Villar Cabeza | Cómo las pantallas devoran a nuestros hijos | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 152 Seiten

Reihe: Salto de Fondo

Villar Cabeza Cómo las pantallas devoran a nuestros hijos


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-254-5075-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 152 Seiten

Reihe: Salto de Fondo

ISBN: 978-84-254-5075-4
Verlag: Herder Editorial
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Estamos viviendo tiempos realmente inquietantes caracterizados por una profunda confusión y desorientación. Y el uso de las pantallas en niños y adolescentes no hace sino agravar el problema. En este libro, Francisco Villar reflexiona sobre el impacto negativo de la digitalización no solo en el neurodesarrollo de nuestros niños y adolescentes, sino también en su desarrollo social, afectivo y relacional. El uso de las pantallas afecta directamente a la salud e interfiere en las actividades que ayudan a un sano crecimiento. Como consecuencia tenemos adolescentes menos empáticos, menos reflexivos, con un menor control de sus impulsos, con poca tolerancia a la frustración, desensibilizados ante la violencia y el sufrimiento del otro, pero también más propensos a ser victimizados y a ejercer violencia contra sí mismos. De ahí que el objetivo de estas páginas sea la protección de nuestros menores, de su desarrollo y de su formación como personas. ¿Cómo podemos frenar esta constante interferencia en el sano crecimiento de nuestros hijos? ¿Cómo impedir que las pantallas sigan devorándolos? ¿Somos los adultos con nuestra inacción parte del problema? ¿Qué se puede hacer desde los diferentes ámbitos sociales para regular el uso de dispositivos digitales? Actualmente, la desconexión es la única forma de estar verdaderamente conectado. Proteger el presente de infantes y adolescentes es la mejor forma de garantizar un futuro mejor para todos.

Francisco Villar es doctor en Psicología y psicólogo clínico especialista en suicidio en la infancia y la adolescencia. Como referente a nivel nacional de esta problemática, es promotor y actual coordinador del Programa de Atención a la Conducta Suicida del Menor en el Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona. Es también profesor de la Universidad Abat Oliba, del máster de Neuropsiquiatría y Psicología del niño y del adolescente de la Universidad Autónoma de Barcelona y autor del libro Morir antes del suicidio: Prevención en la adolescencia.
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EL AGUA DEL ARROYO ESTÁ CONTAMINADA

A modo de clarificación y para sentar las bases del discurso desde sus primeras líneas, he de compartir con el lector mi sensación de desconcierto ante el posicionamiento de algunos expertos, políticos y parte de la prensa en el abordaje de la problemática que tratamos, a saber, el efecto de la digitalización en el desarrollo de los menores. Parecemos sometidos a una suerte de doble vínculo, nos hablan de una situación impactante, con datos espeluznantes, pero lo hacen con una sorprendente calma, incompatible con la gravedad de lo que se está diciendo, una suerte de doble discurso en el que el planteamiento no encaja con la conclusión y mucho menos con las recomendaciones.

¿Cuál es la situación? Hay un arroyo, permítanme la metáfora, del que todos hemos estado bebiendo y, lo que es más grave aún, del que hemos estado dando de beber a nuestros seres queridos, a nuestros hijos. Resulta que el arroyo está contaminado. Lo sabemos los profesionales de la salud. A la luz de las evidencias de nuestra práctica cotidiana y ante la falta de una explicación o de una hipótesis alternativa que justifique el incremento del malestar que observamos, los efectos negativos son una realidad que no podemos negar y que podemos atribuir al agua contaminada del arroyo. Sabemos además que la toxicidad de esa agua afecta en mayor medida a nuestros menores, cuyo sistema renal es más inmaduro, y que la toxicidad en el adulto, aunque presente, puede ser asumida.

Sin embargo, a pesar de conocer estos principios, los profesionales de la salud no podemos confirmar las sospechas de la población de que algo pasa con el agua de ese arroyo, algo que está relacionado con el malestar que los padres observan en sus hijos. Al parecer, existe el temor de que si se dice a la población que lo más probable es que esté en lo cierto puede desencadenar nefastos sentimientos de culpabilidad en los padres, quienes, como desconocían la toxicidad del arroyo, han dado de beber a sus hijos esa agua, y siguen haciéndolo. Más aún, para preservar la paz entre padres e hijos, al parecer es desaconsejable alertar a los adultos de que el arroyo está contaminado, porque a estas alturas, a los niños y adolescentes les gusta mucho beber de él, en parte porque parece tener algún componente adictivo. Después de tanto tiempo haciéndolo, ahora parecería una suerte de crueldad ofrecerles agua de otros arroyos, no vaya a ser que se enfaden. Y es una verdadera lástima, porque sabemos que los efectos son reversibles, que cuanto antes los protejamos, menos contaminantes acumularán y antes empezarán a revertir sus indeseables consecuencias.

LAS GRANDES EMPRESAS LO SABEN


Continuando con la alegoría, se da la situación de que el agua de ese arroyo es embotellada y comercializada por empresas que obtienen así importantes beneficios económicos, parte de los cuales son reinvertidos para hacer más atractivo el embotellado, teñir el agua de colores extravagantes y asociar su consumo con «el éxito» y «la felicidad». Y por supuesto, tales empresas son también las responsables de incorporar el componente adictivo. De tal forma que los niños y los adolescentes, por su atractivo exterior —y por su adicción—, prefieren beber el agua de ese arroyo antes que la de otros, más costosos, aunque más nutritivos y, definitivamente, menos tóxicos. Esto sucede con la triste paradoja de que las propias empresas comercializadoras, a la vez que hacen sus embotellados más atractivos para los menores, advierten taxativamente que no es un agua apta para el consumo de niños y adolescentes, afianzando sus recomendaciones con el propio ejemplo, pues los directivos de dichas empresas prohíben a sus propios hijos beber el agua de ese arroyo y les ofrecen, a estos sí, agua de otros arroyos, más nutritiva y menos contaminante, aunque más costosa.

Estas empresas apelan a la conciencia y responsabilidad de los padres para poner límites a los deseos de sus hijos de beber su atractiva agua contaminada. Pero, nuevamente, con ese malintencionado doble discurso, mientras aconsejan no beber esa agua, hacen todo lo posible para que el mensaje carezca de contundencia y para abonar el terreno para su consumo, mediante la facilidad de acceso y el resto de los incentivos mencionados. Conocemos este procedimiento perfectamente, lo hemos visto en otras industrias. La industria tabacalera, por ejemplo, reconoce que, si no consigue captar a un cliente antes de los 21 años, se acabó, ese ya nunca será un cliente. También sabe que la mejor edad para ganarlos se encuentra alrededor de los 13 años. Una vez captados, la adicción consigue la fidelización de los clientes de por vida. Pedirles a las empresas que limiten sus beneficios en pro del cuidado de nuestros menores puede resultar muy ético, bonito y razonable, hasta que se ponen delante del consejo de administración y tienen que presentar balances, entonces se tensan las costuras y saltan por los aires los principios de la ética y de la moral.

Parte de esa falta de contundencia del mensaje requiere cómplices pasivos, pero imprescindibles. Algunos padres consideran que, si tan mala fuera el agua —siguiendo con la analogía—, las autoridades no permitirían su comercialización para niños y adolescentes. Al fin y al cabo, eso es lo que ocurre con el tabaco y el alcohol. Olvidan así las lecciones de la historia, pues ese no siempre fue el caso. Actualmente existen prohibiciones claras al respecto, así como acciones legislativas valientes, pero ello se debe a un ingente trabajo previo. Las autoridades, que tanta eficacia han demostrado en otros momentos, se hallan en la actualidad, sorprendentemente, en una postura realmente peligrosa, pues parecen ser las últimas en tomar conciencia y en actuar en consecuencia. La falta de una prohibición expresa e inequívoca puede inducir a que parezca que la situación, aun siendo peligrosa, no lo es tanto.

Las prohibiciones no solo marcan una referencia para los padres, ni solo los ayudan a tomar conciencia de lo que es peligroso o conveniente para sus hijos, también contribuyen a que puedan ejercer medidas de protección. Solo hay que recordar la conducción de ciclomotores. Las discusiones respecto a la compra de un ciclomotor irrumpían en las familias a partir del momento en que los niños cumplían 14 años, pues antes de esa edad la discusión no tenía recorrido: «No te puedo comprar una moto, está prohibido». Lo mismo ocurría con la compra de un coche, que no se planteaba sino a partir de los 18 años. Así pues, las prohibiciones no solo sirven de marco referencial para los padres, sino que también los apoyan en el cuidado de sus hijos. Pero, según algunos, si decimos a los padres que el agua está contaminada, estos restringirán a sus hijos su consumo, lo que generará conflictos entre padres e hijos: sorprendente y paradójica deducción, pues ¿qué mejor discusión puede tener un padre con un hijo que aquella relacionada con protegerlo?

CÓMPLICES NECESARIOS


Las autoridades parecen optar por delegar en las industrias el cuidado de los ciudadanos. Retomando al ejemplo anterior, en el caso de la industria del automóvil, esta se ha implicado en el cuidado de sus consumidores con todo tipo de medidas de mejora. Lamentablemente, en el caso de las Big Tech (Amazon, Apple, Facebook, Google, Microsoft, Netflix...) las empresas hacen ver que colaboran, pero ponen unas restricciones o protecciones ostensiblemente insuficientes. Pareciera que estuviesen preparando ya la estrategia para la defensa legal ante la ola de denuncias que, sin duda, acabarán teniendo que asumir.

Lamentablemente, aprendieron de la industria tabacalera que las eventuales sentencias, para las que ya se preparan, supondrán una mínima parte de sus sustanciosos beneficios y, por tanto, serán perfectamente asumibles.

Pero la posición y la inacción de las autoridades pueden ser parcialmente comprensibles. Además de las históricas dificultades en su capacidad de reacción, las autoridades acaso teman que las empresas embotelladoras —volviendo a nuestra metáfora— se trasladen a otro país, con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo. Son muchas las aristas y las condiciones que hay que tener en cuenta. Se diría que las autoridades albergan un intenso deseo, aunque infundado a la luz de las evidencias, de que en realidad el agua no esté contaminada. Sería tan fácil para todos si eso en verdad fuera así. La posición de los políticos no preocupa en exceso, porque en cuanto los ciudadanos levanten la voz, muchos abrazarán la causa. Solo hay que educarlos. Al final, en el fondo todos desean hacer las cosas bien.

Más difícil es entender las respuestas de algunos de los expertos, aquellos que ofrecen la coartada a los políticos y les permiten mantenerse en la inacción. No es casualidad que estos sean los asesores escogidos por los políticos, pues los ayudan a seguir sin hacer nada, bajo el mantra de «no generar alarma social». Pues bien, a los profesionales de la salud se nos pregunta una y otra vez si el agua está contaminada, y las respuestas son siempre afirmativas: todas las evidencias sugieren o nos orientan a pensar que efectivamente lo está. Ahí acaba la condición de experto de una problemática. Sin embargo, se nos continúa preguntando qué deberíamos hacer al respecto y la respuesta por parte de algunos profesionales, de forma más sorprendente, suele ser del tipo: «El agua está contaminada, pero no podemos prohibir que la gente la beba, no va a funcionar, no se puede prohibir». De pronto también son expertos en campañas de salud pública. Proponen en su lugar: «Debemos...



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