E-Book, Spanisch, Band 124, 384 Seiten
Reihe: Impedimenta
Sillitoe La vida sin armadura
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-15979-71-5
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 124, 384 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-15979-71-5
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Alan Sillitoe nació en Nottingham en 1928, en el seno de una familia de clase obrera. Abandonó los estudios a los catorce años y poco después entró a trabajar en la fábrica de bicicletas Raleigh, en Nottingham, al igual que lo había hecho su padre. En 1946 se unió a la Royal Air Force y trabajó como operador de radio en Malasia.
Weitere Infos & Material
Capítulo 3
Vaciaban en el suelo pulimentado bolsas de loneta que contenían piezas de madera de distintas formas para que construyéramos figuras con ellas. Aunque no me lo hubieran dicho yo habría construido columnas dóricas, jónicas y corintias con su base estriada, coronadas por entablamentos y arquitrabes, y habría erigido los cimientos más firmes: una megalópolis digna de Mussolini, convertida en ruinas en cinco minutos.
Nos hacían meternos desnudos en unas piscinas con agua fría que nos llegaba hasta la barbilla, pero agarrados a una barra en el extremo menos profundo con la orden de no soltarnos si no queríamos ahogarnos. Nosotros no le encontrábamos el propósito a esos baños. Ese otro mundo que describo, donde no existía el bien ni el mal, era una institución de ladrillo rojo de dos plantas rodeada de barandillas que daba a un canal a lo largo de cuyas orillas unos caballos arrastraban barcazas en dirección a los almacenes. Reducía el temor de estar en territorio extraño el alivio de estar a unas cuantas horas de casa, atraído por el misterio de escribir, los secretos de la lectura que se iban desvelando poco a poco y la reconfortante seguridad de la aritmética. Ese otro mundo debía ser un mundo mejor.
Cada mañana, la maestra nos leía sobre Dios, que había creado el cielo y la tierra, y a todos los seres vivos; contaba la historia de Abraham e Isaac, y el viaje de la familia de Noé con todos los animales en el Arca; la opresión que sufrieron los israelitas en Egipto y cómo Moisés los condujo desde la Casa del Cautiverio hasta la Tierra Prometida tras cuarenta años de vagar por el desierto; o que Saúl y Jonatán no fueron separados a su muerte y que incluso el Poderoso debe caer.
Leía de su traducción de la Biblia del rey Jaime encuadernada en piel, en un inglés que, aunque no lo entendiera inmediatamente, entró en mi alma y se quedó allí de por vida. Entonaba los Diez Mandamientos del Éxodo, y el Deuteronomio, una y otra vez, de modo que, aunque no pudiéramos recitarlos, supiéramos siempre lo que estaba bien y lo que estaba mal, en todo lo bueno y malo que hiciéramos.
Trató de enseñarnos la notación musical básica, y, cuando estaba de buenas, en lugar de desalentarse, tocaba al piano la última canción de Jessie Mathew, con la cabeza echada hacia atrás y una voz temblorosa de gozo que llenaba el aula. Jamás sabré cuál era su nombre.
Los exóticos y visionarios paisajes bíblicos poblados de montañas, caudalosos ríos, palmeras y juncos, y mares que se abrían para que el pueblo escogido por Dios para escribir la Biblia pudiera pasar a pie enjuto eran bien distintos de los edificios y casas que nos rodeaban. Los libros de geografía describían con palabras e imágenes sencillas países lejanos como Holanda y Japón, Suiza y la India; páginas que pasaba con la más firme de las intenciones infantiles de que, tan pronto como pudiera y tuviera edad suficiente, nada me impediría viajar a esos lugares. Para la maestra yo no era distinto de los otros bultos hediondos de carne que poblaban el aula, pero, aunque en mí no cupiese mucho más que lo que entraría por el ojo de una aguja, lo que se vertía era el oro más puro.
Como consecuencia de otra de mis escapadas en mitad de la noche terminé en una escuela frente a la iglesia de Old Radford. El director era terrorífico y un día vino a clase para averiguar hasta cuánto sabíamos contar. Un niño llegó a veinte y una niña, trastabillando, casi hasta cuarenta, pero al preguntarme a mí tuvo que hacer un alto cuando (gracias al entrenamiento que me dio mi hermana) rompí la barrera de los cien, sin saber lo cerca que estaba de mi límite. El director sacó un penique por haberlo logrado y, más sorprendida que complacida, mi mano buscó la recompensa.
Por alguna razón, los antiguos griegos figuraban de una manera destacada en el currículum del director y, en consecuencia, saboreé relatos de las escaramuzas del sitio de Troya, así como una ilustración a todo color de Héctor y Aquiles luchando fuera de las altas e imponentes murallas, con sus escudos semejantes a caparazones gigantes. La treta del Caballo de Madera era lo bastante simple como para ser comprendida y aceptada, pero disfrutamos mucho más con la historia de Alejandro Magno gracias a la belleza del nombre de su caballo, Bucéfalo, que el director repitió media docena de veces para que no lo olvidáramos. También en aquella escuela, una maestra nos llevaba a un verde valle junto a la iglesia y nos enseñaba a identificar hojas y árboles.
Hacia los seis o tal vez siete años, mi madre oyó hablar de una escuela para niños con retraso mental. Un vecino le había referido el ambiente tan saludable que se respiraba allí y lo bien que se comía y, por medio de una solicitud especial que hizo en la oficina municipal de educación, terminó consiguiendo una plaza para mí. El edificio daba a un parque público llamado Arboretum y me proporcionaban las fichas para los dos viajes en autobús diarios.
Al llegar nos daban un cuenco de nutritivas gachas de avena y a media mañana un vaso de leche caliente, cuyo olor maravilloso y vaporoso aún recuerdo. Después de comer sacaban unos camastros como de safari y nos hacían dormir durante una hora. Grandes cucharadas de aceite de hígado de bacalao eran introducidas en nuestras reluctantes gargantas y antes de volver a casa nos daban té y bocadillos. No había lecciones y entre las raciones de sustento se nos dejaba correr libremente por el patio. Durante meses me convertí en una locomotora, resoplando y maniobrando por estaciones imaginarias, hasta que un día se dieron cuenta de que ni carecía de inteligencia ni estaba canijo. Aquello fue toda una decepción para mi madre. Aunque al menos había hecho cuanto había podido.
Mi relación con la escuela infantil y luego la juvenil solo para chicos de Radford, en Forster Street, sería más duradera. Comportarse inadecuadamente ante la mirada vigilante de la señorita Chance era lo peor que te podía pasar, porque, aunque de complexión delgada y pelo claro y corto (según la recuerdo), tenía la mano firme con la correa, la vara, el puño e incluso la bota. Sabíamos que su prometido había muerto en la Gran Guerra, algo corriente entre las maestras en aquellos días. Una vez vino a clase con un tarro de mermelada casera y se lo dio a un niño cuyo padre estaba en paro. El Día del Armisticio teníamos que comprar una amapola y, a las once en punto, guardar dos minutos de silencio.
Ada Chance me enseñó la importancia de deletrear palabras. Durante la lección se convertía en una especie de sargento autoritario; su sistema era rígido aunque eficaz. Empezando por el primero de una clase más cercana a los cuarenta alumnos que a los treinta, teníamos que levantarnos por turnos y deletrear la palabra que ella pronunciaba.
—Hermoso —me lanzaba.
—Hermoso —repetía yo en voz alta—. Hermoso: h-e-r-m-o-s-o, hermoso. Hermoso: h-e-r-m-o-s-o, hermoso.
Y luego me sentaba dándole la vez al siguiente. Así durante una hora o más cada día; a final de curso, y siempre a partir de entonces, me detenía ante toda palabra desconocida hasta que su correcto deletreo me venía a la cabeza o cogía el diccionario que tenía debajo del pupitre para comprobar cómo se escribía cuando no estaba seguro.
Un día, el señor Smith, el iracundo déspota que teníamos por director, vino al aula de la señorita Chance para decir que en breve enviaría a los delegados a hacer una colecta de dinero para la fiesta anual de Navidad.
—Levantad la mano —dijo— los que queráis una fiesta por cuatro peniques. Con esa cantidad, os advierto, no podremos permitirnos muchos lujos.
Unos cuantos levantaron la mano. Mi padre estaba en paro y era dudoso que pudiera participar siquiera con esa cantidad.
—Levantad la mano —siguió el señor Smith— los que penséis que seis peniques harán que la fiesta tenga algo más de estilo.
La mayoría de las manos estuvieron de acuerdo, aunque la mía no se levantó. Y tampoco lo hizo cuando el señor Smith prosiguió:
—¡Pero está claro que con ocho peniques tendríamos la mejor fiesta de todas!
A lo cual, tras una pausa, todos asintieron. Todos excepto yo.
Los ojos del señor Smith brillaban de diversión.
—Levantad la mano otra vez los que solo puedan pagar cuatro peniques.
Yo habría levantado la mano de buena gana, porque estaba mucho más cómodo allí de lo que lo habría estado después de pedirle a mi padre un dinero que le habría atormentado no poder darme. Mi madre y él ya estaban hartos de niños que siempre querían algo y no se les podía dar nada. Lo que anhelábamos solía ser justamente lo que necesitábamos: zapatos o ropa, o un poco más de comida. A veces soñábamos despiertos llenos de esperanza con dulces y juguetes, cosas estas últimas que tampoco recibíamos, salvo en forma de un modesto regalo en Navidad. Una fiesta de Navidad en la escuela no se consideraba en ningún caso algo esencial para nuestro bienestar y, plenamente consciente de ello, no me costó resistir las sarcásticas zalamerías del señor Smith, que, al repetir la pregunta, obtuvo la misma respuesta.
Cuando se fue, la señorita Chance me sacó al estrado.
—Has hecho bien —dijo, volviéndose al resto de la clase—. Si hay algo en lo que creáis firmemente, sed fieles a ello.
Me dio su libro de oraciones como recuerdo, que fue lo único que pudo encontrar a mano en su mesa. Lo perdí poco después, pero nunca he olvidado su consejo, que ya tenía grabado a...