writers Centre. Su primera novela, Los vigilantes (Nocturna, 2024), ambientada en un remoto bosque de Galway, ha sido aclamada por la crítica y adaptada al cine en 2024. Fiel seguidor del terror gótico, en sus libros profundiza en el folclore y los paisajes de Irlanda.
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1
Mina
El salpicadero se oscureció justo antes de que el motor se apagara. Sus testigos rojos llevaban siendo el único color desde el anochecer. Todo lo demás era blanco o negro, o algo intermedio, con la tonalidad cenicienta que irradiaba la luna. Los faros no se apagaron ni parpadearon. La noche devoró la carretera de un único bocado impaciente y el coche se detuvo, con los neumáticos crujiendo sobre la piedra escarchada. Luego ya solo quedó ese silencio sin luz mientras Mina se esforzaba por encontrar sentido a la situación.
—Esto es culpa tuya —le susurró al loro en el asiento trasero; su jaula estaba apoyada entre dos abrigos. Pero sabía que el animal no tenía la culpa.
«Tú ve por una de esas carreteras rurales —le había dicho Peter con esa voz ronca de fumador que siempre hacía que Mina se planteara dejar el tabaco—. Todas van al mismo sitio, no tardarás más que unas pocas horas y el pájaro no te dará problemas. Tim me dijo que solo se porta mal cuando tiene hambre».
Peter no había conducido en toda su vida. Había bebido a diario durante cincuenta años y seguía sediento. Parecía un hombre que lo había visto todo. Un sabio, un vidente que ocultaba secretos con los que otros solo podían aspirar a soñar. Tal vez fueron los ojos que se entrecerraron bajo esas cejas pobladas, o la barba plateada, que brillaba aún más cuando su boca de dientes oscuros y amarillentos parloteaba sobre naderías. La cuestión era que Peter no había visto nada, salvo el fondo de mil vasos de pinta, y la bebida lo había envejecido sobremanera.
Mina había estado sentada fuera del pub antes de que las nubes negras llegaran desde la bahía, acompañadas de una lluvia torrencial. Los adoquines eran irregulares y los charcos recubrían las calles como llagas. A ella nunca le había molestado la lluvia y, desde luego, nunca la había pillado desprevenida. Interpretaba el cielo como si fuera una cara y sabía cuándo se le estaban llenando los ojos de lágrimas antes de que llegara el llanto. A esas alturas, la loada época del otoño resultaba muy lejana. Atrás quedaban las hojas, enroscadas y rojizas, que pegaban la pluma del poeta al papel. Esos eran los últimos coletazos del año. Eran los días sombríos y deshojados de diciembre, y la primera Navidad que Mina pasaría sin su madre. Jamás había resultado tan apropiado un cielo plomizo.
Ver a la gente pasar era su distracción favorita, y eso fue lo que aquella tarde la llevó de regreso al pub. De entre los lugares que más frecuentaba, la calle de Quay era su sitio preferido. Allí había café, ceniceros en las mesas y siempre un camarero al alcance del oído para pasar a algo más fuerte. Los tramos superiores de la calle estaban adornados con banderines alegres que cambiaban de color con las fiestas, siempre de la noche a la mañana y sin testigos. Tan pintoresca como una postal llena de evocadoras fachadas de tiendas y restaurantes, atraía a las multitudes como el mar abierto a las gaviotas. Los muebles del pub se hallaban detrás de barreras que protegían contra el viento y que a veces se caían durante un vendaval, pero que separaban a Mina de la gente, aislando a la artista de sus sujetos —aquellos que, a diferencia de ella, tendrían lugares donde estar o amigos con los que juntarse—. Mina no dejaba de recordarse que le estaba yendo bien por su cuenta, y seguro que algún día de estos empezaba a creérselo.
Su café estaba frío, y era tan amargo como negro. Mina escrutó ambos extremos de la calle en busca de ese rostro perfecto. Mientras tanto, el lápiz aleteaba entre sus dedos, abatiéndose sobre la página como un cernícalo a la espera de atacar. Las borrascas invernales complicaban las cosas. La gente iba con la cabeza gacha y nunca se quedaba quieta. Los días fríos empeoraban a medida que las bufandas iban subiéndoles por el cuello, dejando a la vista únicamente los ojos.
Durante meses, Mina había estado recopilando a sus extraños, como los llamaba. Con solo echar un vistazo a una cara percibía sus sutilezas, la fijaba en su memoria. Y su cuaderno de bocetos estaba lleno; página tras página tras página manchada de café y mojada por la lluvia. El papel era orgánico. En él, las caras se desarrollaban con facilidad. Y distraían sus pensamientos lo suficiente para disfrutar de un momento de paz.
Ahí estaba el vagabundo de mediana edad, con rostro alegre, barbado y de ojos amables. Su nariz respingona hacía que las mejillas peludas parecieran aún más grandes, como las de un gato persa callejero. En la cabeza no tenía ni una hebra, pero sus cejas eran indómitas. Se curvaban hacia el cielo de una manera que a Mina le recordaba a las filigranas francesas. Cada vez que pasaba a su lado, él le decía buenos días, buenas tardes o buenas noches, como si siempre estuviera pendiente del sol. A veces ella le echaba algunas monedas. Otras veces le sonreía sin más. Nunca parecía que estuviera mendigando. Simplemente se sentaba allí, esperando que su suerte cambiara o que el sol se perdiera de vista, lo que fuera que ocurriese primero.
También estaba el anciano bigotudo. La bebida había amoratado sus facciones, como si ya no pudiera sudar el alcohol y se le hubiera acumulado bajo la piel, bulléndole en la nariz y en las mejillas. Tenía los ojos marinados en esa sustancia. Cuando al final muriese, nadie se preguntaría por qué y las imperfecciones se desvanecerían de su piel como un asesino escapando hacia las sombras.
La siguiente era la androide, como Mina había llegado a llamarla. El rostro era impecable; afilado y simétrico, con una piel de alabastro tan uniforme que tenía que ser sintética. Cada detalle se había seleccionado a propósito para realzar su belleza, seguro que por algún científico de bata blanca. Era extraordinariamente alta; un robot multiusos con habilidades atléticas que complementaran su apariencia. Los escritores de ciencia ficción llevaban décadas fantaseando con esa mujer.
Mina la había dibujado tres veces y su rostro era el mismo en cada página. Nunca había visto a nadie tan triste ni tan hábil disimulándolo. Reprimir una sonrisa no es fácil: la felicidad siempre asoma de algún modo. Pero la tristeza puede esconderse bajo la piel como un oscuro secreto. No necesita lágrimas para revelar su presencia, y la cara de esa mujer carecía hasta de la más mínima expresión. De dondequiera que viniese y adondequiera que fuese, estaba flanqueada por un pasado y un futuro que no le permitían fruncir los labios en una sonrisa.
Luego las páginas se centraron en ese boceto: el autorretrato que Mina había dibujado después de demasiadas copas. Junto a un cenicero hambriento y dos botellas de vino, había contemplado su reflejo hasta que pareció devolverle la sonrisa. Algo irónico, dada la situación.
Esa era ella, hecha realidad por su propia mano con la suficiente dosis de franqueza y desdén para que tuviera sustancia. A la mañana siguiente, Mina se había planteado arrancar la página, pero tal vez su lugar fuera ese, perdida entre una multitud de extraños. Nadie mejor, nadie distinto, solo otra cara juzgada por su expresión. Inmortalizada en ese triste y patético segundo en el que las costuras de la vida comenzaban a deshilacharse.
Los ojos parecían al borde de las lágrimas. Ni siquiera el delineador podía disimularlo. Todo ese negro solo acentuaba la tristeza. No observaban a Mina. En cambio, la miraban sin verla, con un desinterés que rayaba en el rechazo. Los labios no tenían la menor movilidad, como arcilla moldeable que se deja al aire durante demasiado tiempo. Sonreír se había vuelto incómodo. Incluso hablar le resultaba ahora una tarea ardua. La nariz era fina y muy recta, aburrida. Los pómulos eran altos y toda su cara tenía esa trillada forma de corazón. El resto carecía de inspiración. Orejas pequeñas, barbilla discreta. Incluso los dientes, aunque no se vieran, eran rectos y pulcros.
Tenía el pelo negro, y en su momento el corte bob desigual le había parecido una buena idea. También el flequillo, pero ahora Mina no estaba tan segura. Daba igual lo que hiciera para fingir algo de individualismo, porque podrían haberla producido en una fábrica. Su belleza era genérica, y ¿qué belleza había en eso?
Si hubiera visto ese rostro en la calle, no lo habría dibujado. Habría seguido buscando. «Ya estamos otra vez». Mina respiró hondo, cerró la libreta de golpe y la guardó en el bolso. Odiaba ponerse así: taciturna y melodramática, como diría su hermana. Además, la noche anterior había sido una de las mejores. Su vestido negro los había desconcentrado a todos de sus cartas. Con eso pagaría las facturas y bastaría para cubrir el alquiler. ¿Acaso aquello no era suficiente para imitar una sonrisa?
Empezaron a caer las primeras bombas de lluvia; detonaciones de advertencia lentas y torpes. Se avecinaba el bombardeo principal y no hacía falta ninguna sirena antiaérea para que se despejaran las calles. Mina regresó al interior, llevándose su café frío, y allí estaba Peter junto a la barra, balanceándose como un mástil roto tras demasiadas tormentas. Todavía era lo bastante temprano como para entenderlo, pero lo bastante tarde como para quizá no querer hacerlo. Su rostro se iluminaba cada vez que Mina cruzaba la puerta del pub. Era viejo y feo. Ella era todo lo contrario.
—Hay un coleccionista de aves raras, loros y demás, en Connemara —le dijo—. Y tengo un loro. Bueno, en realidad no es mío. Es de Tim. Pero lo vendemos juntos. Se llama cotorra dorada y vale bastante dinero. Es una cotorra dorada —repitió despacio,...