E-Book, Spanisch, 240 Seiten
Tevis El buscavidas
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-19581-86-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 240 Seiten
ISBN: 978-84-19581-86-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Walter Tevis (1928-1984) fue un uno de los grandes escritores estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX. Sus relatos cortos, que comenzó a escribir en los años cincuenta, se publicaron en revistas como The Saturday Evening Post, Esquire, Redbook, Cosmopolitan y Playboy. También publicó cinco novelas: El buscavidas (1959, Impedimenta, 2025) -que saltaría a la gran pantalla en 1961-, El hombre que cayó a la Tierra (1963), Sinsonte (1980; Impedimenta, 2022), Gambito de Dama (1983), Las huellas del sol (1983; Impedimenta, 2023) y El color del dinero (1984). En 2023 se publicó una antología de sus relatos, bajo el título de The King is Dead, que pronto será publicada por Impedimenta. Walter Tevis murió a los cincuenta y ocho años en Nueva York debido a un cáncer de pulmón.
Weitere Infos & Material
2
A primera hora de la tarde, un hombre alto y corpulento que lucía unos tirantes verdes sobre una camisa practicaba en la primera mesa. Fumaba un puro. Lo hacía de un modo parecido a como jugaba al billar, pensativo y midiendo todos sus movimientos. Como hombre paciente que era, mordía el cigarro despacio, al estilo rumiante de una vaca, e iba reduciendo el extremo poco a poco hasta alcanzar el estado de deformación húmeda que más le placía. Golpeaba las bolas con calma, siempre a la misma velocidad, siempre embocándolas en la misma tronera y —prácticamente en todas las ocasiones— haciéndolas caer dentro de un modo suave pero firme. No parecía disfrutar, ni tampoco lo contrario; llevaba veinte años practicando el mismo tiro.
Un hombre más joven, de rostro delgado y austero, lo observaba. Aunque era verano, vestía traje negro. Mostraba una expresión de angustia permanente y, con cierta frecuencia, se retorcía las manos como si estuviera inquieto, o bien se apretaba enérgicamente la nariz con el dedo índice. Algunas tardes, su gesto de ansiedad se veía acentuado por la tensión que transmitían sus ojos, la dilatación de sus pupilas. Sin embargo, en esos momentos no se apretaba la nariz, sino que dejaba escapar una risita nerviosa de vez en cuando. Esto sucedía cuando había tenido suerte con las apuestas la noche anterior y había podido comprar cocaína. No jugaba al billar, pero siempre que podía se ganaba la vida con las apuestas paralelas. Lo llamaban el Predicador.
Al cabo de un rato, habló, apretándose la nariz para calmar el ansia, el insistente susurro provocado por su adicción, que empezaba a manifestarse.
—Gran John —le dijo al hombre que estaba entrenando—, creo que tengo noticias.
El hombretón golpeó la bola, sin que aquella interrupción perturbara el firme movimiento de su carnoso brazo. Observó cómo la brillante bola número tres rodaba sobre la mesa, rozando la banda, y alcanzaba con facilidad la tronera de la esquina. Se volvió, miró al Predicador, se sacó el puro de la boca, lo contempló, volvió a mirar al Predicador y dijo:
—¿Crees que tienes noticias? ¿Qué significa eso de que crees que tienes noticias?
El Predicador parecía confuso, acobardado por su réplica.
—Oí decir algo… anoche, en casa de Rudolph. Había un tipo jugando a las cartas y dijo que acababa de llegar de Hot Springs, de las carreras… —La voz del Predicador había adquirido un tono áspero. Gran John le incomodaba y, en su presencia, los efectos de la abstinencia se estaban dejando notar. Se frotó con fuerza debajo de la nariz con el dedo índice—. Dijo que vio a Eddie Felson en Hot Springs, y que pensaba venir aquí. Es posible que llegue mañana, Gran John.
Hacía un rato que este había vuelto a apagar el puro. Se lo sacó de la boca una vez más y lo observó. Estaba reblandecido. Al parecer, ese detalle no le desagradó, porque esbozó una sonrisa.
—¿Eddie el Rápido? —preguntó, alzando sus pobladas cejas.
—Eso dijo. Estaba repartiendo las cartas y comentó: «He visto a Eddie Felson el Rápido en Hot Springs y me ha dicho que quizá se pase por aquí. Cuando acaben las carreras». —El Predicador se frotó la nariz—. Dijo que a Eddie no le habían ido muy bien las cosas por allí.
—Se comenta que es bastante bueno —dijo Gran John.
—Tengo entendido que es el mejor. Por lo visto, tiene mucho talento. Los que lo han visto jugar opinan que no tiene rival.
—No es la primera vez que me llegan comentarios por el estilo. Lo he oído decir de un montón de jugadores de segunda.
—Por supuesto. —El Predicador centró su atención en su oreja y empezó a tirar de ella, con la mirada perdida, como si de algún modo extraño intentara parecer inteligente—. Pero todo el mundo dice que derrotó a Johnny Varges en Los Ángeles. Lo destrozó —dijo, tirándose de la oreja, y para darle mayor énfasis a sus palabras, pues Gran John se volvía a mostrar impasible, añadió—: Fue pan comido para él. Lo aplastó.
—Tal vez Johnny Varges estuviese borracho. ¿Los viste jugar?
—No, pero…
—¿Quién los vio? —De repente, Gran John pareció cobrar vida. Se sacó el puro de la boca y se inclinó hacia el Predicador, mirándolo fijamente—. ¿Conoces a alguien que haya visto jugar al billar a Eddie Felson el Rápido?
Los ojos del Predicador iban de un lado a otro, como buscando un recoveco donde esconderse. Al no encontrar ninguno, respondió:
—Bueno…
—¿Bueno qué? —Gran John no dejaba de mirarlo con intensidad, con dureza incluso, sin pestañear.
—Bueno, no.
—No. Pues claro que no. —Gran John se enderezó y extendió los brazos, como si pretendiese invocar al Todopoderoso—. ¿Y quién, en nombre de Dios bendito, ha visto alguna vez a ese hombre? Venga, di. Nadie. Esa es la respuesta. Nadie. —Se volvió hacia la mesa, sacó la bola tres de la tronera de la esquina y la colocó sobre el tapete verde. Luego marcó con tiza la punta del taco, muy despacio, como si para él la conversación ya hubiera concluido y el asunto hubiese quedado zanjado.
El Predicador tardó un minuto en recobrar la compostura, en ordenar su torturado ingenio.
—Pero ya oíste lo que dijo Abie Feinman que contaban en el Oeste de Eddie el Rápido, de que le había pasado la mano por la cara a Texaco Kid y a Varges y a Billy Curtiss y a un montón más. Y anoche, en casa de Rudolph, el tipo ese dijo que en Hot Springs no se habla de otra cosa más que de Eddie Felson el Rápido.
—¿Y qué? —Gran John dejó la bola tres, se volvió con desdén, se sacó el puro de la boca—. ¿O sea que ese fulano de Hot Springs vio jugar al billar a Eddie?
—Bueno, verás… Según parece, el tipo ese anda metido en algo relacionado con una gran estafa en las carreras… Creo que está en el ajo en un timo… Y dijo que estaba muy liado con sus clientes. Pero me contó…
—De acuerdo. Vale, ya está, ya me lo has dicho.
Gran John volvió a concentrarse en su entrenamiento, acarició el taco. La bola rodó, rebotó y cayó en la tronera de la esquina. La colocó de nuevo. Plop. Otra vez.
El Predicador lo observaba en silencio, preguntándose cuándo fallaría. Gran John seguía golpeando la bola tres de un lado a otro de la mesa, metiéndola donde correspondía. Cada vez que la bola llegaba a la tronera, el Predicador se tocaba la nariz. Al fin, la bola recorrió el tapete una fracción casi imperceptible de centímetro más cerca de la banda de lo normal. Impactó contra la esquina de la tronera, rebotó levemente y luego se detuvo. Gran John alzó la bola, la sostuvo en su pesada mano derecha y la observó, no con desdén, sino con desaprobación; en los últimos veinte años, había fallado en muchas otras ocasiones. Luego la metió con un gesto brusco en la bolsa de la tronera y se volvió hacia el Predicador.
—Y ese Eddie el Rápido ¿quién es? Hace seis meses, ¿quién había oído hablar de Eddie el Rápido?
Al Predicador le sobresaltó aquel comentario.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—Todo el mundo habla de Eddie el Rápido. De acuerdo. Pero ¿quién es?
El Predicador se tiró del lóbulo de la oreja.
—Bueno… El tipo del que te he hablado dice que trabajaba en la costa. En California. Dice que acaba de echarse a la carretera, hará unos dos o tres meses. Nunca ha jugado en Chicago.
Gran John se sacó el puro de la boca, lo miró con desagrado y lo arrojó, con precisa puntería, a una de las escupideras de latón que había en el suelo, justo debajo del soporte para los polvos de talco. Hizo un ruido como de siseo al caer, y ambos observaron la escupidera durante un momento, como esperando que ocurriera algo. Al ver que no pasaba nada, Gran John volvió a mirar al Predicador. Sin el puro ni la bola tres, su concentración era total. Dio la impresión de que el Predicador se empequeñecía de manera ostensible ante la intensidad de su mirada.
—Hace treinta años —dijo Gran John—, yo tenía una gran reputación. Como Eddie el Rápido. Tenía talento. Hace treinta años calzaba botas a la moda, vivía en Columbus, Ohio, e iba al salón de billar en taxi, en taxi, y jugaba con los chicos que trabajaban en las fábricas y con los pequeños fenómenos del billar y, bien lo sabe Dios, fumaba puros de veinticinco centavos. Y, bien lo sabe Dios, me vine a Chicago. —Se detuvo un momento para tomar aire, pero no disminuyó la intensidad de su mirada—. Llegué a esta maldita ciudad con mi gran reputación. Cuchichearon sobre mí la primera vez que puse un pie en este salón de billar, y me señalaron con el dedo, ese es Gran John, de Columbus, y me presentaron al viejo Bennington, cuyo nombre luce en el cartel que está encima de la puerta de este local dejado de la mano de Dios, exactamente igual que ahora, excepto que antes era de madera y no de neón. Yo estaba en racha, Dios mío, yo era un campeón del billar proveniente de Columbus, Ohio, un pez gordo que venía de fuera. ¿Y sabes lo que me pasó cuando jugué contra Bennington, el mismo que viste y calza, en la mesa número tres —la señaló, una robusta y resistente mesa de caoba—, esa de ahí, a veinte dólares la partida? ¿Sabes lo que pasó?
El Predicador se movió inquieto.
—Bueno. Es posible. Creo que sí…
Gran John alzó las manos. Parecía un coloso.
—Lo crees, ¿eh? Dios santo,...