Torralba | Bienaventuranzas para agnósticos | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 97, 327 Seiten

Reihe: Fragmentos

Torralba Bienaventuranzas para agnósticos


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-10188-99-0
Verlag: Fragmenta Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, Band 97, 327 Seiten

Reihe: Fragmentos

ISBN: 978-84-10188-99-0
Verlag: Fragmenta Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection



Valiéndose de un intercambio epistolar ficcionado, Francesc Torralba ofrece una mirada muy personal al texto de las bienaventuranzas, a través de las cuales despliega los grandes principios de la propuesta cristiana. En el libro comparecen dos voces: una creyente y una agnóstica. Y aunque el creyente sea el alter ego del autor, su discurso nunca adopta un tono apologético o acrítico, al igual que la figura del agnóstico no es la del infiel que convertir sino la del interlocutor que cuestiona las convicciones del creyente y las pone a prueba, aportando también su lectura del texto. ¿Por qué vincular la bienaventuranza con la pobreza? ¿Debemos sentirnos culpables por haber pasado una vida alegre? ¿Afirmar el Reino en el más allá no es una forma de menospreciar esta vida con todos sus dones y placeres? El pensamiento se desarrolla, pues, a través del diálogo, el contraste y la discrepancia, lo que afina las ideas y las creencias porque las somete al escrutinio de quien no comparte sus presupuestos.

Francesc Torralba (Barcelona, 1967) es doctor en filosofía, en teología, en pedagogía y en historia. Es catedrático de filosofía de la Universidad Ramon Llull. Es autor de un gran número de ensayos de temáticas diversas, especialmente en los ámbitos de la filosofía, la ética, la pedagogía y la religión. Bednedicto XVI le nombró consultor del Consejo Pontificio de la Cultura de la Santa Sede y Francisco miembro del dicasterio para la Cultura y la Educación de la Santa Sede. En Fragmenta Editorial ha publicado Con o sin Dios, un libro de cartas cruzadas con Vicenç Villatoro sobre la fe y la increencia (2012) y ha participado en el libro Empalabrar el mundo. El pensamiento antropológico de Lluís Duch. Su última obra en Fragmenta es Los maestros de la sospecha. Marx, Nietzsche, Freud.
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prólogo el gozo de reencontrarse


i


Estimado Guillem:

Me hizo gracia volver a encontrarte después de tantos años. La verdad es que me daba pereza ir a la cena. Tenía, incluso, cierta angustia. Las cenas de antiguos compañeros de clase me imponen, pero no me podía negar. También sentía curiosidad por ver cómo estábamos todos después de tanto tiempo.

Si no me equivoco, acabamos octavo de EGB a los catorce años. De eso hace ya cuarenta. El número redondo era un buen pretexto para volver a encontrarnos. Pero alguien tenía que ponerse manos a la obra, hacer llegar la convocatoria a todos los compañeros y reservar una mesa en un restaurante. Y ese alguien no podía ser otro que Sílvia. Ya entonces tenía un gran talento para el liderazgo y esta vez volvió a conseguirlo.

Desde entonces tú y yo no nos habíamos vuelto a ver. De todo el grupo, solo he mantenido el contacto con Enric por cuestiones profesionales, pero el resto había desaparecido totalmente de mi horizonte mental. Lo de volver a encontrarnos me ha removido por dentro. Me han venido recuerdos de todo tipo y he revivido episodios que parecen de otra vida. Y, sin embargo, son de esta.

Acabamos el curso veintiséis, pero en la cena solo fuimos diecinueve. Era lógico. Después de aquel año empezó la diáspora. Nos tuvimos que separar. El colegio solo ofrecía estudios hasta octavo. Algunos fuimos al instituto del barrio y otros, a la escuela concertada; la mayoría hicimos bachillerato, pero algunos —pocos— cursaron formación profesional. El caso es que, después de compartir aula durante más de ocho años, nos separamos y no habíamos vuelto a vernos.

Éramos diecinueve. La convocatoria tuvo bastante éxito. Hay que tener en cuenta que algunos trabajan fuera y otros viven en el extranjero, y no es fácil venir a Barcelona para una cena un día de entre semana. Otros no se debieron de enterar.

Luego están los ausentes, los que, desgraciadamente, ya no están. Cuando pienso que algunos compañeros de patio ya han muerto, siento verdadera pena. La muerte siempre introduce una nota de seriedad, de perplejidad, de estupefacción en la vida. Ya no están ni estarán más. Nadie habló de ellos, pero los echamos de menos. Cuando alguien de tu clase ya no está, tomas conciencia de que podrías ser tú el ausente, y te das cuenta de hasta qué punto es valioso y frágil esto de estar vivo.

Al llegar al restaurante, tenía un montón de dudas. Mi primer miedo era si sería capaz de reconocer a todos los compañeros de la clase. Algunos rostros me eran muy familiares, pero otros habían cambiado tanto que no era capaz de encajarlos con esa imagen mental que tenía en la cabeza.

Saludé a dos o tres personas que no sabía realmente quiénes eran, pero me pareció una descortesía preguntarlo y seguí el hilo de la conversación. Una de ellas daba por hecho que yo sabía quién era y no quería desilusionarla. Estaba tan entusiasmada de volver a encontrarme y me abrazó con tanta fuerza que opté por callar. Quizá a alguien le pasara lo mismo conmigo. A ti te reconocí de golpe. Habíamos compartido mucho tiempo juntos, muchas batallas dentro y fuera del aula, y habíamos hecho muchos deberes juntos tanto en tu casa como en la mía.

Nos hemos hecho mayores.

El tiempo no perdona y pasa factura. Algunos estaban calvos, otros tenían barriga. Había algunos con claras secuelas de alguna enfermedad. La piel no perdona; los huesos, tampoco. A partir de los cincuenta, las arrugas adquieren un inusual protagonismo en los rostros. Mientras observas las caras de tus amigos, vislumbras aquellos rostros de niño que quedaron fijados en la memoria como un recuerdo pálido.

El primer contacto en la puerta del restaurante fue inquietante. Las preguntas de cortesía hicieron acto de presencia para romper el hielo: familia y trabajo. Son dos recursos habituales, pero peligrosos. Hay quien contesta con un monosílabo y te deja sin más repertorio para salvar el silencio inicial, pero también hay quien toma la palabra y te cuenta, punto por punto, todas las aventuras y desventuras de sus tres hijos.

Después entramos dentro y había que escoger un buen sitio para sentarse. Ese movimiento es decisivo y había que ser listo. Dependiendo de dónde te sientes, puedes sufrir un auténtico viacrucis. Hay quien aprovecha la ocasión para desahogarse con su vecino y soltarle todos los dramas que vive: la separación traumática de su mujer, la lucha por la custodia de sus hijos, el suplicio de su hijo adolescente, que va a la suya, la manía de su nueva pareja de veinticinco años de querer ser madre…, y todo ello amenizado con consideraciones intempestivas sobre la economía global, el destino de la guerra de Ucrania, la enésima crisis del Gobierno y la inflación.

No sabes quién será el torturador de la noche, por eso tienes que buscar cobijo en algún refugio seguro, y yo opté por acercarme hacia ti. También está el invitado de piedra que no abre la boca. Le vas sugiriendo temas, pero todos acaban con puntos suspensivos, porque no hay respuesta o, en el caso de que la haya, es lacónica y contundente: sí, no; bien, mal.

Entre el bocazas y el mudo, tengo claro por cuál me inclino, pero quería evitar tanto al uno como al otro y disfrutar de aquella cena de los cuarenta años.

Si no me equivoco, tú también estabas inseguro, te vi vacilante y, como quien no quiere la cosa, te sentaste a mi lado, buscando complicidad en mí. El caso es que nos salvamos uno a otro de los torturadores de cenas.

No lo había previsto ni imaginado, pero disfrutamos mucho de la conversación. Después del tanteo inicial y de ponernos mutuamente al día, transitamos a temas de calado, temas que son muy improbables en una cena de esas características.

Recuerdo que, al terminar, algunos fuimos a tomar una copa a un bar musical cercano. Nos quedamos media docena. Allí es donde empezamos a hablar a fondo del trabajo, del tiempo, de la vida, de los sueños rotos y de las ilusiones pendientes. Se creó un clima interesante y la conversación fue muy animada.

Tú y yo nos emplazamos a seguir hablando de todo aquello, y justamente por eso te escribo. No siempre tienes la suerte de encontrarte con un interlocutor inteligente, buen conversador y con ganas de profundizar. Por eso te escribo, para seguir el hilo de nuestra conversación. Hay muchos temas que quedaron pendientes.

Quizá pienses que me paso de rosca y que es mejor dejarlo estar. Quién sabe si volverán a convocarnos a una cena de los cincuenta años. Si no tienes ganas de meterte en ese bosque, no pasa nada, continuamos como antes, cada uno siguiendo su camino y tal día hará un año, pero, si te apetece pasear por esos territorios, tirar del hilo de la conversación y sincerarnos, ya sabes dónde estoy.

Un abrazo,

Francesc

ii


Estimado Francesc:

Yo también tenía ganas de escribirte y de retomar nuestra conversación. Pero, antes de entrar en materia, deja que te haga llegar, como has hecho tú, mis impresiones sobre la cena.

También yo sentía cierto miedo al aproximarse el día del encuentro. Miedo de no saber qué decir después de tantos años de no vernos; de no reconocernos los unos a los otros. Tenía, sin embargo, mucha ilusión, ganas de que llegara ese día, por saber qué había sido de cada uno de nosotros, por qué senderos nos había llevado la vida.

Fue un encuentro agradable, lleno de conversaciones cruzadas. Algunas fueron superficiales; otras, profundas. También a mí me han quedado ganas de tirar del hilo de algunas conversaciones cortadas y de ordenar algunos pensamientos que fueron surgiendo de manera improvisada y sobre los que no he podido meditar lo suficiente.

No sé si estarás de acuerdo conmigo, pero después de la cena llegué a una conclusión que quiero compartir contigo. La vida nos ha cambiado, pero menos de lo que parece. Nos hemos hecho mayores. Nuestros temas de conversación son radicalmente diferentes de los que teníamos en el patio del colegio. Hemos entrado en lo que llaman madurez de la vida, el tiempo de la responsabilidad y de los compromisos. Nuestros cuerpos son diferentes de los que teníamos cuando terminamos octavo de egb, pero el carácter, la forma de ser de cada uno, no ha cambiado ni un ápice.

Esa es mi primera conclusión, y la pude contrastar empíricamente durante toda la cena. El tímido sigue siendo tímido cuarenta años después y el indiscreto sigue siendo indiscreto. Es triste mi conclusión, porque, en el fondo, muestra que somos como somos y que, por mucho que nos esforcemos, no podemos cambiar. Tengo la impresión de que, en realidad, lo más íntimo y secreto de cada uno, llámalo alma, yo o identidad personal, no ha cambiado nada. Somos como somos. No lo hemos escogido y tenemos que tolerarnos con nuestros defectos y virtudes.

No quiero poner nombres, pero ya sabrás de quiénes hablo. El que era arrogante y prepotente hace cuarenta años y alardeaba de sus sobresalientes sigue siéndolo. En la vida todo le ha ido muy bien, ha triunfado en todos los campos y da consejos a diestro y siniestro sobre cómo prosperar, aunque nadie se los haya pedido.

El que era humilde y atento sigue siéndolo, escucha a los demás con atención, no tiene prisa por explicar su vida ni sus conquistas profesionales, sabe dominar bien su ego y no necesita lucirlo para que todo el mundo quede cegado de tanta luz.

También está el humorista. El que nos hacía reír a todos...



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