Vargas | Cuando sale la reclusa | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 401, 192 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Vargas Cuando sale la reclusa


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17308-39-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 401, 192 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-17308-39-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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La obra más ambiciosa y lograda de la reina de la novela negra europea. «Cuando sale la reclusa, su novela decimocuarta y la novena protagonizada por el intuitivo comisario Jean-Baptiste Adamsberg, colma las expectativas creadas por esa obra maestra del género que es Tiempos de hielo. [...] La novela, de la que me resisto a contarles más por no chafarles la compleja y apasionante trama, es, además de la historia de una venganza, un alegato feminista contra la violencia y los abusos».MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO, Babelia «Tengo a Fred Vargas como una de las mejores novelistas francesas del momento en cualquier categoría y género».FERNANDO SAVATER «La autora más interesante del género policiaco en el presente». JOSÉ MARÍA GUELBENZU El comisario Jean-Baptiste Adamsberg, tras unas merecidas vacaciones en Islandia, se interesa de inmediato a su regreso a Francia por la muerte de tres ancianos a causa de las picaduras de una Loxosceles rufescens, más conocida como la reclusa: una araña esquiva y venenosa, pero en ningún caso letal. Adamsberg, que parece ser el único intrigado por el extraño suceso, comienza a investigar a espaldas de su equipo, enredándose inadvertidamente en una delicada y compleja trama, llena de elaborados equívocos y profundas conexiones, cuyos hilos se remontan a la Edad Media. Un caso elusivo y contradictorio que se escapa a cada momento de las manos del comisario, haciéndole regresar a la casilla de salida. Solo sus intuiciones, tan preclaras como dolorosas, serán capaces de devolverle la confianza que necesita para salir ileso de la red tendida por la más perfecta tejedora... Cuando sale la reclusa es sin duda la obra más ambiciosa de Fred Vargas, la reina indiscutible de la novela negra europea. En ella se entrecruzan con maestría todos los temas que han convertido la publicación de cada una de sus novelas en un auténtico acontecimiento literario, tanto para la crítica como para los lectores: el medievo, la arqueología, los mitos, el mundo de los animales y, por supuesto, la descripción detallada y poderosa de los oscuros laberintos del alma humana.

Fred Vargas (seudónimo de Frédérique Audoin-Rouzeau, París, 1957), arqueóloga de formación, es mundialmente conocida como autora de novelas policiacas; ha escrito también el ensayo La humanidad en peligro. Además del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2018, ha ganado los más importantes galardones, incluido el prestigioso International Dagger, que le ha sido concedido en tres ocasiones consecutivas. También ha recibido, entre otros, el Prix Mystère de la Critique (1996 y 2000), el Gran Premio de novela negra del Festival de Cognac (1999), el Trofeo 813, el Giallo Grinzane (2006) o el Premio Landernau Polar (2015). Sus novelas han sido traducidas a múltiples idiomas con un gran éxito de ventas, alguna de ellas incluso se ha llevado al cine. Siruela publica toda su obra en castellano.
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II


El martes, 31 de mayo, dieciséis agentes de la brigada llevaban desde las nueve instalados en la sala de reuniones, preparados y dispuestos, con ordenadores, expedientes y cafés, para presentarle al comisario el desarrollo de los acontecimientos con los que habían tenido que lidiar durante su ausencia, dirigidos por los comandantes Mordent y Danglard. El equipo expresaba con distensión y parloteo espontáneo la satisfacción de volver a verlo, de ver su rostro y su aspecto, sin preguntarse si su estancia en el norte de Islandia, en la pequeña isla de brumas y aguas turbulentas, había alterado o no su trayectoria. Y, en caso de que sí, poco importaba, pensaba el teniente Veyrenc, que, al igual que el comisario, había crecido entre las piedras de los Pirineos y lo comprendía sin dificultad. Sabía que, con el comisario al mando, la brigada se parecía más a un gran velero —que tan pronto singla viento en popa como flota con el velamen arriado— que a un potente fueraborda que levantara torrentes de espuma.

Al contrario, el comandante Danglard siempre albergaba algún temor. Escrutaba el horizonte en busca de todo tipo de amenazas, complicándose la vida con las asperezas de sus recelos. Cuando Adamsberg se marchó a Islandia, tras una investigación agotadora, ya le había ganado el desasosiego. Que un espíritu corriente y simplemente derrengado se fuera a descansar a un país brumoso le parecía una elección juiciosa (más oportuno que correr hacia el sol del sur, donde la luz cruel avivaba el más mínimo relieve y el menor ángulo de una gravilla, lo cual no resultaba relajante en absoluto). Sin embargo, que un espíritu brumoso se fuera a un país brumoso le parecía, en cambio, peligroso y grávido de consecuencias. Danglard temía repercusiones difíciles, quizá irreversibles. Había considerado seriamente que, por efecto de una fusión química entre las brumas de un ser y las de un territorio, Adamsberg pudiera acabar engullido en Islandia y no volviera jamás. El anuncio del regreso del comisario a París lo había apaciguado un poco. No obstante, cuando Adamsberg entró en la sala con su andar de siempre un poco tambaleante, sonriendo a cada uno y estrechando manos, las inquietudes de Danglard se reavivaron enseguida. Más ventoso y ondulante que nunca, con la mirada inconsistente y la sonrisa vaga, el comisario parecía haber perdido la precisión que pese a todo estructuraba su proceder como jalones espaciados pero tranquilizadores. Deshuesado, desvertebrado, juzgó Danglard. Divertido, todavía húmedo, pensó el teniente Veyrenc.

El joven cabo Estalère, especialista en el ritual del café, que realizaba sin un solo error —su único ámbito de excelencia, según la mayoría de sus colegas—, sirvió enseguida al comisario, con la cantidad adecuada de azúcar.

—Vamos allá —dijo Adamsberg. Su voz era suave y lejana, relajada de más para alguien que se enfrenta a la muerte de una mujer de treinta y siete años, atropellada dos veces bajo las ruedas de un 4×4 que le había aplastado el cuello y las piernas.

Había sucedido tres días antes, el sábado anterior por la noche, en la calle Château-des-Rentiers1. ¿Qué castillo? ¿Qué rentistas?, se preguntó Danglard. Ya nadie lo sabía y ahora el nombre resultaba curioso en ese sector sur del distrito 13. Se prometió a sí mismo buscar el origen, ya que ningún conocimiento le parecía superfluo a la mente enciclopédica del comandante.

—¿Ha leído el expediente que le enviamos al aeropuerto de Reikiavik? —preguntó el comandante Mordent.

—Por supuesto —dijo Adamsberg, encogiéndose de hombros.

Y, sí, lo había leído durante el vuelo Reikiavik-París. Sin embargo, en realidad, no había sido capaz de fijar en él su atención. Sabía que la mujer, Laure Carvin —preciosa, había observado—, había sido asesinada por el 4×4 entre las 22:10 y las 22:15. La precisión de la hora del crimen se debía a la gran regularidad en el modo de vida de la víctima. Vendía ropa para niños en una lujosa tienda del distrito 15, de dos a siete y media de la tarde. Después se dedicaba a la contabilidad y cerraba la tienda a las nueve cuarenta. Cruzaba la calle Château-des-Rentiers todos los días a la misma hora, en el mismo semáforo, muy cerca de su casa. Estaba casada con un tipo rico, un tipo que había «triunfado», pero Adamsberg no recordaba ni su oficio ni su cuenta bancaria. El 4×4 del marido, del rico —¿cómo se llamaba?—, era el vehículo que había atropellado a la mujer, no cabía la menor duda. Todavía había sangre adherida a los surcos de los neumáticos y las alas de la carrocería. La noche misma del día de autos, Mordent y Justin habían seguido la pista de las mortíferas ruedas con un perro de la brigada canina. El perro los había llevado directos al pequeño de un salón de videojuegos, a trescientos metros del escenario del crimen. De naturaleza un tanto histérica, el perro había reclamado gran cantidad de caricias como recompensa por su hazaña.

El dueño del lugar conocía bien al propietario del vehículo ensangrentado —un habitual que visitaba su sala todos los sábados por la noche, de nueve a doce—. Cuando la suerte le daba la espalda, podía quedarse luchando con la máquina hasta el cierre, a las dos de la madrugada. Les había señalado al hombre, trajeado y con la corbata aflojada, que destacaba en medio de tipos con capucha y cerveza. El hombre se debatía furiosamente con una pantalla donde unas criaturas titánicas y cadavéricas se precipitaban sobre él, y él tenía que aniquilarlas con metralleta para abrirse camino hacia la Montaña espiralada del Rey negro. Cuando los agentes de la brigada lo habían interrumpido poniéndole una mano en el hombro, él había sacudido febrilmente la cabeza sin soltar los mandos y había gritado que no se pararía ni en broma a cuarenta y siete mil seiscientos cincuenta y dos puntos, a punto de alcanzar el nivel de la Ruta de Bronce, jamás. Alzando la voz entre el estrépito de las máquinas y los gritos de los clientes, el comandante Mordent había conseguido, no sin dificultad, que oyera que su mujer acababa de morir, atropellada a trescientos metros de allí. El hombre se había medio derrumbado sobre el cuadro de mandos, torpedeando la partida. La pantalla anunció con música: «Adiós. Has perdido».

—Entonces, según el marido —dijo Adamsberg—, no había salido del salón de juegos. ¿Es así?

—Si ha leído usted el informe... —empezó a decir Mordent.

—Prefiero escuchar a leer —interrumpió Adamsberg.

—Así es. Dice que no se movió de la sala.

—Y ¿cómo explica que sea su propio coche el que esté ensangrentado?

—Por la existencia de un amante de la mujer. El amante, conocedor de las costumbres del marido, habría tomado prestado su coche, atropellado a la mujer y vuelto a aparcar el vehículo en el mismo sitio.

—¿Para hacer que lo acusen?

—Sí, porque la policía siempre acusa al marido.

—¿Cómo estaba?

—¿El qué?

—¿Sus reacciones?

—Aturdido, más conmocionado que triste. Se repuso un poco cuando lo trajimos a la brigada. Estaba pensando en divorciarse.

—¿Por el amante?

—No —dijo Noël con un deje de desprecio—. Porque a un hombre como él, a un abogado que ha llegado tan alto, le molestaba tener una esposa de clase baja. Es lo que se trasluce de su discurso, leyendo entre líneas.

—Y a su mujer —añadió el rubio Justin— la humillaba verse excluida de todos los cócteles y cenas que daba en su gabinete del distrito 7 para sus amistades y clientes. Ella deseaba que la llevara y él se negaba. Frecuentes disputas. La mujer habría «desentonado», dijo él; «no pegaba nada en ese ambiente». Así es el tío.

—Menudo impresentable —dijo Noël.

—Se vino arriba —precisó Voisenet— y se defendió como si hubiera estado acorralado en la calle del Presidio de su videojuego. Se puso a emplear términos cada vez más complicados, o incomprensibles.

—Su estrategia es simple —señaló Mordent.

Y, estirando a sacudidas su largo y delgado cuello, sin haber perdido nada en esas dos semanas de su estampa de vieja ave zancuda cansada de los sinsabores de la existencia, añadió:

—Apuesta por el contraste entre él mismo, el abogado mercantil y el amante.

—¿Quién es?

—Un árabe, como quiso recalcar de entrada, un mecánico de máquinas distribuidoras de bebidas. Vive en el edificio contiguo. Nassim Bouzid, argelino nacido en Francia, tiene mujer y dos hijos.

Aunque Adamsberg vaciló, no dijo nada. Le daba vergüenza preguntar a sus hombres cómo se había desarrollado el interrogatorio de Nassim Bouzid, que sin duda debía de estar registrado en el informe. Sin embargo, sobre ese hombre, no recordaba nada.

—¿Qué impresión os dio? —aventuró pidiendo con una seña otro café a Estalère.

—Es un tío guapo —contestó la teniente Hélène Froissy orientando hacia Adamsberg su pantalla con la foto de un triste Nassim Bouzid—: largas pestañas, ojos color miel que parecen maquillados, dientes muy blancos y una sonrisa encantadora. Lo quieren mucho en su edificio, donde lo emplean como manitas: Nassim cambia las bombillas, Nassim arregla las fugas de agua. Nassim nunca dice que no.

—Lo que le lleva al marido a deducir que es un ser débil y servil —intervino Voisenet— que ha salido de la nada y no ha llegado a ninguna parte, según...



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