Szepessy | El epitafio de los perdedores | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 476, 340 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Szepessy El epitafio de los perdedores


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19207-77-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 476, 340 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-19207-77-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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UN CLÁSICO DE ABSOLUTA ACTUALIDAD La mayoría de los incidentes de este libro tuvieron lugar, de una forma u otra, en la república popular húngara a mediados de la década de 1960. El resto, de una forma u otra, está a punto de suceder, o de volver a ocurrir, en algún lugar del planeta tierra. «Una novela bella y extraña, una profunda meditación sobre el espíritu totalitario, atravesada por un humor negro y una cálida mirada. Oponiendo al absurdo su risa oscura, El epitafio de los perdedores evoca a los primeros Kundera y Nabokov. Andrew Szepessy es un descubrimiento maravilloso». IAN MCEWAN Durante una calurosa noche de verano, un hombre aguarda sentado en la celda de una lúgubre prisión húngara. Ignora por completo los motivos de su encarcelamiento y los hieráticos guardias mantienen al respecto un hermético silencio. Pero no está solo allí. Otros muchos se encuentran recluidos entre los gruesos muros de piedra: sabios, cantantes, espías, estudiantes... A medida que pasan los días, el hombre se verá envuelto en sus conversaciones y en sus vidas, convirtiéndose poco a poco en copartícipe de sus desesperados y extravagantes actos de rebelión. Escrita a principios de la década de 1980 e inspirada por la propia experiencia del autor, El epitafio de los perdedores es una distópica y desasosegante novela sobre el poder, la justicia y la libertad, y sobre los estrechos vínculos humanos que surgen incluso en los lugares más insospechados. Una necesaria reflexión sobre el absurdo de los totalitarismos, deslumbrante por su potencia literaria y su resonancia con nuestro tiempo.

Andrew Szepessy (1940-2018) nació en Brighton, en el seno de una familia de refugiados húngaros. Tras su infancia en Londres, fue lector en Oxford y estudió en la Academia de Teatro y Cine de Budapest. Trabajó como director de cine, montador y guionista en Inglaterra y Noruega, antes de establecerse definitivamente en Hungría, donde siguió escribiendo hasta su muerte.

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1

Poco a poco, olvidaré el color
de tu pelo sedoso... Era una de esas noches de pleno verano en las que el aire parece un vino aterciopelado y todas las sombras florecen. La negritud brota en tonos de añil, violeta y malva, y la oscuridad es tan cálida y suave como el más feliz de los recuerdos de la infancia. No se movía ni una hoja. Torbellinos de risas vagaban por avenidas sumidas en sueños. Aromas embriagadores —acacia, jazmín, heno recién segado y lima en flor— entraban flotando por todas las ventanas. Ni la carne ni la sangre pueden resistirse a noches así, y el espíritu no conoce límites. Las exquisitas tentaciones de esa noche tan perfecta, no obstante, las experimentaban con la máxima intensidad, no quienes paseaban despreocupados y sin ataduras por la ciudad, sino una selección aleatoria de hombres nada extraordinarios emplazados en un municipio rural lleno de polvo y bañado por el sol, en algún punto entre Budapest y el lánguido lago Balatón. La comparación era odiosa, desde luego, pues la imaginación de esos hombres nada excepcionales la había liberado la restricción, y sus recuerdos los había desencadenado el remordimiento. Cada cual se había situado lo más lejos del prójimo más cercano que le permitían los muros de piedra. Un joven curtido de cabeza rapada incluso se había aplastado como un geco contra los barrotes de un ventanuco que había a unos cuatro metros y medio del suelo. Todos andaban sumidos en sus pensamientos, escuchando la noche. Desde algún lugar del exterior llegaban a los oídos ráfagas intermitentes de jolgorio, como luciérnagas que coqueteasen en la oscuridad. Parecía seguro que en cualquier momento estallaría una voz plena de sentido, pero ni siquiera el geco calvo lograba atrapar una sola sílaba con claridad. Pasado un rato, las risas se extinguieron. Aún permanecimos mucho tiempo esforzándonos por oír algo. Tras una larga espera, todo el mundo tuvo claro que esas risas no iban a volver. El silencio se cernía en el aire suave, cargado de pensamientos callados. Todos veíamos caras distintas, por supuesto, como distintas eran también las voces que oíamos en nuestra cabeza. Distintas calles recorrían nuestra mente, casas diferentes, manos diferentes, paredes de dormitorios que no tenían nada que ver entre ellas y tazas de café matutino muy diferenciadas unas de otras. El dolor de corazón, sin embargo, se parecía mucho en todos. De golpe, nuestras ensoñaciones se dispersaron. Un acordeón. Estaba lo bastante cerca para oírse alto y claro, pero demasiado lejos para venir de dentro. El instrumento no tenía ni idea de cuántos remordimientos transportaba en las corrientes de sus alegres cuerdas, y, como no lo sabía, no podía importarle. En cualquier caso, era más que bienvenido. Caras animadas, ojos iluminados... Incluso el geco rapado de la pared esbozaba una sonrisa. Desde una celda vecina, un grito ronco de deleite saludó al acordeonista invisible. Los hombres se abrieron como flores. Los hombros se relajaron, las frentes se despejaron y todo el mundo se puso a pasear en todas direcciones, con la actitud gallarda y desenfadada de quien va camino de algún sitio. Fuera la hora que fuese, el Toque de Silencio había pasado hacía mucho rato ya. Aun así, no se veía ni rastro del guarda de servicio y, como era de esperar, nadie lo echaba de menos tampoco. Estábamos intercambiando una cháchara intrascendente en el mismo tono afable e informal con el que habríamos intercambiado unos saludos nocturnos en algún bulevar de Montmartre o Niza. El cálido vino aterciopelado que se filtraba por los barrotes de hierro nos traía algo irresistiblemente embriagador y subversivo en su aliento afrutado. —¿Te has enterado de lo del Secretario del Partido de Csepel? —dijo en voz de trino una cabeza distinguida, con modernas canas en las sienes. —¿El que ha puesto una demanda de divorcio? —llegó la oportuna réplica. —Ah, entonces te has enterado, ¿eh? —¡Solo lo he oído unas quinientas veces! —¡Pues estás listo para una más! —gritó otra voz. —¡Queremos oírla otra vez! —exclamó una cuarta—. ¡A no ser que alguien tenga algo mejor que hacer esta noche! —«¡Lo que exijo es que este tribunal me conceda ya el divorcio!», declara el Secretario del Partido. «¿En qué motivos se apoya?», pregunta el juez con bastante educación. «¡En todos los que ha apoyado ella su culo gordo!», se lamenta el Secretario. «A-dul-te-rio», anota el juez. «¡Adulterio FLAGRANTE!», ruge el importante Camarada. «¿Con un solo coadúltero?», pregunta el juez. «¡No, no! ¡Al menos con cinco coadúlteros distintos!», exclama el oficial. «¿Uno por uno o todos a la vez?», pregunta el juez, sin mutar el semblante mientras aprieta en busca de detalles. «¡Aaaajjj!», se lamenta el demandante. «Ejem», tose el juez, haciendo lo posible por adoptar un tono diplomático. Y continúa: «Entiendo. Bueno, ¿cuándo tuvieron lugar esos, bueno, esos coadulterios?». «¡En verano, mientras estábamos de vacaciones!». «Ah, ¿sí? ¿Y fueron a algún sitio bonito?». «Al lago Balatón». «¡AL LAGO BALATÓN!», vocifera el juez. Y añade: «¡Como grite otra vez, ami... eh... camarada, lo encierro por Desacato al Tribun... eee... por Agravio contra... em... la Propiedad del... ejem... del Pueblo! ¡La Ley será ridícula, pero el lago Balatón es el lago Balatón! ¿Es que no tiene usted vergüenza? ¿No tiene orgullo? ¿No tiene sentido de la historia? El lago Balatón ha sido el centro erótico de toda la región de los Cárpatos desde antes de los romanos. Lo que ocurre allí nunca ha sido motivo de divorcio y, mientras quede algo de sentido común en este Tribu... em... en esta República Popular, así será. ¡Cinco coadúlteros! ¡Un hom... Camarada de su posición debería estar orgulloso de que su esposa se tome tan en serio el bienestar del Pueblo! ¡Caso desestimado!». Nuestras voces se alzaron junto a nuestro ánimo hasta que llegaron a un nivel que, sin ninguna duda, contravenía las normas. A nadie le importó un pepino. De todos modos, desde nuestra posición ninguno alcanzaba a ver qué más teníamos que perder. Y, mientras tanto, nuestros carceleros seguían estando visiblemente ausentes. Por norma, ya habrían caído sobre nosotros como una tonelada de ladrillos. Lo más probable, pues, era que la magia de aquella noche hubiese hecho desaparecer a todos los miembros del personal capaces de inventar algún tipo de excusa. No quedarían apenas zoquetes suficientes para mantener en marcha los procesos rutinarios, mucho menos para afrontar emergencias. Más allá de cuál fuese la explicación, nos habíamos bebido ya unas cuantas botellas de litro y medio de ese vino aterciopelado y añejo del verano cuando al fin hizo su aparición un representante de las Autoridades. El uniforme desaliñado y el rostro amargo nos dejaron claro de inmediato cómo se sentía exactamente el Camarada Carcelero ante el hecho de estar de servicio en esos momentos. Verlo nos espabiló del todo. ¡Justicia poética en vivo y con venganza! Quedaba claro, cristalino, que nadie en toda aquella prisión sentía una infelicidad mayor por estar allí que el esquelético grupo de carceleros sentenciados a pasar esa noche de noches defendiendo la Ley y el Orden en la República Popular. Y, entre ellos, ninguno podía sentirse más infeliz que aquel madero en concreto. Cruzamos la mirada con la suya. Ninguno pudimos resistirnos a sonreír. La autoridad se le escapaba por el uniforme como el aire sale de un globo pinchado. Se fue encogiendo bajo la calidez de nuestras sonrisas y no hizo ningún comentario sobre el alboroto general, obvió la insolencia que mostramos todos al no presentarnos a inspección e hizo oídos sordos a las numerosas conversaciones que no paraban ni para respirar. De sus labios no salió ni una palabra sobre el hecho absurdamente obvio de que nadie estaba preparado para dormir ni cumplía tampoco (dejando a un lado la ineludible existencia de nuestros cuerpos) con ninguna de las normas de la prisión. ¿Quizá el espléndido aire le había ablandado el corazón? O a lo mejor era que no le había ablandado el cerebro hasta el punto de pretender arrastrarnos a un aislamiento sin suficientes compañeros cerca que le cubriesen las espaldas. En cualquier caso, nuestro Desaliñado Uniformado no logró formular ni un solo murmullo. En vez de eso, se dio la vuelta e hizo un gesto extraño hacia el pasillo que quedaba fuera de nuestra vista, gesto al que respondió una figura entrando de repente en el campo de visión. Nuestro madero le agarró la manga y metió la figura de un puñado en la celda, tanteó para apagar la luz y se largó. Lo que la presencia oficial del carcelero no había conseguido ni por asomo lo logró de inmediato la llegada inesperada del hombre nuevo. Nos quedamos en silencio al unísono. No era tanto por el tipo en sí, sino por el hecho de que apareciese entre nosotros de aquella manera. A todos nos sobrevino el mismo pensamiento: si existía una noche en la que un hombre no debía estar bajo arresto era esa, ¡sin duda! En lo que a nosotros respectaba, bien estaba; después de todo, ya estábamos allí dentro. Pero ¿aquel hombre? Seguro que solo unos pocos momentos antes había estado a su aire, paseando tranquilamente por alguna calle bañada por la luna y salpicada de adelfas, llenándose la nariz con el intenso aroma de la flor de la acacia y escuchando los ruidosos solos de unos ruiseñores locamente enamorados, acompañados por el coro en masa de las ranas en cortejo. ¡Una noche que quizá ninguno de...



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