E-Book, Spanisch, 384 Seiten
Souvestre / Allain / Marcel Fantomas
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-350-4896-5
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 384 Seiten
ISBN: 978-84-350-4896-5
Verlag: EDHASA
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PIERRE & MACEL SOUVESTRE & ALLAIN Pierre Souvestre (1874-1941) fue abogado y organizador de carreras de coches. Sin embargo, fue periodista y comenzó a ser conocido en los círculos literarios a partir de 1909 gracias a su primera colaboración con Marcel Allain: la novela Le Rour. Allain, por su parte, hijo de familia burguesa, también estudió Derecho antes de convertirse en periodista y en el asistente de Souvestre. En febrero de 1911, se embarcaron en la serie de libros sobre Fantomas, a petición del editor Arthème Fayard. El éxito fue inmediato y duradero, y dio lugar a más de treinta novelas. Tras la temprana muerte de Souvestre por una congestión pulmonar, Allain continuó con la saga e incluso escribió otras tantas (Tigris, Falta, Miss Téria o Férocias), pero ninguna obtuvo la misma popularidad que Fantomas. Curiosamente, en 1926, Allain se casó con la novia de Souvestre, Henriette Kistler, y con ella convivió hasta su muerte, en 1956.
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Mi villano favorito
ARTURO PÉREZ-REVERTE
Fue Raymond Chandler, creo recordar, quien dijo que en la ficción los buenos modales deben dejarse a cargo del villano. Y siempre estuve de acuerdo con eso. Durante mucho tiempo, la literatura y el cine mantuvieron esa regla de oro, para satisfacción de quienes tenemos la certeza, bien documentada, de que los buenos e inolvidables villanos han hecho más por la ficción y la vida –no siempre tan lejanas como parece– que los héroes de biografía inmaculada y corazón más o menos puro, que a menudo, cuando se profundiza seriamente en ellos, resultan ser más aburridos y cuestionables de lo que parecen.
En alguna ocasión reflexioné por escrito sobre este asunto, que siempre, primero como lector y luego como novelista, me ha interesado mucho. Entre los peores malvados de antaño, fuesen hombres o mujeres, raro era el que no se esforzaba por adquirir o mostrar buenos modales. Los de ahora mismo, sin embargo, perpetran crímenes fáciles o demasiado vulgares, con escaso mérito y riesgo; y además del latrocinio y el crimen te obligan a soportar la grosería. Tal como están las cosas, cualquier imbécil de la literatura, el cine o la vida capaz de salpicarte de sangre puede aspirar a ser un canalla. Nosotros, el público actual, desengañados y llenos de resabios tras haber visto casi de todo, nos identificamos más fácilmente con ratas de callejón y asfalto, con turbios antihéroes, con bajunos personajes que encarnan la más vulgar y desesperada ordinariez. En lo tocante a ladrones, no existen ya aquellos caballeros de guante blanco. Ni siquiera existen los guantes blancos. Ni los caballeros.
Permítanme un lamento más bien elitista, ciertamente inapropiado en los tiempos que vivimos, pero compartido o compartible por cualquier lector avezado en lo clásico: en la ficción de antaño, folletinesca o policial, solía darse una especie de selección natural. El dinero, el poder, el estatus social lo tenían los que estaban arriba, la aristocracia o la burguesía enriquecida, y, para infiltrarse hasta sus dormitorios, cajas de caudales y joyeros con collares de perlas o esmeraldas, incluso para asesinarlos, era necesario cierto estilo. Unas maneras más bien canónicas, quiero decir: cierta clase aliñada con elegancia, talento y audacia. Y ahí reside la clave de la cuestión. Tal vez, o posiblemente, aquellos seductores canallas no existieron jamás; pero, al menos, existieron los hombres y las mujeres capaces de inventarlos. Que no es poco.
La literatura francesa fue la primera, o eso creo, en concebir este tipo de villano. Recordemos al temprano Camparini (1860, que ya es madrugar), creación de Ernest Campedú, quien debutó con todos los honores y gran éxito en Le Journal pour tous. O al legendario Zigomar, héroe enmascarado, rey del crimen y protagonista en Le Matin (1909) de un folletín compuesto por más de cien episodios y ocho novelas, obra del escritor Leon Sazie; un personaje, éste, que alcanzó enorme popularidad, alfombrando el camino del mal para los muchos criminales notables que vendrían después. Sin olvidar, naturalmente, al profesor Moriarty, al coronel Moran o a la Irene Adler que Arthur Conan Doyle enfrentó a Sherlock Holmes. O al temible Diablo Amarillo encarnado en el personaje de Fu-Manchú.
Hubo, en fin, en aquel momento de oro del crimen literario de altos vuelos, innumerables villanos de excelente vitola, para delicia del público ávido de sus aventuras. Pero, entre todos ellos, siendo sinceros, el lector que fui y sigo siendo tiene muy claro cuáles son sus favoritos. Arsenio Lupin, inteligente y astuto –publicado pocos años antes que Fantomas–, es uno de ellos, con ese fondo de ternura sutil que es preciso estar atento para descubrir entre líneas. O el magnífico y cruel Rocambole, siempre implacable con su peculiar sentido del crimen y de la justicia. Sin olvidar a Raffles, ladrón elegante, sentimental y todo un caballero, al que me resulta imposible imaginar –el cine complementa y refuerza esta clase de cosas– con otros rasgos que no sean los del actor David Niven. Y, por supuesto, claro, Fantomas, que ahora recupera con tanta brillantez la presente edición de Zenda-Edhasa.
No es sólo que Fantomas sea uno de mis favoritos, porque decir eso es quedarse corto, sino que tal vez sea el predilecto entre mis grandes amores villanescos masculinos: un asesino pérfido, sanguinario, desprovisto de escrúpulos o barreras morales, a quien el carácter despiadado de sus crímenes y las múltiples personalidades que es capaz de adoptar confieren una siniestra grandeza en sus desmanes, a los que hacen frente el tenaz policía Juve y el simpático periodista Fandor. Creado en 1911 por Pierre Souvestre y Marcel Allain, Fantomas se convirtió en una de las figuras más populares del folletín en Francia, Europa y América gracias a las treinta y dos novelas que protagonizó, surgidas del doble ingenio de los autores. Aunque Souvestre murió demasiado pronto (en 1914), su compañero Allain continuó dando vida al famoso criminal durante nueve volúmenes más, encabezando con todo mérito la amplia familia de perversos maleantes modernos enamorados del delito, de la sangre y –como dijo no recuerdo quién, pero lo dijo bien– de «los efluvios magnéticos que se desprenden de las peores pasiones humanas».
Todos ellos fueron, o son para muchos de sus lectores, entes de ficción más reales que buena parte de los seres vivos que nos rodeaban o rodean. Los admiramos sin reservas precisamente por ser como eran: por su romántica perversidad, por su maldad sin fisuras, por su elegancia inaccesible. Delincuentes ideales en sus actitudes, carácter y grandeza, eso los colocaba por encima de la moral convencional, de las vulgares convenciones burguesas, de lo divino y lo humano en sus canallescas incursiones. Legiones de lectores creyeron en ellos, se conmovieron con sus aventuras, amaron con sus amores y odiaron con sus pasiones más oscuras y peligrosas. Eran antihéroes lejanos, enigmáticos, nimbados con el aura siniestra de lo extraordinario. Por eso dejaron siempre una huella profunda en el lector, una impresión que se mantuvo intacta durante un siglo, hasta que el cine tomó el relevo y continuó creando antihéroes, o reconvirtiéndolos al socaire de los nuevos tiempos y los gustos cambiantes de la moda. Incluso incorporándoles humor, como ocurrió con Fantomas, que primero fue a la pantalla del cine mudo y luego a una serie de episodios de gran éxito, y, más tarde, convertido en fetiche que aclamaron los surrealistas franceses (Cendrars, Apollinaire, Desnos, Magritte), se popularizó de nuevo con la reedición de las novelas y con aquellas disparatadas películas francesas –Jean Marais, Louis de Funès, Mylène Demongeot– que hoy pueden verse con la sonrisa divertida de quien hojea un entrañable tebeo de la infancia. Tebeos, por cierto, que también se ocuparon mucho del personaje: desde la famosa serie mexicana Fantomas hasta los diecisiete cómics publicados en Italia por Del Duca y las novelas gráficas ilustradas en Francia por Claude Laverdure; sin olvidar la insólita versión del Pato Donald titulada Patomas, publicada en España en los tebeos Don Miki y Dumbo. Por no hablar, claro, de su influencia en villanos literario-cinematográficos como Goldfinger o el doctor No de Ian Fleming, autor de las novelas de James Bond; o en la trama y personajes –el inspector Clouseau es un destilado evidente de su colega Juve– de las películas sobre La pantera rosa.
En todo caso, y en lo que a mí se refiere, esos malvados de categoría superior tuvieron notables efectos secundarios: sazonaron unos años de lecturas y rebeldías escolares –he escrito sobre eso en varias ocasiones– que fueron mi referente marginal, mi escuela gamberra, mis intentos de oposición ante un sistema autoritario al que me enfrentaba no por ideas ni rebeldía natural, sino por afán de imitación. Por simple estética lectora. Aquel niño que fui habría dado cualquier cosa, en las incursiones de osado latrocinio colegial –una pluma estilográfica, un libro o un cortaplumas, a cambio de los cuales dejaba en el lugar de autos una sota de corazones dibujada a mano con la firma de Fantomas o Rocambole– por llevar el impecable frac, la chistera y el bastón, «enarcada una ceja displicente, acompañada de una sonrisa desdeñosa y viril aleteándole en los labios». Aunque, pensándolo bien, en realidad, supongo que sí; que aquel niño los llevaba consigo. El frac y la sonrisa.
Rocambole, Raffles, Lupin, Moriarty, Fantomas y los demás villanos de categoría parecen estar muertos y enterrados. Sobre sus nobles tumbas corretean sin consideración ni decoro superhéroes, asesinos en serie, zombis y vampiros con teléfono móvil. Las calles, alumbradas por luz eléctrica en vez de por farolas de gas, no conservan el eco de sus pasos ni el trazo de sus sombras alargándose en el empedrado. A través de la puerta entreabierta del palacio-residencia del aristócrata o el millonario ya no llega la música lejana del salón, hoy convertido en un restaurante de comida rápida para turistas. La rosa se marchita en la copa vacía de champaña, junto al collar de perlas que ninguna mano enfundada en guante blanco pretende ya robar; entre otras cosas, porque las perlas son de plástico y las fabrican en Taiwán. Tal vez por eso hace años inventé, a modo de homenaje, un personaje que en cierta manera es heredero, o trasunto, de todos ellos: Max Costa, el bailarín mundano protagonista de El tango de la Guardia...




