E-Book, Spanisch, 256 Seiten
Vauchez Catalina de Siena
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-254-3905-6
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Vida y pasiones
E-Book, Spanisch, 256 Seiten
ISBN: 978-84-254-3905-6
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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El lector tiene en sus manos la primera biografía histórica y espiritual de Catalina de Siena (1347-1380), santa y doctora de la Iglesia. La historia considera que fue, en el corazón de la Europa medieval, una mujer llena de audacia, a la vez mística y comprometida, que consumió su existencia interviniendo en las crisis religiosas y políticas de su tiempo.
En esta obra, André Vauchez dibuja el retrato de esta mujer apasionada y recorre su itinerario, con todo lujo de detalles, a través de la epidemia de la peste negra, la guerra de los Cien Años, las luchas fratricidas en Italia o el exilio de los papas en Aviñón. Con este libro, revivimos en nuestra imaginación a esta penitente dominica que se convirtió en la corresponsal, la confidente y la voz crítica de los poderosos, los príncipes, los reyes y los pontífices.
Se requería el saber, el talento y la sensibilidad de este eminente medievalista, para conseguir que penetráramos en la verdad existencial de una mujer excepcional -más allá de los variados rostros que se le han prestado a través de las épocas- y para que pudiéramos recuperar la actualidad de su persona y de su mensaje.
André Vauchez es historiador, miembro de la Académie des Inscriptions et Belles Lettres, antiguo director de la École française de Roma y medievalista de fama internacional. Es autor de numerosas e importantes obras, entre ellas 'Les laïcs au Moyen Âge' y el 'Dictionnaire Encyclopédique du Moyen Âge'.
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LLEGAR A SER SANTA CATALINA DE SIENA Tras la muerte de Catalina se produjo un acontecimiento que iba a mostrarse decisivo para el reconocimiento y la difusión de su santidad: el 12 de mayo de 1380, Raimondo da Capua fue elegido maestro general de los dominicos a instancias de Urbano VI. Aunque es cierto que, por razón del cisma, solo lo era de la mitad de la orden, porque en los países que se mantenían fieles al Papa de Aviñón se había constituido una estructura paralela y rival con su propio Maestro General. Pero en Italia, en Alemania y en Inglaterra, donde se obedecía al Papa romano, los dominicos iban a convertirse, bajo su dirección, en los principales propagadores de la obra y muy pronto del culto de Catalina. Esto no se hizo en un día, porque Catalina no fue reconocida oficialmente como santa por la Iglesia católica ––reunificada mientras tanto–– hasta 1461. En Siena, en todo caso, la noticia de su fallecimiento no había suscitado ninguna emoción particular: Catalina no era popular allí y las autoridades comunales la tenían ––ya lo hemos visto–– bajo sospecha por sus estrechas relaciones con las grandes familias aristocráticas. Ella lo sabía perfectamente, y en una ocasión ya había escrito a sus conciudadanos: «¡Os amo más de lo que os amáis vosotros mismos!», situación que confirma el poeta Giacomo della Pecora, un joven noble de Montepulciano al que Catalina había convertido, que se lamentaba de que Siena «la dulce ciudad, se haya mostrado tan ajena a ella» («La dolce città, che se’fatta de lei tanto aliena»).1 Hasta 1385 no fue transportada a Siena su cabeza, separada de su cuerpo sepultado en Roma, en el cementerio de Santa Maria Sopra Minerva, para ser depositada en la sacristía de la iglesia de San Domenico in Camporeggi, en presencia de su madre, Monna Lapa, y de su cuñada y confidente Lisa Colombini. Habrá que esperar hasta 1439 para que le sea dedicado un altar en la iglesia de los dominicos y a 1455 para que las autoridades comunales de Siena decidan ofrecerle cada año cinco cirios el día de su fiesta, es decir, en el aniversario de su muerte, el 25 de abril. A pesar del nombre con el que es conocida, y a pesar de lo que escribió a este respecto Eugenio Dupré Theseider, Catalina no es la santa de una ciudad que solo la adoptó tardíamente y donde su culto tuvo que entrar en competencia con el de san Bernardino de Siena, nacido en 1380 ––el año de su muerte–– y canonizado antes que ella, en 1450. A diferencia de santa Margarita de Cortona († 1297), una terciaria franciscana que se convirtió inmediatamente después de su muerte en la santa patrona de la ciudad y cuyo culto siguió siendo local hasta el siglo XVII, Catalina es una santa universal, cuya verdadera patria fue solo la Iglesia y a la que una gran orden religiosa, la de los Frailes Predicadores, rápidamente aseguró la promoción a escala de toda la cristiandad. Venecia, primer foco del culto a Catalina Al principio, sin embargo, Catalina no podía contar más que con un pequeño núcleo de fieles, pero estos no se organizaron para apoyar su causa. Ya en 1382, William Flete, en un memorable sermón, la presentó como una mediadora entre Dios y los hombres y una «virgen santa», colaboradora de Cristo en su obra de salvación.2 Por esos mismos años, su primer confesor, Tommaso della Fonte, encomendó al pintor Andrea Vanni, un antiguo discípulo de Catalina, la primera imagen que representa a Catalina sosteniendo con una mano una azucena, símbolo de la virginidad, y con la otra un libro. Sobre todo a partir de 1385, Raimondo da Capua comenzó a redactar una gran biografía espiritual de Catalina conocida con el nombre de Legenda maior.3 Por la mucha dedicación que le exigía la dirección de la orden dominicana «urbanista», no terminó su redacción hasta 1395, antes de morir en Núremberg en 1399. Raimondo tenía cierta experiencia en el género hagiográfico, dado que había compuesto, entre 1363 y 1366, una Vida de Agnese de Montepulciano († 1317), una abadesa que había emprendido la reforma del monasterio de las dominicas, situado en esa ciudad, con mucha firmeza y exigencia espiritual. Tras la muerte de Catalina, cuando sus importantes funciones le dejaron tiempo, se lanzó con pasión a la redacción de su biografía, que él conocía muy de cerca porque había sido su director espiritual de 1374 a 1377. Durante estos años decisivos había luchado junto a ella por la reforma de la Iglesia y de la orden dominicana, pero, incluso luego, cuando ya no pudo acompañarla, ambos mantuvieron una estrecha relación mediante el intercambio de cartas, de las que solo las de Catalina han llegado hasta nosotros. La Legenda maior, que escribió en latín entre 1385 y 1395, constituye un texto largo y muy elaborado que contribuyó a dar a conocer a Catalina y su espiritualidad en los medios eclesiásticos. Al escribirla, Raimondo da Capua perseguía de hecho dos objetivos; hombre de acción y de gobierno, buscaba ante todo la canonización de Catalina, hacia quien había sentido una viva admiración, con la intención puesta en la difusión de su culto. Pero se proponía igualmente favorecer la gran causa que persiguió hasta el final de sus días: la reforma de la orden dominicana que Catalina de Siena también deseaba de todo corazón. Pero esta reforma avanzaba muy lentamente: cuando Raimondo llegó a Siena en 1388 no consiguió reformar ni el convento local de los dominicos ni las Mantellate relacionadas con ese convento. A partir de entonces, el éxito del culto a la santa sienesa quedará vinculado al de la Observancia dominicana, que conoció sus primeros éxitos en Venecia con la creación, por Jean Dominici, vicario de Raimondo da Capua, del convento femenino del Corpus Domini, inspirado en el ejemplo del convento de Pisa fundado por Tora-Chiara Gambacorta con el apoyo y los consejos de Catalina. A partir de 1394, Raimondo fue secundado por Tommaso Caffarini († 1434), un dominico sienés que había conocido muy bien a Catalina, aunque no pertenecía al «primer círculo» de sus discípulos. Con Giovanni Dominici y otros religiosos de la orden, Caffarini hizo de los dos conventos dominicanos de Venecia, San Zanipolo (Santos Juan y Pablo) y San Domenico (Santo Domingo) de Castello, los centros de la devoción a la santa sienesa. En un primer momento, consagró la parte esencial de su energía a intentar que el papado romano aprobara la regla de la Tercera Orden de los Frailes Predicadores, que reunía a penitentes laicos que vivían solos o en comunidades tomando como modelo el género de vida de Catalina de Siena. Alcanzó sus objetivos en 1405 y se transformó a partir de entonces en propagador del culto y de la imagen de Catalina. Para hacer accesible su ejemplo al mayor número de personas, compuso primero la Legenda minor, versión abreviada de la Legenda maior de Raimondo, y su traducción al italiano, luego el Libellus de supplemento: legende prolixe virginis beate Catherine de Senis, acabado en 1417 o 1418, donde recogía todo un material hagiográfico relativo a la santa. Esta última obra es de gran interés por cuanto se encuentra en ella el eco de muchas tradiciones que Raimondo da Capua no había tomado en consideración en su obra. En San Zanipolo, Tommaso estableció un taller de copistas que transcribían en numerosas copias los escritos de Catalina (el Diálogo y las cartas) y las difundían por toda Italia y el resto de la cristiandad. Es, pues, Venecia y no Siena el punto de partida del proceso que debía conducir a la santificación de la Mantellata. Y no hay que sorprenderse por ello, ya que la ciudad de los dogos era, desde los últimos decenios del siglo XIV, un foco de vida religiosa intensa: Philippe de Mézières, canciller de Chipre y consejero de los reyes de Francia Carlos V y Carlos VI, evoca con emoción, en Le songe du vieil pèlerin («El sueño del viejo peregrino»), esa ciudad en la que había un patriciado laico devoto, que soñaba con instaurar en ella una «sociedad teológica» en la que no habría separación entre la vida de cada día y la aspiración a la santidad. En las órdenes religiosas asistimos por entonces en Venecia a tentativas de reforma, en particular en torno a la abadía de Santa Giustina di Padova para las monjas, a la de San Giorgio in Alga para los canónigos regulares y a la del convento de San Zanipolo para los dominicos. La acción de estos últimos recibió el apoyo del anciano obispo de Castello, Angelo Correr, que llegó a ser Papa en 1406 tomando el nombre de Gregorio XII. Había conocido personalmente a Catalina ––quien le había dirigido una cálida carta en 1378, con ocasión de su acceso al episcopado––, y mantuvo hacia ella una gran devoción, como atestigua el hecho de que siempre llevaba consigo uno de sus dientes engastado en un pequeño relicario.4 Autorizó, además, que se llevara a cabo una investigación previa sobre su santidad y su culto, que tuvo lugar en Venecia en el convento de Castello ––de ahí el nombre de «proceso de Castello» (Processo Castellano)–– entre 1411 y 1416, por iniciativa de Tommaso Caffarini, director e infatigable animador del mismo. Los dominicos habían comprendido muy bien que, en la situación tan complicada en que se encontraba entonces la Iglesia, desgarrada por el Gran Cisma y partida en dos y muy pronto en tres obediencias rivales, las oportunidades de intentar que el papado reconociera la santidad de Catalina eran mínimas. Pero se daban cuenta igualmente de que los testigos que la habían conocido en vida eran cada vez menos y de...