E-Book, Spanisch, 176 Seiten
Reihe: Ensayo
Solnit Una guía sobre el Arte de Perderse
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-121913-7-0
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 176 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-121913-7-0
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Rebecca Solnit (nacida el 24 de junio de 1961) es una escritora estadounidense. Ha escrito sobre gran variedad de temas, incluidos el medio ambiente, la política y el arte. Solnit es editora colaboradora de Harper's Magazine, donde bimensualmente escribe el ensayo 'Easy Chair' de la revista. Su escritura ha aparecido en numerosas publicaciones impresas y en línea, incluyendo el periódico The Guardian y Harper's Magazine, donde es la primera mujer en escribir regularmente la columna Easy Chair fundada en 1851. También es colaboradora habitual del blog político TomDispatch y de LitHub.
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El azul de
la distancia
El mundo es azul en sus extremos y en sus profundidades. Ese azul es la luz que se ha perdido. La luz del extremo azul del espectro no recorre toda la distancia entre el Sol y nosotros. Se disipa entre las moléculas del aire, se dispersa en el agua. El agua es incolora, y cuando es poco profunda parece del color de aquello que tiene debajo. Cuando es profunda, en cambio, está llena de esa luz dispersa; cuanto más limpia está el agua, más intenso es el azul. El cielo es azul por la misma razón, pero el azul del horizonte, el azul del lugar donde la tierra parece fundirse con el cielo, es un azul más intenso, más etéreo, un azul melancólico, el azul del punto más lejano que alcanzas a ver en los lugares donde puedes abarcar grandes extensiones de terreno con la mirada, el azul de la distancia. Esa luz que no llega a tocarnos, que no recorre toda la distancia hasta nosotros, esa luz que se pierde, nos regala la belleza del mundo, gran parte de la cual está en el color azul.
Desde hace muchos años me ha conmovido el azul del extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía. El color de esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde el aquí, el color de donde no estás. Y el color de donde nunca estarás. Y es que el azul no está en ese punto del horizonte del que te separan los kilómetros que sean, sino en la atmósfera de la distancia que hay entre tú y las montañas. «Anhelo —dice el poeta Robert Hass—, porque el deseo está lleno de distancias infinitas».[7] El azul es el color del anhelo por esa lejanía a la que nunca llegas, por el mundo azul. Una mañana húmeda y templada de principios de primavera, al ir conduciendo por una serpenteante carretera del Tamalpais, el monte de ochocientos metros de altura que se alza justo al norte del puente Golden Gate, tomé una curva que de pronto reveló una vista de San Francisco en tonos azules, como una ciudad de un sueño, y me invadió un intenso deseo de vivir en aquel mundo de colinas azules y edificios azules, a pesar de que es donde vivo, acababa de salir de allí después de desayunar; el marrón del café, el amarillo de los huevos y el verde de los semáforos no me habían hecho sentir ese deseo, aparte de que tenía muchas ganas de ir a caminar por la ladera occidental de la montaña.
Tratamos el deseo como si fuera un problema que hay que resolver; nos centramos en aquello que deseamos y ponemos la atención en lo deseado y en cómo conseguirlo en lugar de en la naturaleza y la sensación del deseo, pero a menudo es la distancia que existe entre nosotros y el objeto del deseo lo que llena el espacio entre ambos con el azul del anhelo. A veces me pregunto si, con un ligero ajuste de la perspectiva, podríamos valorar el deseo como una sensación en sí misma, ya que es tan inherente a la condición humana como lo es el azul a la distancia; si podemos contemplar la distancia sin querer recortarla, abrazar el anhelo igual que abrazamos la belleza de ese azul que no se puede poseer. Y es que, como sucede con el azul de la distancia, la consecución y la llegada solo trasladan ese anhelo, no lo satisfacen, igual que cuando llegas a las montañas a las que te dirigías estas han dejado de ser azules y el azul ha pasado a teñir las que se encuentran detrás. Aquí se encuadra el misterio de por qué las tragedias son más hermosas que las comedias y por qué algunas canciones e historias tristes nos producen un inmenso placer. Siempre hay algo que está lejos.
En una carta a un amigo que se encontraba en otro continente, la mística Simone Weil escribió: «Amemos esta distancia, toda ella tejida de amistad, pues los que no se aman no pueden ser separados». Para Weil, el amor es la atmósfera que llena y tiñe la distancia entre ella y su amigo. Incluso cuando tienes delante a esa persona, hay algo de ella que sigue estando increíblemente lejos: cuando te acercas a ella para abrazarla, tus brazos rodean el misterio, lo incognoscible, aquello que no puede poseerse. Lo lejano impregna incluso lo más cercano. Al fin y al cabo, apenas sabemos lo que tenemos en las profundidades de nuestro propio ser.
En el siglo XV, los artistas europeos empezaron a pintar el azul de la distancia. Los pintores anteriores no habían prestado mucha atención a lo remoto en sus obras. A veces aparecía un muro macizo de color dorado detrás de los santos; a veces el espacio a su alrededor era curvo, como si efectivamente la Tierra fuera una esfera pero nos encontráramos en su interior. Los pintores empezaron a interesarse más por la verosimilitud, por representar el mundo tal como lo veía el ojo humano, y en aquellos tiempos en que el arte de la perspectiva estaba empezando a desarrollarse adoptaron el azul de la distancia como una forma más de dar profundidad y volumen a sus obras. La franja azul que aparece en la zona del horizonte a menudo resulta exagerada: empieza demasiado cerca del primer plano, genera un cambio demasiado brusco de color, es demasiado azul, como si se regocijaran en aquel fenómeno excediéndose en su uso. Debajo del cielo y encima del supuesto tema principal del cuadro, en la zona que quedaba delante del horizonte, pintaban un pequeño mundo de color azul: unas ovejas azules, un pastor azul, unas casas azules, unas colinas azules, un camino azul y una carreta azul.
Aparece constantemente: la extensión de terreno azul que empieza a la altura del Cristo crucificado en el cuadro de Solario de 1503, o tras las ruinas delante de las cuales una hermosa Virgen contempla a su hijo, dormido sobre un manto de un azul más intenso, en una pintura del taller de Rafael. Se ve en el cuadro de 1571 de Niccolò dell’Abate en el que aparecen una ciudad azul y un cielo azul detrás de un grupo de inspiración clásica integrado por lo que parecen ser unas Gracias. En la incongruente escena, estas están sacando tranquilamente a Moisés de entre los juncos de un impetuoso río que pareciera recibir su color del fondo del cuadro, como si algo destiñera. El fenómeno está presente tanto en la pintura italiana como en la del norte de Europa. En el tríptico de la Resurrección de Hans Memling, de alrededor de 1490, los dedos de los pies y el borde de la túnica de una figura que está levitando ascienden hacia el marco del cuadro, que deja la figura atrevidamente recortada como si se tratara de una fotografía, aunque no hay fotografías de los milagros. Debajo, un grupo de figuras de cabellos castaño miran hacia arriba, con las manos en alto en actitud de oración o de asombro. Justo encima de sus cabezas aparece la orilla de un lago. Es azul y tiene detrás unas colinas azules, como si hubiera tres reinos: el Cielo de los colores del atardecer en que se está introduciendo la figura que se eleva, la Tierra multicolor de debajo y el reino azul de la lejanía, que no es ni una cosa ni la otra, que no forma parte de esa dualidad cristiana. El efecto es aún más marcado en el famoso cuadro de san Jerónimo en un paisaje agreste de Joachim Patinir, que se pintó unos treinta años más tarde. Jerónimo aparece arrodillado en un cobertizo con un techo de tela hecha jirones delante de un conjunto de oscuras rocas grises, y gran parte del mundo que tiene detrás es azul: un río azul, rocas azules, colinas azules, como si estuviera desterrado no de la civilización, sino de ese color celestial en particular. Al igual que una de las figuras del cuadro de Memling, sin embargo, Jerónimo va vestido de color azul claro, igual que muchas Vírgenes Marías, como si los envolviera la lejanía, como si una parte de esa enigmática lejanía se hubiera desplazado hacia el primer plano.
En su retrato de Ginebra de Benci, de 1474, Leonardo pintó solamente una estrecha franja con unos árboles azules y un horizonte azul en el fondo, detrás de los árboles amarronados que enmarcan el pálido y adusto rostro de la mujer cuyo vestido va atado con un cordón del mismo azul, pero a él le encantaban los efectos atmosféricos. Escribió que, cuando se pintan edificios y se quiere «representarlos en una pintura con distancia de uno á otro [el] aire se debe fingir un poco grueso […]. Esto supuesto, se debe pintar el primer edificio con su tinta particular y propia […]; el que esté más remoto debe ir menos perfilado y algo azulado; el que haya de verse más allá se hará con más azul, y al que deba estar cinco veces más apartado, se le dará una tinta cinco veces más azul».[8] Parece que los pintores estaban entusiasmados con el azul de la distancia, y mirando estos cuadros uno puede imaginarse un mundo en el que podría ir caminando por un terreno cubierto de hierba verde, troncos de árbol marrones y casas blancas, y entonces, en algún momento, llegar al país azul: la hierba, los árboles y las casas se volverían azules, y quizá al mirar al propio cuerpo uno vería que también es azul, como el dios hindú Krishna.
Este mundo se hizo realidad en los cianotipos, o fotografías azules, del siglo XIX. Cian- significa «azul», aunque yo siempre había pensado que el término hacía referencia al cianuro que se empleaba para producir las imágenes. Los cianotipos eran baratos y fáciles de hacer, así que algunos fotógrafos aficionados optaban por...




