E-Book, Spanisch, 256 Seiten
Webster Desorganización y sexo
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-19407-38-2
Verlag: Ned Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 256 Seiten
ISBN: 978-84-19407-38-2
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Jamieson Webster ejerce como psicoanalista en Nueva York. Es la autora de The Life and Death of Psychoanalysis (Karnac, 2011), Conversion Disorder (Columbia University Press, 2018) y On Breathing: Care in a Time of Catastrophe (Catapult, 2025). También coescribió, junto con Simon Critchley, Stay, Illusion! The Hamlet Doctrine (Pantheon, 2013). Escribe regularmente en Apology, Artforum, Spike Art Magazine y en la New York Review of Books.
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Prefacio
Cuando pienso en el sexo tal como lo concibe el psicoanálisis, oigo los versos «agua, agua, por todas partes / para beber ni una gota» de la Balada del viejo marinero de Coleridge.2 Es verdad que se trata de una manera particularmente histérica de analizar un problema repleto de oralidad voraz, un énfasis en la insatisfacción y una densidad metafórica que roza la confusión, pero ¿por qué no empezar con una confesión sobre mis propios asuntos orales? Es impulsiva y no conoce límites: simplemente me encantan los placeres de la boca. Os digo que ahí afuera hay un desierto sexual, en cuanto a la realidad de los fluidos sexuales y el deseo de un intercambio. Estoy expresando mis preocupaciones sobre una cierta anorexia o deshidratación sexual contemporánea. El sexo se siente a veces como una maldición y no como una cura, aunque para el viejo marinero la cura era aprender a amar al albatros, a no tenerle miedo. Con este objetivo, pretendo hablar de la importancia y la rareza del sexo en su sentido psicoanalítico; de la búsqueda extrema a la que uno debe someterse para encontrar lo que pueda mitigar la sed. El sexo tiene el poder de traer consigo algo revelador, una satisfacción a la que llamamos sexual y que cambia alguna cosa en la realidad. De la manera más sincera y abierta, quiero que todos nos embarquemos en esta aventura.
Para el psicoanálisis, el sexo y la civilización están en una profunda relación dialéctica: la sexualidad humana no es natural, lo que significa que va más allá del programa que puede definir la vida. El sexo necesita la vida para crear formas que puedan lidiar con su naturaleza anárquica e insaciable. El sexo nos presiona contra las formas con las que intentamos organizar su exceso. El sexo desorganiza. ¿Qué podría contenerlo? Sean cuales sean nuestras soluciones o satisfacciones, desde expresiones artísticas hasta invenciones científicas, la multitud de instituciones centradas en el cuerpo, la educación, el consumismo y la familia son siempre solo soluciones parciales —para un momento determinado, para un individuo singular, para un espacio social específico—. Si empezamos a temer que no podemos ofrecer una contención adecuada, podemos intentar encarcelar el deseo y, de modo más violento, matarlo, desecar su entorno, incluso en perjuicio nuestro. Este deseo y sus obstáculos, la civilización y sus malestares, definen lo que el psicoanálisis entiende al pensar la vida humana como vida sexual.
Me recuerda el momento de romper aguas —recientemente, he tenido una hija— y el pánico que esto provocó en el personal médico, que necesitaba que la rotura de aguas se alineara perfectamente con estar de parto, cuando a menudo no es así. Por eso, fuerzan la situación y es desagradable: una serie de intervenciones dolorosas que te hacen cuestionar quién las inventó y si de verdad tenían en mente un cuerpo y unos órganos sexuales reales. En mi experiencia como psicoanalista, las prácticas más extrañas y crueles surgen de lugares donde la atención médica al cuerpo y la cuestión del sexo están entrelazadas. Se siente como si la sexualidad de los cuerpos llevara a los profesionales médicos hacia algo que no entienden, quizás que no quieren entender, y que necesitan sentir como separado del trabajo que hacen.
En su versión más cliché, el sexo en el psicoanálisis suele mostrarse como un deseo de retornar al útero, un nacimiento invertido como retorno al agua, al entorno seguro de la matria [motherland].3 Pero el mensaje psicoanalítico enfatiza los obstáculos a esta fantasía. Los humanos no podemos retornar al útero porque hace millones de años que gateamos desde los mares hasta la tierra. Nuestro tiempo en los fluidos amnióticos ni siquiera es un recuerdo, incluso siendo una realidad, incluso cuando es nuestro punto de origen, ahora solo existente bajo la forma de un deseo forzado a buscar algo sin saber qué es. La edad de hielo para Freud, cuando los mares se secaron o congelaron, es el momento mítico del nacimiento de la sexualidad neurótica. La sexualidad humana se ha encallado en la tierra. El proyecto es la búsqueda de una sexualidad más fluida. Esta es la cuestión del sexo en el psicoanálisis, tal y como la entiendo yo.
Mi anterior libro tenía la palabra desorden en el título. Esta se volvió una palabra importante para mí, una manera de resistir el afán psiquiátrico por multiplicar una serie de supuestos desórdenes, especialmente los desórdenes de la personalidad. En el libro tomé posición en favor del desorden; no sé qué es una personalidad. En esta colección de artículos recién editada, la «desorganización» se refiere a una ilusión sobre la organización. A veces me gusta pensar que esta ilusión empieza a evaporarse. Durante mi entrenamiento clínico, desorganizado era una palabra que utilizábamos de manera psiquiátrica para etiquetar a alguien con lo que percibíamos como pensamientos desperdigados, fragmentados, astillados, que no podían articularse y hacerse coherentes. Pero ¿quién podría ser el juez de lo que se consideraba como coherente? ¿De verdad pensábamos que existía una persona tan ideal? Si bien mi anterior libro vincula el cuerpo al desorden, este vincula el sexo con la desorganización. Nos encontramos constantemente con la demanda cotidiana de poner nuestros cuerpos y nuestras ideas en un orden determinado, de racionalizar nuestra vida sexual, de reproducir la imagen de «sentar cabeza». El psicoanálisis nos dice, sin rodeos, que nada podría ser más imposible, que nada es más contraproducente para la sexualidad propia de los seres humanos; una sexualidad que, como señala Freud, va más allá del instinto, más allá del placer, y es así radicalmente abierta. Abierta, pero para cargar con el peso de la historia.
En un libro sobre el sexo, he decidido cambiar a una palabra que contiene «órgano», sobre todo en relación con su deshacer.4 Lacan decía que, tras el coito, nuestros órganos son apartados a un lado: nos privan de ellos, nos desacoplan, mientras la intensidad escapa de nuestro cuerpo. Quizás sea esta la razón del orgasmo: rebajarnos (nuestros anhelos y expectativas) un poco, dejándonos sin nada más que con recuerdos desperdigados y trazas de excitación y ternura, aferrándonos a estos placeres posteriores. Estas piezas de la vida sexual son lo que tenemos, una mínima organización, una especie de amalgama desorganizada y preciosa. Recientemente me he topado con el libro Hatred of Sex (University of Nebraska Press, 2022) de Oliver Davis y Tim Dean, que empieza con esta polémica provocación: «Como la democracia, el sexo es desordenado y desorganizante, odiable y deseable».5 La cuestión es cómo celebrar el desorden y la fuerza desorganizadora del deseo (y de la democracia), y las maneras en que la resistencia e incluso el odio hacia ello son utilizados para los fines de un poder antidemocrático. Esta es la crisis contemporánea que los autores ven en las autocracias emergentes y, no menos, en la producción de múltiples conspiraciones, como QAnon. Estos son órganos de organización. Aquí, Davis y Dean contextualizan el término odio: «El sexo nos indica [...] la compleja relación que todos los humanos tienen con la capacidad de sus cuerpos para el placer intenso, e incluso excesivo. Es la subestimada dificultad de esta relación con los propios placeres de uno lo que nos impulsa a hablar en términos de un distintivo odio al sexo».6
Una pregunta sobre la cura psicoanalítica que concierne al psicoanálisis con respecto a su saber, así como a sus institutos y a la transmisión del conocimiento clínico: ¿qué posible organización puede dejar lugar a la desorganización, al desconcierto, a la dificultad? La historia de los institutos psicoanalíticos y de la enseñanza psicoanalítica no sale bien parada en este terreno; hay una calcificación de la sexualidad entre sus formas institucionales y las regulaciones burocráticas. Freud tuvo la audacia de imaginar una civilización que pudiese tolerar la auténtica multiplicidad de la sexualidad, la singularidad de los modos individuales de placer y displacer, de los que el psicoanalista tiene algún que otro atisbo en el trabajo clínico. El psicoanalista es quien se hace cargo de la desorganización e intenta, a cualquier precio, hacer algo con ella que no sea provocar su desaparición. Hacemos esto sin garantía y asumiendo un gran riesgo. Lo llevamos a cabo teniendo que probar todo antes en nosotros y sabiendo que no podremos llevar a nuestros pacientes mucho más lejos de donde vacilemos, de donde retrocedamos. ¿Acaso no puede imaginarse una forma de democracia que asuma este comportamiento, el mismo peso de este tipo de responsabilidad? Agua, en todos lados.
Esta misma tarde, mi hija y yo estábamos jugando a chuparnos la cara por turnos: mi barbilla, su boca, mi mejilla, su cuello. El placer era eufórico, no solo por el placer de chupar, el placer de los labios y la lengua, sino también por el juego, por el intercambio de miradas furtivas, la aparición y el desarrollo de ritmos, el juego de elecciones alrededor del dónde, el cuándo, con qué fuerza, y siempre la cuestión del cuándo parar. Era tarde. Ella pronto se cansó. Cuando los infantes tienen sueño, se vuelven más desordenados; como cabos sueltos, los bordes de su cuerpo se deshilachan y no saben qué hacer con ellos mismos. En ocasiones, sus rodillas ceden bajo su propio peso. Muchas veces, mi hija hace...