E-Book, Spanisch, 350 Seiten
Reihe: Nórdica Infantil
Spyri Heidi
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-16830-11-4
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 350 Seiten
Reihe: Nórdica Infantil
ISBN: 978-84-16830-11-4
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Johanna Spyri | Autor Escritora suiza nacida en Hirzel, un pueblo en la montaña cerca de Zúrich. Era la cuarta de seis hermanos y su padre era médico rural. Spyri estudió idiomas y piano en Zúrich, donde vivió con una tía, luego pasó un año en un internado femenino, donde aprendió francés. Casada con Bernhard Spyri, se instaló en Zúrich y comenzó a publicar algunos relatos. Su primera novela aparece en 1870, seguida de una veintena entre las que se encuentra Heidi (1880). Sonja Wimmer | Ilustrador Después de estudiar y trabajar varios años de diseñadora en su ciudad natal, Múnich, y en Bruselas, Sonja decidió dedicarse plenamente a la ilustración y viajar a Barcelona para continuar su formación artística en la Llotja, Escola Superior de Disseny i Art. Desde entonces, vive entre pinceles y cuentos, trabajando como ilustradora y escritora freelance para editoriales y otros clientes en todo el mundo.
Weitere Infos & Material
Capítulo segundo
En casa del abuelo
Cuando Dete hubo desaparecido, el Tío volvió a sentarse en el banco y a hacer grandes nubes de humo con su pipa, mientras miraba fijamente al suelo sin decir una sola palabra. Heidi, por su parte, observando complacida lo que la rodeaba, descubrió el establo de las cabras, que estaba adosado a la cabaña y miró en su interior. No había nada. La niña continuó con sus inspecciones y llegó hasta la parte trasera de la cabaña, donde estaban los viejos abetos. El viento atravesaba las ramas con tal fuerza que parecía como si rugiera y bramara en lo alto de las copas. Heidi se detuvo y escuchó atentamente. Cuando la cosa se calmó un poco, la niña dio la vuelta a la siguiente esquina de la cabaña y volvió adonde estaba el abuelo. Al verlo en la misma posición en la que lo había dejado, se colocó delante de él, se puso las manos a la espalda y lo observó. El abuelo levantó la vista.
—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó al ver que la niña seguía inmóvil frente a él.
—Quiero ver qué tienes dentro, en la cabaña —dijo Heidi.
—Pues ven. —Y
el abuelo se levantó y entró en la cabaña delante de ella.
—Coge tu hatillo de ropas —le ordenó mientras entraba.
—Ya no lo necesito —dijo Heidi.
El viejo se volvió y lanzó una penetrante mirada a la niña, cuyos ojos negros ardían ante la expectativa de las cosas que podía haber allí dentro.
—No puede faltarle sentido común —dijo a media voz—. ¿Por qué no las necesitas ya? —añadió en alto.
—Prefiero andar como las cabras, tienen las patas muy ligeras.
—Bueno, eso puedes hacerlo, pero coge las cosas —le ordenó el abuelo—, las pondremos en el armario.
Heidi obedeció. Entonces el viejo abrió la puerta y la niña entró tras él en un cuarto bastante espacioso, que ocupaba todo el perímetro de la cabaña. Había allí una mesa y una silla; en un rincón estaba el catre del abuelo, en otro un gran caldero que colgaba sobre el hogar; en el otro lado había una gran puerta en la pared, el abuelo la abrió: era el armario. Allí colgaban sus ropas; en un estante había algunas camisas, calcetines y pañuelos, en otro algunos platos, tazas y vasos, y en el de arriba del todo un pan redondo, carne ahumada y queso, porque en el armario estaba todo lo que el viejo de los Alpes poseía y necesitaba para vivir. Una vez abierto el armario, Heidi se acercó a toda prisa y metió dentro sus cosas, todo lo detrás que pudo de la ropa del abuelo, para que no fueran fáciles de encontrar. Entonces miró con atención el conjunto de la habitación y dijo:
—¿Dónde voy a dormir yo, abuelo?
—Donde tú quieras —fue su respuesta.
A Heidi le pareció bien. Entonces se metió por todos los rincones y fue mirando en cada sitito, a ver cuál era el más bonito para dormir. En el rincón que estaba sobre el catre del abuelo había una pequeña escalera de mano; Heidi subió y llegó al altillo. Había allí un montón de heno fresco y aromático, y por un tragaluz redondo se veía todo el valle.
—Quiero dormir aquí —exclamó Heidi—, esto es muy bonito. ¡Abuelo, sube y mira qué bonito es!
—Ya lo sé —resonó su voz desde abajo.
—Voy a hacer la cama —exclamó nuevamente la niña mientras iba de un lado a otro toda afanosa—, pero tienes que subir y traerme una sábana, porque una cama necesita una sábana para dormir encima.
—Vaya, vaya —dijo el abuelo desde abajo y, después de un rato, fue al armario y se puso a revolver entre sus cosas; luego sacó de debajo de sus camisas un paño largo y basto que debía de ser algo parecido a una sábana. Con él subió la escalera. En el suelo había una especie de camita muy graciosa; en la parte de arriba, donde tenía que ir la cabeza, el heno estaba un poco más alto, así la cara quedaba de tal forma que daba justo en el agujero redondo abierto en lo alto.
—Esto está muy bien —dijo el abuelo—, ahora viene la sábana, pero espera un poco —diciendo esto cogió una buena brazada de heno del montón e hizo el lecho el doble de grueso, para que no pudiera sentirse el duro suelo—, ya está, trae ahora eso.
Heidi había cogido rápidamente el paño, pero apenas podía cargarlo de lo que pesaba; pero eso estaba muy bien, porque de ese modo las afiladas cañas del heno no podrían atravesar aquella tela tan gruesa y no la pincharían. Entonces entre los dos extendieron la sábana sobre el heno, y allí donde quedaba demasiado ancha o demasiado larga, Heidi remetió los bordes bajo el lecho con mucha destreza. Tenía un aspecto muy bonito y limpio, y Heidi se puso delante y lo observó pensativa.
—Nos hemos olvidado de algo, abuelo —dijo luego.
—¿De qué? —preguntó.
—Una colcha; porque cuando uno se mete en la cama, se mete entre la sábana y la colcha.
—¿Ah, sí? ¿Y si no tengo ninguna? —dijo el viejo.
—Bueno, entonces da igual, abuelo —lo tranquilizó Heidi—, entonces se coge más heno que haga de colcha —y se apresuró a volver al montón, pero el abuelo se lo impidió.
—Espera un momento —dijo, bajó la escalera y fue a su lecho. Luego volvió y dejó en el suelo un saco de lienzo, muy grande y pesado.
—¿Acaso no es esto mejor que el heno? —preguntó.
Heidi tiró del saco con todas sus fuerzas, pero sus manitas no podían dominar aquella cosa tan pesada. El abuelo la ayudó y, una vez extendido sobre la cama, le dio al conjunto un aspecto muy bueno y consistente; Heidi se quedó admirada de su nueva cama y dijo:
—¡Es una colcha preciosa… y toda la cama! Me gustaría que ya fuese de noche para poder echarme en ella.
—Yo creo que antes deberíamos comer algo —dijo el abuelo—, ¿o tú qué piensas?
Con el ajetreo de la cama, Heidi se había olvidado de todo lo demás; pero en el momento en que pensó en la comida, le entró un hambre tremenda, pues ese día no había comido más que un pedazo de pan con unos tragos de café flojito por la mañana, y luego había hecho todo aquel largo viaje. Así que Heidi dijo muy de acuerdo:
—Sí, yo también lo creo.
—Pues baja, ya que pensamos lo mismo —dijo el viejo y siguió a la niña.
Luego se acercó al caldero, apartó el grande y acercó el chico, que colgaba de la cadena, se sentó delante en un taburete de madera redondo y atizó las brasas hasta hacer un buen fuego. El caldero empezó a hervir y el viejo puso al fuego un buen pedazo de queso pinchado en un largo tenedor de hierro y le fue dando vueltas hasta que se doró por completo. Heidi había estado observándolo todo con mucha atención; ahora debía de habérsele ocurrido algo nuevo, porque de repente fue corriendo al armario y luego anduvo un rato yendo y viniendo de un lado para otro. Entonces el abuelo se acercó a la mesa con un puchero y el queso asado en el tenedor; el pan redondo estaba ya allí y dos platos y dos cuchillos, todo muy bien ordenado, porque Heidi había visto las cosas en el armario y sabía que ahora las necesitarían para comer.
—Vaya, esto está muy bien, que pienses por ti misma —dijo el abuelo al tiempo que ponía el queso en el pan como si éste hiciera las veces de un plato—, pero aún falta algo en la mesa.
Heidi vio el vapor tan apetitoso que salía del puchero y de un salto volvió al armario. Pero no había más que un cuenco. Heidi no dudó mucho, debajo había dos vasos; al momento ya estaba de vuelta y dejó el cuenco y un vaso sobre la mesa.
—Muy bien, sabes cómo salir de un apuro, pero ¿dónde quieres sentarte?
En la única silla estaba sentado el abuelo. Heidi salió disparada como una flecha hacia el hogar, trajo el taburetito y se sentó en él.
—Al menos tienes un asiento, cierto, sólo que un poco bajo —dijo el abuelo—, pero desde mi silla tampoco llegarías a la mesa…, pues algo tenemos que hacer, ¡ven!
Diciendo esto se levantó, llenó el cuenco de leche, lo colocó en la silla y la acercó bien al taburete, de manera que Heidi tuvo así una mesa. El abuelo puso en ella una gran rebanada de pan y un pedazo del queso dorado y dijo:
—¡Ahora come!
Él se sentó en una esquina de la mesa y empezó a comer. Heidi echó mano a su cuenco y bebió y bebió sin parar, porque ahora sentía toda la sed del largo viaje. Luego respiró durante un rato, porque de tanto beber no había podido ni coger aire, y dejó el cuenco en la mesa.
—¿Te gusta la leche? —preguntó el abuelo.
—Nunca he bebido leche tan buena —respondió Heidi.
—Pues toma más —y el abuelo volvió a llenar el cuenco hasta arriba y se lo dio a la niña, que estaba comiéndose el pan toda contenta, untándolo con el queso blando, porque, asado así, quedaba tan blando como la mantequilla y, entre medias, se bebía la leche y parecía muy satisfecha. Cuando se acabó la comida, el abuelo salió al establo porque tenía que ordenar muchas cosas allí, y Heidi observó con atención cómo primero lo barría con la escoba y echaba paja fresca para que los animales durmieran en ella; cómo luego iba al cobertizo de al lado para cortar unos palos redondos y recortar una tabla, hacerle unos agujeros para meter en ellos los palos redondos y darle la vuelta; de repente resultó ser una silla como la del abuelo, sólo que mucho más alta, y Heidi se quedó atónita mirando aquella obra, muda de asombro.
—¿Qué es esto, Heidi? —preguntó el abuelo.
—Es mi silla, porque es muy alta… y ya está acabada —dijo la...