E-Book, Spanisch, Band 5, 447 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
Tolstói / Chéjov / Dostoyevski 3 Libros para Conocer Literatura Rusa
1. Auflage 2021
ISBN: 978-3-98522-916-1
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 5, 447 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
ISBN: 978-3-98522-916-1
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Rusa.
- El crimen y el castigo por Fyodor Dostoyevsky.
- La muerte de Iván Ilich por León Tolstoi.
- Historia de mi vida por Antón Chéjov.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
Antón Pávlovich Chéjov (Imperio ruso; 29 de enero de 1860 - Imperio alemán; 15 de julio de 1904) fue un cuentista, dramaturgo y médico ruso. Encuadrable en la corriente más psicológica del realismo y el naturalismo, fue un maestro del relato corto, y es considerado uno de los más importantes autores del género en la historia de la literatura.
Lev Nikoláievich Tolstói (Rusia, 9 de septiembre de 1828 - 20 de noviembre de 1910), fue un novelista ruso, considerado uno de los escritores más importantes de la literatura mundial. Sus dos obras más famosas, Guerra y paz y Ana Karénina, están consideradas como la cúspide del realismo ruso, junto a obras de Fiódor Dostoyevski.
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, (Moscú, 11 de noviembre de 1821 - San Petersburgo, 9 de febrero de 1881) fue uno de los principales escritores de la Rusia zarista, cuya literatura explora la psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa del siglo XIX.
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V
—En efecto, no hace mucho que me proponía ir a casa de Razumikin a fin de suplicarle que me proporcionase algunas lecciones o cualquier otro trabajo...—se decía Raskolnikoff—. Pero ahora, ¿de qué ha de servirme? supongamos que puede proporcionarme alguna lección; hasta quiero suponer también que hallándose en fondos se quede sin un kopek siquiera para facilitarme medios con que comprar unas botas y el traje decente que necesita un pasante... Bueno, ¿y después? ¿Qué hago yo con unas cuantas piataks10? ¿Qué resuelvo con ellos? ¡Bah! sería una necedad ir a casa de Razumikin. La razón de saber por qué se dirigía entonces a casa de su amigo le causaba tormento mayor de lo que a sí mismo se confesaba; ansiaba dar algún sentido siniestro a esta marcha, en apariencia la más sencilla del mundo. —¿Es posible que en mi situación haya puesto mis esperanzas todas en Razumikin? ¿Esperaba yo realmente de él remedio?—se preguntaba con estupor. Reflexionaba, se frotaba la frente, y de repente, después de haber puesto algún tiempo su espíritu en tortura, brotó en su cerebro una extraña idea: —Sí, iré a casa de Razumikin; pero no ahora; iré a verle al día siguiente, cuando aquello esté hecho y mis negocios tengan otro aspecto... Apenas hubo pronunciado aquellas palabras, experimentó una brusca conmoción. —¡Cuando aquello esté hecho!—exclamó con un sobresalto que le hizo levantarse del banco en que estaba sentado—. ¿Sucederá eso? ¿Será posible? Dejó el banco y se alejó con apresurado paso. Su primer movimiento fué el de dirigirse a su domicilio; mas, ¿para qué? ¡Volver a aquel aposento en que acababa de pasar más de un mes premeditando todo aquello! Al saltarle este pensamiento, se sintió disgustado y se puso a marchar a la ventura. Su temblor nervioso tomó un carácter febril. Se estremeció convulsivamente y, a pesar de la elevación de la temperatura, tenía frío. Casi a su pesar, cediendo a una especie de necesidad interior, se esforzaba en fijar su atención en los diversos objetos que encontraba, para librarse de la obsesión de una idea que le trastornaba. En vano trataba de distraerse; a cada instante caía en su preocupación. Cuando levantaba la cabeza dirigía sus miradas en torno suyo, y olvidaba durante un minuto lo que venía pensando y aun el lugar donde se encontraba. De este modo fué como atravesó toda la plaza de Basilio Ostroff, desembocó en el pequeño Neva, pasó el puente y llegó a las islas. El verdor y la frescura regocijaron sus ojos, acostumbrados al polvo, a la cal, a los montones de arena y de escombros. Allí nada de ahogo, de exhalaciones metíficas, ni de tabernas. Pero pronto perdieron estas sensaciones nuevas su encanto y dieron lugar a una gran inquietud. A veces el joven se detenía delante de alguna quinta que surgía coquetonamente en medio de una vegetación riente, miraba por la verja y veía en las terrazas y balcones mujeres elegantemente vestidas o niños que correteaban por los jardines. Se fijaba principalmente en las flores; era lo que atraía más sus miradas. De tiempo en tiempo pasaban al lado de él caballeros y amazonas y soberbios carruajes; los seguía con los ojos curiosos y los olvidaba antes de que lo hubiese perdido de vista. Se detuvo para contar el dinero que llevaba en el bolsillo, y se encontró dueño, aproximadamente, de treinta kopeks. «He dado veinte al guardia y tres a Anastasia por la carta—pensó—; por consiguiente, son cuarenta y tres o cincuenta kopeks los que dejé ayer en casa de Marmeladoff.» Había tenido motivo para comprobar el estado de su hacienda; pero un instante después ya no se acordaba de la razón por la cual sacó el dinero del bolsillo. A poco rato se acordó de comer, al pasar delante de un figón: su estómago se lo recordaba. Entró en la taberna, se echó al cuerpo una copa de aguardiente y tomó un bocado. El poco de aguardiente que acababa de tomar le hizo inmediatamente efecto; le pesaban las piernas y le dió sueño. Quiso volverse a su casa, pero al llegar a Petrovsky Ostroff comprendió que no podía dar un paso más. Dejó, pues, el camino, penetró en el soto y se echó en la hierba, durmiéndose en seguida. Cuando se está algo enfermo, los sueños suelen distinguirse por su relieve extraordinario y por su asombrosa semejanza con la realidad. El cuadro es a veces monstruoso; pero la mise en scéne y todo lo que pertenece a la representación, son, sin embargo, tan verosímiles, los detalles tan minuciosos, y ofrecen por lo imprevisto una combinación tan ingeniosa, que el soñador, aunque sea un artista como Pushkin o Turgueneff, sería incapaz, despierto, de inventarlos tan bien. Estos sueños morbosos dejan siempre un gran recuerdo, y afectan profundamente el organismo, ya quebrantado, del individuo. Raskolnikoff tuvo un sueño horrible. Se veía niño en la pequeña ciudad en que vivía entonces con su familia. Era un día festivo, y al anochecer, se paseaba extramuros acompañado de su padre. El tiempo era gris, la atmósfera pesada; los lugares exactamente tales como su memoria los recordaba; en su sueño advirtió más de un detalle de que despierto no se acordaba. Veía todo el pueblo; en los alrededores ni un solo sauce blanco; allá, muy lejos, en el confín del horizonte, un bosquecillo formaba una mancha negra. A algunos pasos del último jardín del pueblo había una gran taberna, delante de la cual no podía pasar con su padre ni una sola vez sin experimentar una desagradable impresión y un sentimiento de miedo. Siempre estaba llena de multitud de personas que charlaban, reían, se injuriaban, se pegaban o cantaban con voz ronca cosas repugnantes; por los alrededores siempre se veían hombres borrachos. Al aproximarse Rodión se arrimaba a su padre y temblaba de pies a cabeza. El camino que conducía a la taberna estaba lleno de polvo negro. A trescientos pasos de allí, este camino formaba un recodo y daba vuelta al cementerio de la ciudad. En medio del cementerio se alzaba una iglesia de piedra, cubierta de una cúpula verde, adonde iba el niño dos veces al año a oír misa con su padre y su madre cuando se celebraba el funeral por el eterno descanso de su abuela, muerta hacía mucho tiempo, y a quien no había conocido. Llevaban un pastel de arroz con una cruz encima hecha con pasas. El niño amaba esta iglesia, con sus viejas imágenes, en su mayor parte desprovistas de adornos, y su anciano capellán de cabeza temblona. Al lado de la piedra que marcaba el sitio donde reposaban los restos de la anciana, había una tumba pequeña, la del hermano mayor de Rodión, muerto a los seis meses. Tampoco le había conocido, pero se le había dicho que había tenido un hermanito; así es que cada vez que visitaba el cementerio, hacía piadosamente la señal de la cruz encima de la tumba pequeña, e inclinándose con respeto la besaba. He aquí ahora su sueño: va con su padre por el camino del campo santo; pasan delante de la taberna; él va asido de la mano de su padre y dirige miradas tenebrosas a la odiosa casa, donde reina mayor animación que de costumbre. Hay allí muchedumbre de campesinas y de mujeres de la clase media, vestidas con sus trajes domingueros, acompañadas de sus maridos y de la hez del pueblo. Todos están ebrios y todos cantan. Delante de la puerta de la taberna hay una de esas enormes carretas que se emplean de ordinario para el transporte de mercancías y toneles de vino, a las que se suelen enganchar vigorosos caballos de gruesas patas y largas crines. A Raskolnikoff le divertía contemplar aquellos robustos animales que arrastraban pesos enormes sin la menor fatiga. Pero ahora a esa pesada carreta estaba enganchado un caballejo flaquísimo, uno de esos escuálidos rocines que los mujiks acostumbran enganchar a grandes carros de madera o de heno y a los que muelen a palos, llegando hasta pegarles en los ojos y en los befos cuando las pobres bestias hacen esfuerzos para arrastrar el vehículo atascado. Este espectáculo, visto varias veces por Raskolnikoff, le llenaba los ojos de lágrimas, y su madre, en tales casos, le apartaba siempre de la ventana. De repente se promueve un gran alboroto; de la taberna salen gritando, cantando y tocando la guitarra varios mujiks completamente ebrios; llevan blusas rojas y azules, y los capottes echados negligentemente sobre los hombros. —¡Subid, subid todos!—grita todavía un hombre, de robusto cuello y de rostro carnoso, color de zanahoria—. ¡Os llevo a todos, subid! Estas palabras provocan risas y exclamaciones. ¡Hacer el camino con semejante penco! —Has perdido el juicio, Mikolka; ¿a quién se le ocurre enganchar ese jamelgo a semejante carro? —De seguro que este rocín tiene más de veinte años. —Subid, os llevo a todos—grita de nuevo Mikolka, subiendo al primer carro, y, poniéndose de pie en el pescante del vehículo, aferra las riendas—. El caballo bayo se lo llevó Madviei y este animalucho, amigos míos, es una condenación para mí, debería matarlo: no gana lo que come. Os digo que subáis, ya veréis cómo lo hago galopar. ¡Vaya si galopará! Y al decir esto, toma el látigo, gozoso con la idea de fustigar al pobre jaco. —¡Ea, subamos, puesto que dice que vamos a ir al galope!—dijeron, burlándose, los del grupo. —Apuesto a que hace diez años que no galopa. —¡Buena marcha llevará! —No tengáis miedo, amigos míos; tomad cada uno una vara, ¡y duro! —¡Eso, eso, se le arreará! Trepan todos al carro de Mikolka riendo y burlándose. Han subido ya seis hombres y queda sitio todavía. Con los que han montado va una gruesa campesina,...