Sloterdijk | Celo de Dios | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 71, 172 Seiten

Reihe: El Árbol del Paraíso

Sloterdijk Celo de Dios

Sobre la lucha de los tres monoteísmos
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16280-23-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Sobre la lucha de los tres monoteísmos

E-Book, Spanisch, Band 71, 172 Seiten

Reihe: El Árbol del Paraíso

ISBN: 978-84-16280-23-0
Verlag: Siruela
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Los conflictos entre las religiones que tienen un origen común están determinando nuestro presente de un modo desconocido hasta ahora. Peter Sloterdijk reflexiona en este ensayo sobre los presupuestos -sociopolíticos y psicodinámicos- que condicionaron el surgimiento del monoteísmo. Frente al politeísmo de las grandes culturas antiguas, surgió el monoteísmo judío como una teología de protesta, como una religión del triunfo en la derrota. Si en el judaísmo la religión permaneció limitada al propio pueblo, el cristianismo desarrolló su mensaje apostólico con una predicación de contenido universal. El islam, por su parte, recrudeció el universalismo ofensivo transformándolo en un modo político-militar de expansión. ¿Qué formas conflictivas pueden ser asimilables a los tres monoteísmos? Sloterdijk describe su postura dentro de un sistema de diferentes posibilidades, desde los contextos del antipaganismo, el antijudaísmo, el antiislamismo y el anticristianismo, a los que se añaden divisiones internas: característico del judaísmo fue un separatismo soberanista con rasgos defensivos; del cristianismo, la expansión mediante la misión; y del islam, la guerra santa. En el presente se requiere que las tres religiones conviertan la coexistencia en diálogo.

Peter Sloterdijk (Karlsruhe, Alemania, 1947) , uno de los filósofos contemporáneos más prestigiosas y polémicos, es rector de la Escuela Superior de Información y Creación de Karlsruhe y catedrático de Filosofía de la Cultura y de Teoría de Medios de Comunicación en la Academia Vienesa de las Artes Plásticas. De su extensa obra pueden destacarse, entre otros, su novela El árbol mágico y sus libros ensayísticos El pensador en escena, Eurotaoísmo, Extrañamiento del mundo (Premio Ernst Robert Curtius 1993) y El desprecio de las masas.
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Las posiciones


Tras finalizar con estas cautelas quiero volverme hacia el triple grupo de las religiones monoteístas cuya guerra y cuyo diálogo constituyen el objeto de estas reflexiones. Comienzo con una consideración genética que ha de mostrar cómo las religiones citadas han surgido sucesivamente una de otra o, digamos, de fuentes más antiguas en cada caso: algo comparable a una explosión en tres fases (o a una secuencia de asunciones hostiles). No necesita explicación particular el hecho de que en un bosquejo rápido como éste sólo es posible hacer observaciones elementales y fuertemente esquematizadas, y, dado que aquí no se trata de historia de la religión sino de la presentación de «partidos de conflicto», puedo lícitamente conformarme con enunciados que queden en lo típico. Tampoco la historia de los textos sagrados está en el punto de mira de mi empresa, por lo que no haremos aquí el intento, ni siquiera propedéutico, de exponer el desarrollo del cristianismo y del islam como la novela de aventuras de una falsa lectura, como reconocen críticos literarios en el trato de los dos últimos monoteísmos con los libros sagrados de los predecesores13. Innecesario poner de relieve que las consideraciones que siguen desde el punto de vista de la fe han de parecer groseramente injustas en muchos puntos, en tanto que para la fe es injusto la mayor parte de lo que se dice sobre ella sin estar revisado por ella. Es difícil evitar por cada uno de los tres lados un movimiento negativo de cabeza, más o menos agresivo, como comentario de lector a las explicaciones que siguen. Considérese, si es posible, que el tema como tal incita a la unilateralidad, puesto que exige colocar en primer plano no los contenidos de las doctrinas monoteístas, que exigen respeto, sino sus potenciales generadores de competencia y conflicto.

La propuesta de candidatos en el campo de las tesis monoteístas comienza, lógicamente, con la determinación de posiciones del judaísmo. En un inspirado capítulo de , titulado «Cómo Abraham descubrió a Dios», Thomas Mann expresa quintaesencialmente de qué debió de tratarse allí. En la escena originaria de la tradición abrahámica, literariamente reconstruida, observamos la pelea del primer padre de los monoteísmos con la cuestión de a quién ha de servir el ser humano: «...y su extraña respuesta fue: “Sólo al Supremo*”»14. En esforzada meditación, Abraham se convence de que, por muy admirablemente diversas que sean sus producciones, la madreTierra no puede representar lo primero y supremo, dado que, obviamente, depende de la lluvia del cielo. Remitido al cielo por esta consideración, Abraham, tras un lapso de tiempo, llega a la conclusión de que, a pesar de sus eminentes órbitas astrales y de todos los atemorizantes fenómenos meteorológicos, tampoco el cielo puede encarnar lo buscado, ya que tales hechos cambian constantemente y se niegan unos a otros: la Luna, por ejemplo, se oculta cuando la estrella de la mañana aparece. «No, tampoco ellos son mis venerables dioses». Finalmente, por puro «apremio hacia lo supremo»15, Abraham llega al concepto de un Dios sumamente elevado, imponente y ultraterreno, que impera sobre los astros y se muestra, con ello, como el absoluto Primero, Poderoso y Uno. Desde ese momento, él, Abraham, que gracias a sus indagaciones se había convertido en cierto modo en «padre de Dios»16, supo a quién era de ley que rezara en el futuro: «Siempre fue Él, y sólo Él, el Altísimo, el único que podía ser con justicia el Dios de los seres humanos, y no resultó vano para el grito de necesidad y el canto de alabanza del ser humano»17.

En esa regresión poética a la fuente psicodinámica de la creencia en un solo Dios en el caso del patriarca de los judíos,Thomas Mann, muy acertadamente, pone el acento en una excitación que se ha llamado afecto sumoteístico. Mucho antes de cualquier teología teórica, ese afecto proporciona la matriz del auténtico sentir monoteísta. Crea la resonancia entre un Dios, que se toma en serio su dominio sobre el mundo, y un ser humano, que hace lo mismo con su deseo de pertenecer a un soberano así. Thomas Mann no oculta que este tipo de búsqueda de Dios es inseparable del afán de humana importancia: no hay, pues, monoteísmo sin un cierto fanfarroneo. «Para ganarse consideración e importancia, cualquiera que fuera, ante Dios y los seres humanos, fue necesario tomar las cosas –o al menos una cosa– en serio. El patriarca se había tomado absolutamente en serio la pregunta de a quién había de servir el ser humano...»18

Extrañamente, la sobreelevación abrahámica de Dios (como muestra su retrato en los libros de los yahvistas) en principio no lleva todavía a apartarlo a ámbitos completamente sobrehumanos. Es verdad que se le describe como un Dios en las alturas, pero no se deja de dudar de su adherencia al suelo. Conserva todas las propiedades de un ser humano al que nada demasiado humano le es extraño, comenzando con la irritabilidad colérica que manifiesta en el trato con los suyos, hasta el tono imprevisiblemente explosivo que caracteriza el estilo de sus primeros comunicados. Su ironía despótica y su continuo vaivén entre presencia y ausencia le proporcionan mayor semejanza con un padre imposible que con un principio de equidad celeste. Un Dios a quien le gustan los jardines y se explaya en su frescor vespertino, que libra sangrientas batallas y somete a sus creyentes a pruebas de sumisión de tintes sádicos, puede ser todo lo que se quiera, pero no un espíritu desencarnado, por no hablar ya de un extramundano. Su vida afectiva oscila entre la jovialidad y el tumulto, y nada resulta más absurdo que suponer que su propósito es amar al género humano en su conjunto. Si alguna vez ha habido una figura de la que se pudiera decir que ha sido totalmente Dios y totalmente hombre, éste es Yahvé según se le presenta en el texto J. De él ha hecho notar, con razón, Harold Bloom que representa la forma de carácter más indomable de la historia de la religión, como en cierto modo el rey Lear bajo los dirigentes del cielo. Que precisamente un visionario carismático como Jesús haya sido su «hijo querido», incluso esencialmente igual a él, como establecieron los teólogos en Nicea, es teopsicológicamente impensable19. Con un dechado así de arbitrariedad nadie puede ser , y menos, en absoluto, un «hijo» con los perfiles de Jesús. Lo que los teólogos cristianos llamaron «Dios Padre» fue un invento tardío con fines político-trinitarios. En aquel momento había que introducir un padre benévolo, que pudiera adecuarse más o menos al sorprendente hijo. Naturalmente, la interpretación cristiana de Dios muy poco tenía que ver con el Yahvé de los escritos judíos.

Al comienzo de la cadena de reacción monoteísta, encontramos una especie de contrato entre una psique seriamente grande y un Dios seriamente grande. En este contexto no es necesario hablar del resto de las cualidades de Dios, de su natural colérico, de su ironía y su gusto por hipérboles tonantes. Esta alianza funda una intensa relación productora de símbolos, sin la cual sería inimaginable una gran parte de lo que desde el siglo xix se llama las «grandes culturas» (según Karl Jaspers, «culturas de la época axial»). Uno de los secretos de la alianza sumoteísta consiste, ciertamente, en el contento de los creyentes por conseguir, mediante sumisión ante el Supremo, una cuota, por modesta que sea, de su soberanía. De ahí el marcado interés de sumisión que se observa en los partisanos de la estricta idea de Dios. Nadie puede asumir el concepto de un Dios así sin caer en el delirio del deseo de servidumbre y de que se note su presencia. Muy a menudo, los decididos siervos del Uno se sienten arrebatados de orgullo por su humildad. Si los creyentes florecen en el fervor de sus roles es también por el efecto de que los fantasmas de la desorientación existencial por nada son proscritos tan efectivamente como por la colaboración en una empresa sacra, que crea puestos de servicio y promete ascensos. En este sentido, hay que entender el sistema «Dios» como el patrono más importante en la región creyente; y entonces el ateísmo significa, en primer lugar, una forma de destrucción de puestos de trabajo, que, comprensiblemente, es impugnada encarnizadamente por los afectados.

La entre seriedad y grandeza corresponde a la presión creciente bajo la que cae el sentir religioso en cuanto se elevan las pretensiones a los predicados divinos. Y aumentan de forma evolutiva e ineludible cuando, como sucede en el Oriente Próximo del segundo y primer milenio antes de la época de transición cristiana, una mayoría de religiones ambiciosas comienzan a friccionar entre sí; hasta que la fase de las cortesías diplomáticas acaba y se plantea inevitablemente la cuestión de la prioridad última y de la posición suprema absoluta. Bajo estas condiciones, las relaciones entre psique y mundo adquieren una nueva dinámica. El escenario ampliado de mundo y Dios exige de las almas capacidad comprensiva en ascenso; a la inversa, las crecidas pretensiones de importancia de las almas reclaman de Dios y del mundo papeles cada vez más interesantes en los dramas generales. Los celosos monoteístas de todos los tiempos ponen de manifiesto con su existencia entera ese desarrollo: si por ellos fuera, su ardor servil significaría no sólo su contribución privada a la gloria de Dios, sino que sería el celo de Dios mismo*, que interviene en el mundo a través de ellos. Bien...



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