Verne | Kerabán el testarudo | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 384 Seiten

Verne Kerabán el testarudo


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19713-07-0
Verlag: Ecos Travel Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 384 Seiten

ISBN: 978-84-19713-07-0
Verlag: Ecos Travel Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Kerabán, un comerciante turco, debe cruzar el Bósforo para atender sus negocios en la orilla oriental de Constantinopla. Por su conocido carácter terco, el modesto peaje recientemente establecido le parece una afrenta. Se negará a pagarlo y preferirá dar la vuelta al mar Negro antes que ceder a la tasa gubernamental, aunque ello le comporte un gasto monumental. El delta del Danubio, Crimea, el Cáucaso, Kurdistán, el litoral turco... desfilan por la novela mientras Kerabán, acompañado de sus pintorescos amigos, no deja de tener aventuras y percances, en parte por la conspiración de rivales interesados en que no llegue a tiempo a la boda entre su sobrino Ahmet y la inteligente Amasia. Una de las novelas más desconocidas de Julio Verne que discurre por los apasionantes escenarios del límite entre Oriente y Occidente y que recuerda a su inmortal La vuelta al mundo en 80 días, publicada diez años antes. Kerabán el testarudo está repleta de humor, dinamismo, crítica social, trata de blancas, tradiciones étnicas ancestrales... que se mezclan en esta novela con un desenlace inesperado y que recupera los rasgos más clásicos de la obra de Verne.

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CAPÍTULO I


En el cual Van Mitten y su criado Bruno se pasean, miran y hablan sin comprender nada de lo que ven


El día 16 de agosto, a las seis de la tarde, la plaza de Top-Hané, en Constantinopla, tan animada de ordinario por el movimiento y el bullicio de la multitud, se hallaba a la sazón silenciosa, triste y casi desierta. No obstante, todavía presentaba un hermoso aspecto vista desde lo alto de la escalera que desciende hasta el Bósforo. Pero se echaba de menos a los personajes para completar el cuadro, pues tan solo algún que otro extranjero pasaba por allí para subir con rápido paso por las estrechas, tortuosas y sucias callejuelas –obstruidas casi siempre por amarillentos perros– que conducen al arrabal de Pera. Allí se encuentra el barrio reservado a los europeos, cuyas casas, construidas de blanca piedra, se destacan sobre el negro tapiz formado por los cipreses de la colina.

La mencionada plaza resulta siempre pintoresca, aun sin la variedad de toda suerte de trajes de los que por ella pasean, y que animan, por decirlo así, el efecto de su primer término; la mezquita de Mahmud, de esbeltos minaretes; la linda fuente de estilo árabe, falta hoy el techadillo que antes la cubría; tiendas en las que se venden pastas y bebidas de mil clases; escaparates en los que se confunden variadas frutas, sobresaliendo entre ellas las curgas, los melones de Esmirna y las uvas de Escutari, que contrastan con los planos canastillos de mimbre de los vendedores de perfumes y de rosarios; y por fin, los innumerables caiques o barquillas pintarrajeadas, cuyo doble remo bajo las cruzadas manos de los raidjis, más que batirlas, parece que acarician las azuladas aguas del Cuerno de Oro y del Bósforo al irse acercando a la escalera de que ya hemos hecho mención.

¿Dónde se encontraban a dicha hora los acostumbrados paseantes de la plaza de Top-Hané; los persas de elegante gorro de astracán; los griegos luciendo con gracia sus plegadas enagüillas; los circasianos, vestidos casi siempre de uniforme militar; los georgianos, que han permanecido rusos por el traje, aun más allá de sus fronteras; los arnautas, cuya piel, curtida por el sol, aparece bajo el escote de sus bordadas chaquetas, y, por fin los turcos osmanlíes, esos hijos de la antigua Bizancio y del viejo Estambul, dónde se hallaban?

Ciertamente que no se hubiera podido preguntar a dos extranjeros, dos occidentales, quienes, con mirada inquisitorial, alta la cabeza y paso indeciso, se paseaban a aquella hora por la casi solitaria plaza, pues, de seguro, no hubieran sabido contestar.

Es más: en la ciudad propiamente dicha, más allá del puerto, un turista cualquiera habría observado que reinaba el mismo silencio y abandono. Del otro lado del Cuerno de Oro (profunda indentación abierta entre el antiguo Serrallo y el desembarcadero de Top-Hané), en la orilla derecha, que se une con la izquierda por medio de tres puentes de barcas, todo el anfiteatro que formaba la ciudad de Constantinopla parecía dormido. ¿Por ventura nadie velaba entonces en el palacio del Serrallo? ¿No había ya creyentes, ni peregrinos en las mezquitas de Ahmed, de Beyazid, de Santa Sofía ni en la de Suleimán?

¿Dormían la siesta los guardias de las torres de Seraskierat y de Gálata, encargados de vigilar los comienzos de algunos de los muchos incendios tan frecuentes en la ciudad? En realidad, hasta el movimiento del puerto parecía haber cesado un tanto, no obstante la flotilla de vapores austríacos, franceses e ingleses y de los caiques y chalupas que se aglomeraban habitualmente en la proximidad de los puentes y a lo largo de los edificios cuya base bañan las aguas del Cuerno de Oro.

¿Era, en efecto, aquella la Constantinopla tan ensalzada, ese sueño del Oriente realizado por la voluntad de Constantino y de Mehmed II? He aquí lo que se preguntaban los dos extranjeros que discutían por la plaza. Y si no contestaban a dicha pregunta no era ciertamente porque desconociesen la lengua del país, ambos conocían el turco bastante bien. El uno, porque le empleaba hacía ya veinte años en su correspondencia comercial; y el otro, por haber servido con frecuencia de secretario a su amo, a pesar de su calidad de criado.

Los dos eran holandeses, naturales de Róterdam. Jan Van Mitten y su criado Bruno, a quienes su singular destino acababa de arrojar hasta los extremos confines de Europa.

Van Mitten, a quien todo el mundo conoce, es un hombre de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, rubio todavía. Sus ojos son de color azul celeste, la nariz demasiado corta si se atiende al volumen de su cara, en la que, a más de colorados carrillos, luce patillas y perillas de un color amarillento. Su estatura es más que mediana, no obstante la naciente obesidad que en él se observa, y sus pies son, por último, un acabado modelo de solidez, ya que no de elegancia. Tiene, en realidad, todo el aspecto de un buen hombre, y no puede negar el país de donde procede.

En lo que respecta a la parte moral, tal vez Van Mitten pueda parecer un poco blando de temperamento. Pertenece, sin duda alguna, a la categoría de esos hombres de carácter dulce y sociable que huyen siempre de la discusión, que se hallan prestos a ceder en todas ocasiones, nacidos para obedecer y no para mandar hombres. En una palabra, tranquilos, flemáticos, de los que comúnmente se dice que carecen de voluntad, por más que crean tenerla, lo cual, sea dicho de paso, no les hace más malos de lo que realmente puedan serlo. Una vez, tan solo una vez en su vida, Van Mitten, llevado al último extremo, había entablado una discusión cuyas consecuencias habían sido muy graves. Aquel día había perdido los estribos. Pero se serenó rápidamente, volviendo a su carácter pacífico, como el que vuelve a entrar en su casa. Realmente puede que hubiera hecho mejor en ceder, y no hubiese dudado en hacerlo si hubiera sabido lo que el porvenir le reservaba. Pero no conviene anticipar acontecimientos que han de servir de base a esta historia.

—Ya estamos en Constantinopla, señor —dijo Bruno cuando llegaron a la plaza de Top-Hané.

—¡Sí, Bruno, en Constantinopla, o, lo que es lo mismo, a unas mil leguas de Róterdam!

—¿Encontraréis, al fin, que ya nos hallamos bastante lejos de Holanda?

—¡Nada me parecerá nunca bastante lejos! —contestó Van Mitten a media voz, cual si temiese ser oído desde su país.

Van Mitten tenía en Bruno un servidor completamente fiel, y que, en lo físico, se parecía a su amo, hasta lo que el respeto le permitía. La costumbre de vivir juntos desde hacía veinte años, durante los cuales no se habían separado quizás ni un solo día, había hecho que Bruno fuese en la casa algo menos que un amigo y algo más que un criado: servía con método e inteligencia, no vacilaba en dar consejos (los cuales hubieran podido aprovechar a Van Mitten), y aún, algunas veces, se permitía dirigir alguno que otro reproche a su amo, que este aceptaba bondadosamente. Lo que, sobre todo, le ponía fuera de sí, es que este último no supiese resistir a la voluntad de los demás y que tan falto estuviese de carácter.

—Semejante conducta producirá vuestra desgracia al propio tiempo que la mía —le solía decir con frecuencia.

Es preciso añadir que Bruno, que contaba entonces cuarenta años, era sedentario por naturaleza y no podía sufrir andar de un lado a otro, pues a causa de la fatiga se compromete el equilibrio del organismo, se adelgaza, y Bruno, que tenía la costumbre de pasearse todas las semanas, no quería perder nada de su buena planta. Cuando entró al servicio de Van Mitten su peso no llegaba a las cien libras; su delgadez era, por lo tanto, humillante para un holandés. Pero en menos de un año, y gracias al excelente régimen de la casa, había aumentado su peso en treinta libras y podía ya presentarse en cualquier parte. Debía, pues, a su amo, a más del buen aspecto de su cara, las ciento sesenta y siete libras que ahora pesaba, lo que constituía un buen término medio entre sus compatriotas. Por otra parte, era preciso ser modesto, y se reservaba, por lo tanto, para cuando llegase a viejo el alcanzar las doscientas libras.

En resumen, apegado a su casa, a su pueblo natal, a su país (esa tierra conquistada al mar del Norte), Bruno, si graves circunstancias no le hubiesen obligado a ello, jamás se habría resignado a abandonar la habitación del canal de Nieuwe-Haven ni su buena ciudad de Róterdam, que a sus ojos era la primera ciudad de Holanda, así como esta podía ser muy bien el reino más hermoso del mundo. A pesar de ello, Bruno se hallaba en Constantinopla, en la antigua Bizancio, la Estambul de los turcos; la capital, en suma, del Imperio otomano. Después de todo, y para resumir, ¿quién era Van Mitten?

Pues nada menos que un rico comerciante de Róterdam, negociante en tabacos, consignatario de los mejores productos de La Habana, Maryland, Virginia, Barinas, Puerto Rico, y más especialmente de Macedonia, Siria y del Asia Menor.

Hacía ya veinte años que Van Mitten había emprendido considerables negocios de este género con la casa Kerabán, de Constantinopla, la que expedía sus renombrados y garantizados tabacos a las cinco partes del mundo. Del cambio de correspondencia con tan importante casa provenía que el negociante holandés conociese a fondo la lengua turca, o, mejor dicho, el osmanlí, usado en todo el Imperio, y que la hablase como un verdadero súbdito del Bajá o de un ministro el emir El-Mumenin, el Comendador de los creyentes. De ahí proviene también que Bruno, tanto por su simpatía como por estar al corriente de los...



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