E-Book, Spanisch, 336 Seiten
Updike Cásate conmigo
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17109-91-2
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 336 Seiten
ISBN: 978-84-17109-91-2
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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(1932-2009) es uno de los grandes maestros de la literatura norteamericana contemporánea, autor de ensayos, poesía, cuentos y novelas. Su prolífica obra narrativa, en la que sobresalen obras como En torno a la granja (1965), Parejas (1968), Gertrudis y Claudio (2000), Mujeres (2004) y la serie de novelas protagonizadas por Harry «Conejo» Angstrom, es una crónica ácida y exhaustiva de la sociedad estadounidense de la segunda mitad del siglo xx. Fue galardonado con el American Book Award (1982) y el Premio Pulitzer (1982 y 1991). Cásate conmigo (1977) es su octava novela.
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1. Vino caliente
A esa playa algo recóndita de la concurrida costa de Connecticut se llegaba por una estrecha carretera de asfalto en bastante mal estado, con numerosas bifurcaciones, vueltas y revueltas incomprensibles. En la mayoría de los desvíos peor señalizados, el camino estaba indicado por pequeñas flechas de madera desgastada que llevaban escrito el interminable nombre indio de la playa, pero algunas de esas señales habían caído sobre la hierba. La primera vez que la pareja acordó reunirse allí —un día idílico e inusualmente templado del mes de marzo—, Jerry se extravió y llegó con media hora de retraso.
También hoy, Sally había llegado antes que él. La compra de una botella de vino y el intento fallido de adquirir un sacacorchos motivaron su retraso. El Saab gris grafito de Sally descansaba, solitario, en el rincón más alejado del aparcamiento. Jerry acercó sigilosamente su viejo Mercury descapotable al coche de Sally con la ilusión de encontrarla sentada al volante, esperándolo, ya que en ese momento sonaba en la radio «Born to lose», cantada por Ray Charles.
Every dream
has only brought me pain…
Todo en aquella canción le hablaba de ella. Había incluso pensado en las palabras que emplearía para invitarla a escuchar aquella música en su coche: «¡Eh, hola! Vamos, ven, está sonando un tema genial». En sus conversaciones con Sally, se había acostumbrado a emplear frases y giros de adolescente, mezclados con la jerga de moda y onomatopeyas propias de un tortolito. Mientras acudía a sus encuentros amorosos con Sally, las canciones de la radio se llenaban de nuevos significados para Jerry. Deseaba compartirlas con ella, pero rara vez coincidían en el mismo coche, y a medida que avanzaba la primavera las canciones iban marchitándose como flores de un día.
El Saab estaba vacío; no se veía a Sally por ninguna parte. Seguramente habría subido a las dunas. La playa tenía una forma peculiar: un arco de arena lisa y húmeda, de casi un kilómetro de largo, flanqueado en ambos extremos por conglomerados de grandes rocas veteadas y amarillentas, y por un terreno de dunas que se alzaba sobre los pedruscos más cercanos, salpicado por la maleza propia del litoral y por senderos sinuosos que unían centenares de parcelas de arena aisladas como si de un vasto hotel natural se tratara. Este reino de hondonadas y promontorios era de una complejidad engañosa. Siempre que iban allí eran incapaces de encontrar el lugar exacto, el lugar perfecto en el que habían estado anteriormente.
Jerry subió aprisa por la empinada duna, sin molestarse en quitarse los zapatos y los calcetines. Jadear por el esfuerzo que implicaba correr cuesta arriba le parecía delicioso. Le sabía a juventud renovada, a una prolongación de su pacto con la vida. Desde el inicio de su aventura con Sally, Jerry no hacía más que correr, ir de un lado a otro, crear tiempo allí donde antes no había sido necesario; se había convertido en un atleta del reloj, alargando las horas para aquella inusitada e insospechada segunda vida. Había dejado de fumar para que sus besos supieran a limpio.
Cuando Jerry llegó a la cima de las dunas, se inquietó al no ver ni rastro de Sally. Allí no había ni un alma. Además de sus dos coches, en la amplia zona de aparcamiento solo había una docena de vehículos, esparcidos aquí y allá. En cuestión de un mes, el aparcamiento estaría atestado, el barracón de madera que alojaba el chiringuito y las casetas para los bañistas serían un hervidero de cuerpos bronceados y resonaría la música del tocadiscos, mientras que las dunas quemarían demasiado para detenerse en ellas. Ahora todavía conservaban aquella apariencia, heredada del invierno, de naturaleza prístina y recién barrida. Cuando Sally lo llamó, el sonido de su voz le llegó modulado por el soplo del aire fresco, como el trino de un pájaro. «¿Jerry?» Era una pregunta, aunque, si Sally podía verlo, forzosamente sabría que se trataba de él. «¿Jerry? ¿Hola?»
Al volverse, Jerry la vio en una duna elevada, con un biquini amarillo. En su descenso, rubia, pecosa y limpia, bajando la vista para no pincharse los pies con la vegetación de la playa, Sally parecía una tímida criatura surgida de aquella arena que hasta entonces la había ocultado. Tenía la parte delantera del cuerpo y los brazos calientes, y fría la curva de la espalda. Había estado tomando el sol. Su cara en forma de corazón había adquirido un tono rosado.
—¿Hola? ¿Me alegro de verte? —Sally jadeaba levemente y su voz, excitada, elevaba cada frase a la categoría de pregunta—. Te he estado esperando en esta duna con un horrible grupo de chicos descamisados que corrían y saltaban a mi alrededor. ¿Estaba empezando a asustarme?
Como si un acceso de timidez le impidiese formular lo que sentía, Jerry abandonó momentáneamente el tono juvenil y adoptó el de un caballero andante.
—Mi pobre dama, a cuántos peligros te expongo. Lamento el retraso. He comprado una botella de vino y luego he intentado comprar un sacacorchos, pero esos imbéciles, esos Norman Rockwell de tiendecilla de provincias, pretendían venderme una broca.
—¿Una broca?
—Ya sabes. Es como un berbiquí, pero sin manivela.
—Estás frío.
—Te lo parece porque has estado tomando el sol. ¿Dónde te has puesto?
—¿Ahí arriba? Ven.
Antes de seguirla, Jerry hincó la rodilla en tierra y se quitó los zapatos y los calcetines. Todavía vestía chaqueta y corbata, su ropa de ciudad, y llevaba la botella de vino en una bolsa de papel, como el trabajador que regresa a casa con un obsequio. Sally había extendido la toalla a cuadros rojos y amarillos en un hondón sin más huellas que las suyas. Jerry buscó con la mirada a los muchachos, que varias dunas más allá estaban observándolo nerviosamente, de soslayo, como si fueran gaviotas. Jerry los miró desafiante y le dijo a Sally por lo bajo: «Son muy jóvenes y parecen inofensivos, pero si quieres podemos ponernos más lejos».
Sintió en el hombro el movimiento afirmativo de la cabeza de Sally, como una palabra que solo ella pudiese pronunciar, una sacudida rápida y tensa, sí sí sí sí. Era uno de los gestos típicos de Sally que Jerry se sorprendía imitando a veces, en situaciones que nada tenían que ver con ella. Cogió la toalla, la cesta playera y el libro (de Moravia) y los depositó en los cálidos brazos de Sally. Mientras subían la cuesta de la duna siguiente, puso la mano en la cintura desnuda de ella para que no perdiera el equilibrio, y volvió la cabeza como para cerciorarse de que los muchachos habían presenciado aquel gesto de posesión. Avergonzados, estos ya se alejaban con su griterío a otra parte.
Como de costumbre, Jerry y Sally avanzaron en zigzag, bajaron abruptos senderos entre arbustos punzantes de arrayán y escalaron cuestas resbaladizas, pletóricos por el esfuerzo físico, en busca del lugar ideal, el lugar en el que habían estado la última vez. Como de costumbre, no lo encontraron y acabaron por extender la toalla en cualquier sitio, en una concavidad de arena limpia que se convirtió, de inmediato, en el sitio perfecto.
De pie ante Sally, Jerry se desvistió. Se quitó la chaqueta, la corbata, la camisa y los pantalones.
—Oh, llevas el traje de baño puesto —dijo Sally.
—Lo he llevado toda la maldita mañana, y cada vez que el elástico del cierre se me clavaba en la barriga pensaba: «Hoy veré a Sally, hoy veré a Sally, con este traje de baño».
Jerry permaneció en pie, inspeccionando la zona, mientras su piel gozaba del aire libre. Estaban ocultos, pero aun así podían ver el aparcamiento allá abajo, el brazo de mar que se extendía, terso, entre el paraje en que se encontraban y Long Island, y las pequeñas crestas blancas de las olas, que avanzaban presurosas hasta estrellarse silenciosamente contra las rocas veteadas.
—¿Eh? ¿Por qué no vienes a verme, con tu traje de baño? —dijo Sally desde la toalla.
Sí, sí, el roce de sus pieles bajo el sol, a lo largo de los cuerpos expuestos al aire. El sol inundaba de rojo la visión de Jerry, que mantenía los párpados cerrados; el costado de Sally y la parte superior de su hombro estaban calientes, y la boca se le hacía agua. No tenían prisa, y acaso esta fuera la prueba más palmaria de que Jerry y Sally eran el hombre y la mujer primigenios: no tenían prisa ninguna y, más que excitarse el uno al otro, aplacaban al hombre y a la mujer que cada uno llevaba dentro. Sus cuerpos buscaban, gradualmente, como corresponde a cualquier crecimiento auténtico, una mayor y más refinada compenetración. El pelo suelto de Sally invadió, mechón por mechón, el rostro de Jerry. La sensación de reposo, de haber alcanzado el muy esperado y plácido centro, lo llenó de una especie de somnolencia que perduró incluso cuando tendió el empeine de sus pies hacia el arco de los pies de Sally.
—Es increíble —dijo Jerry. Volvió la cabeza hacia el cielo para que Sally se fundiera con el sol, y los párpados se le inundaron de rojo.
Al hablar, los labios de Sally rozaron el cuello de Jerry, que estaba cubierto por una sombra granulosa y fresca. Él pudo notarla, aunque solo ella la percibiera.
—Vale la pena. Esto es lo más sorprendente. Valen la pena las esperas, los obstáculos, las mentiras y las prisas, porque, a la hora de la verdad, vale la pena.
Al...




