E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: ESPECIALES
Styron Las confesiones de Nat Turner
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-120426-6-5
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: ESPECIALES
ISBN: 978-84-120426-6-5
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
William Styron. Newport News (EE.UU.), 1925 - Martha's Vineyard (EE.UU.), 2006 El escritor estadounidense nació en el estado de Virginia, no muy lejos del lugar en que tuvo lugar la rebelión de esclavos de Nat Turner en 1831, que más tarde inspiraría una de sus novelas más conocidas y polémicas: la ganadora del Premio Pulitzer Las confesiones de Nat Turner (1967), narrada por el líder de la revuelta. Aunque sus abuelos paternos habían sido propietarios de esclavos, su madre, procedente del norte de los Estados Unidos, y su padre, sureño pero liberal, le dieron una perspectiva de las relaciones raciales poco usual en su generación. Styron es también conocido por otras dos novelas: Tendidos en la oscuridad (1951), escrita a los veinticinco años, y la polémica La decisión de Sophie (1979), que recrea el Holocausto nazi a través de una víctima no judía de los campos de concentración. Tras obtener el Premio Mundial Cino Del Duca en 1986, el autor cayó en una profunda depresión, que relataría posteriormente en sus memorias, Esa oscuridad visible (1990). Styron murió de neumonía a los 81 años de edad.
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En cierta ocasión, cuando era un muchacho de doce años poco más o menos, y vivía con mi madre en la gran casa de la hacienda de los Turner, vino un obeso hombre blanco, una tarde, y cenó con mi propietario de aquellos tiempos, es decir, Samuel Turner. Dicho viajero era un hombre cordial y expansivo, de rostro colorado y esférico, cruelmente marcado por la viruela, que reía estentóreamente. Era vendedor de herramientas agrícolas —arados, rastrillos, rejas de arado, cultivadoras y demás—, y viajaba a lo largo y ancho del país con dos grandes carros, una pareja de caballos de tiro y dos muchachos que le ayudaban en su trabajo. Ese hombre solía pasar la noche en las granjas o plantaciones a las que acudía a vender sus mercancías. No recuerdo su nombre (y bien pudiera ser que nunca lo haya sabido), pero sí recuerdo la estación en la que vino, a saber, el principio de la primavera. En realidad, las palabras que ese hombre dijo acerca de la estación y del tiempo son la razón de que le recuerde. Aquel atardecer del mes de abril, yo me ocupé de atender a los comensales a la hora de la cena (hacía muy poco tiempo que me habían asignado este trabajo; otros dos negros, mayores que yo, servían también la mesa, y mis deberes de aprendiz consistían en llenar los vasos de sidra o de leche, coger cuanto cayera al suelo y mantener apartados de la mesa los perros y el gato), y recuerdo su voz, muy alta pero amable, mientras hablaba a mi amo Samuel y al resto de la familia, con su extraño acento del norte:
—No, señor, señor Turner, en nuestro país no hay primavera que pueda igualar a la que ustedes gozan aquí. Nada hay que pueda compararse a la llegada de la primavera en Virginia. Y hay muy buenas razones para que así sea, sí, señor. He recorrido toda la costa, desde lo más alto de Nueva Inglaterra hasta las partes más cálidas de Georgia, y sé muy bien lo que digo. ¿A qué se debe que la primavera de Virginia sea mejor que todas las demás? Pues se debe, simplemente, a lo siguiente. Mientras que en los climas propios de las regiones situadas más al sur la temperatura es siempre húmeda, por lo que la primavera llega sin sorprender a nadie, y mientras que en los climas de las regiones situadas más al norte el invierno se prolonga tanto que prácticamente no hay primavera, porque se pasa del invierno al verano, aquí, en Virginia la naturaleza se las ha arreglado para que ocurra algo único, algo ideal. Y la primavera llega de manera súbita, como una oleada de calor. Solamente en Virginia, señor Turner, solamente en esta latitud, la primavera parece algo así como un abrazo de madre.
Recuerdo esta escena con la claridad propia de un gran acontecimiento que hubiera ocurrido hace apenas unos segundos. Recuerdo el aroma primaveral en mi olfato, la polvorienta luz de la tarde, vívida y dorada, las voces estremeciendo el aire y el amable sonido de la porcelana y los cubiertos de plata. Cuando el viajante deja de hablar, el reloj en el lejano vestíbulo desgrana seis notas de hierro fundido, que oigo a través de la cadencia de la voz de Samuel Turner, baja y clara:
—Quizá sea usted demasiado optimista, porque la primavera no tardará en traernos también una plaga de molestos insectos. Pero sí, en el fondo tiene usted razón, y este año la naturaleza nos ha tratado muy bien. En verdad, jamás había visto tan excelentes condiciones climatológicas para la siembra.
Hay una pausa, durante la cual los ecos de la sexta campanada se prolongan unos instantes en una soñolienta vibración, luego se van apagando sordamente, disolviéndose en lo infinito, y en ese mismo instante percibo mi propia imagen reflejada en el gran espejo —llega hasta el techo— junto al aparador, situado al otro lado de la estancia: soy un negrito menudo, con delantal blanco y almidonado, con los pies descalzos, con una pierna levantada y puesta detrás de la otra. Balanceo el cuerpo, y espero, y muevo los ojos, en los que destaca el blanco, vigilando nerviosamente. Y mi vista vuelve rápidamente a la mesa, cuando mi amo hace un ademán con la mano con la que sostiene el tenedor, un ademán cordial, circular, amplio, con el que indica a la familia que le rodea, a su esposa, a su cuñada (viuda), a sus dos hijas, que tendrán unos diecinueve o veinte años, y a sus dos sobrinos, hombres hechos, de veinticinco años o más, con rostros rectangulares, de salientes mandíbulas, e idénticos cuellos gruesos, que están junto a mí y cuyas figuras se alzan a más altura que la mía, con piel curtida y enrojecida por el sol y el aire libre. El ademán de Samuel Turner los abarca a todos, traga un bocado, se aclara lentamente la garganta, y prosigue, con buen humor:
—Desde luego, mi familia difícilmente puede alegrarse de que llegue una época del año en la que hay que trabajar tanto, después de la magnífica holgazanería propia del invierno.
Oigo risas, y gritos de «Oh, papá», y uno de los hombres jóvenes eleva su voz sobre el clamor general:
—Tío Sam, esto es una calumnia contra tus trabajadores sobrinos.
Mi vista se dirige al viajante; su rostro rojo, horriblemente marcado por la viruela, está contraído en un gesto de jovialidad, y por su barbilla desciende un arroyo de salsa. La señorita Louisa, la mayor de las dos hijas, sonríe vaga y amablemente, se sonroja y su servilleta cae al suelo, y yo al instante me apresuro a recogerla y volverla a poner en su regazo.
Ahora, a la luz del atardecer, la alegría general se va apagando y la conversación se desarrolla tranquila y meditativamente. Las mujeres callan y los hombres hablan con la boca llena, confianzudamente, mientras yo doy la vuelta a la mesa con la jarra de porcelana que contiene la espumosa sidra, y regreso a mi puesto de guardia, entre los dos sobrinos de gruesos cuellos, donde vuelvo a adoptar la postura de cigüeña, con una pierna levantada y detrás de la otra, y miro hacia fuera, al atardecer. Más allá de la terraza se extiende el verde prado ondulante, y se aleja hacia el bosque de pinos. Sobre el césped inculto, plagado de hierbajos, unos cuantos corderos pastan plácidamente a la luz amarillenta, acompañados por un perro de lanas y una pastora negra, pequeña y patizamba. Más allá, allí donde un camino de carreta separa el prado del bosque, veo un carro vacío arrastrado por dos mulas de gachas orejas, que hace el último viaje del día, desde el almacén al molino. En el pescante se sienta un negro con un sombrero de paja inclinado sobre la frente. Mientras le contemplo, el negro intenta rascarse la espalda, primero con la mano izquierda, de abajo arriba, pasándose el brazo por la cintura, después con la derecha, con el brazo por encima del hombro, y los negros dedos buscan a ciegas, y en vano, el origen de la intolerable picazón. Finalmente, en tanto las mulas siguen bajando la cuesta imperturbablemente y el carro se balancea y cabecea, el hombre se pone repentinamente en pie y se rasca la espalda, como una vaca, de arriba abajo y viceversa, en las barandas del carro.
Sin saber por qué, esta escena me parece maravillosamente divertida, río solo, aunque en voz baja para que los blancos no se den cuenta. Paso un buen rato contemplando cómo el carro avanza balanceándose junto a la linde del bosque. El hombre vuelve a estar sentado cuando el carro y las mulas, con un distante y lento tamborileo de cascos y con gemidos de ejes, cruzan el puentecillo junto a la barrosa orilla de la charca en la que dos cisnes blancos se deslizan silenciosa y señorialmente. Y finalmente el carro desaparece tras la blanca forma, a la que el bosque da sombra, del molino que emite el apagado y lento sonido de la madera torturada por el metal, el sonido que llega débilmente hasta donde estoy, a través del aire del atardecer: rrrruuuu, rrrruuuu... Ahora, más cerca, los ladridos del perro pastor me sacan con un sobresalto de mi ensueño y devuelvo mi atención a la mesa, a la alegre colisión de plata y porcelana, a la voz del viajante, de ancha cordialidad, que se dirige a mi amo Samuel:
—Traigo un muestrario de géneros nuevo este año. Por ejemplo, traigo una sal pura, de la costa oriental de Maryland, ideal para la mesa y salazones, señor... No hay nada mejor en el mercado. ¿Me ha dicho que son ustedes diez, contando al capataz y sus familiares? ¿Y sesenta y ocho negros mayores? Suponiendo que la emplearan principalmente para salar carne de cerdo, creo que con cinco sacos tendría bastante. Es una ganga, a treinta y un dólares con veinticinco centavos.
De nuevo, mi mente comienza a extraviarse. Una vez más, mis pensamientos se dirigen al exterior, donde el alegre parloteo de los pájaros rompe el silencio del tránsito del día. Es el parloteo de mirlos, petirrojos, pinzones y grajos, y desde algún lugar una miserable asamblea de cuervos, y sus voces despiertan ecos ásperos, agoreros, de conspiración. Otra vez las imágenes del exterior vuelven a retener mi atención, y ahora, despacio y con irresistible placer, contemplo el áspero prado verde, con su matiz de luz dorada y el débil batir de innumerables alas. El macizo de flores está a pocos metros del comedor y desprende un húmedo olor de tierra recientemente removida. La menuda pastora negra y patizamba ha desaparecido del prado, y los corderos y el perro también, dejando tras de sí una nube de polvo que tiembla en el aire de la atardecida. Ese polvo forma pesados remolinos en el aire, remolinos que, contra la luz del cielo, parecen de finísimo serrín. El molino sigue emitiendo su lejano sonido, un sonido ronco que supera el monótono rugido del agua que mueve la muela. Dos grandes moscardones cruzan el atardecer, rápidos, locos, iridiscentes, con destellos...




