Weiler | ¿Una Europa todavía cristiana? | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 165, 310 Seiten

Reihe: Nuevo Ensayo

Weiler ¿Una Europa todavía cristiana?

Y otros ensayos sobre Estado e Iglesia
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-1339-554-8
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Y otros ensayos sobre Estado e Iglesia

E-Book, Spanisch, Band 165, 310 Seiten

Reihe: Nuevo Ensayo

ISBN: 978-84-1339-554-8
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Europa sigue mirándose en el espejo sin reconocer su propio rostro. En ¿Una Europa todavía cristiana? reunimos el influyente ensayo Una Europa cristiana junto con nuevas reflexiones de J.H.H. Weiler sobre la relación entre Iglesia y Estado en el contexto europeo actual. Traducido a múltiples idiomas, Una Europa cristiana fue una obra clave en el debate suscitado por la propuesta de una Constitución Europea, y su relevancia no ha hecho sino aumentar con el paso del tiempo. En este nuevo libro, Weiler, profesor en NYU y Harvard y galardonado con el Premio Ratzinger en 2022, profundiza en cuestiones como la pretendida neutralidad de la laicidad, el papel del cristianismo en la identidad europea y las consecuencias de su desconocimiento. Weiler va más allá de la simplista idea de una Europa «cristofóbica», su análisis es fino e inquietante: ya no se trata tanto de un rechazo consciente a la fe, de una indiferencia nacida de la ignorancia, sino de olvido. Para muchos europeos, la Iglesia ya no es más que un decorado para bodas elegantes, y la religión, una pieza de museo. Pero, ¿qué implica esta amnesia para el futuro de Europa? ¿Una Europa todavía cristiana? invita al lector a replantearse el significado de la tradición cristiana en la configuración del presente y el futuro de Europa.

J.H.H. Weiler (Sudáfrica, 1951), constitucionalista, judío practicante, ocupa la Cátedra Jean Monnet de la Unión Europea en la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York y es Senior Fellow del Centro Minda de Gunzburg de Estudios Europeos de Harvard. Fue presidente del Instituto Universitario Europeo de Florencia desde 2013 hasta 2016. Es diplomado por la Academia de Derecho Internacional de La Haya y miembro de la Academia Americana de las Artes y las Ciencias. Recibió del papa Francisco el Premio Ratzinger en 2022. Está considerado uno de los más importantes estudiosos de la convergencia europea.
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Introducción a la nueva edición. Cristianismo en una Europa postconstantiniana

La Europa posterior a Constantino

Cuando Ediciones Encuentro me propuso la reedición de Una Europa cristiana, que apareció originalmente hace más de veinte años, sentí la misma reticencia que se siente al contemplar la relectura de una carta de amor escrita en la juventud. ¡Vergüenza! Pero al obligarme a releer mi texto sentí que todo había cambiado y que, sin embargo, nada había cambiado.

Que todo ha cambiado es fácil de ilustrar. La Unión Europea es una bestia muy diferente de lo que era entonces y el discurso de la Iglesia y el Estado no es el mismo. ¿Quién recuerda el acalorado debate sobre si incluir o no una referencia a las raíces cristianas de Europa en el proyecto de Constitución Europea? ¿Quién se acuerda siquiera del proyecto de Constitución Europea? La política europea también ha cambiado radicalmente. El euroescepticismo, que era un fenómeno marginal limitado a los márgenes lunáticos de la izquierda y la derecha, es ahora la corriente política dominante. Pensemos en Marine Le Pen en Francia, Wilder en los Países Bajos, Melloni en Italia, por no hablar de Orbán y otros compañeros de viaje. Pero obsérvese también que en las divisiones políticas y sociales que han surgido en los últimos veinte años, lo religioso es una de las cuestiones que marcan la polarización actual.

La geopolítica europea también ha cambiado: pensemos en el Brexit, pensemos en los Estados Unidos de Trump, pensemos en Gaza, pensemos en Xi Jinping, pensemos en Putin y Ucrania. No hace falta añadir nada más. Y la lista sigue y sigue.

Pero ¿qué pasa con Europa y el cristianismo? Aquí es donde las cosas parecen seguir igual, salvo que, como se dice de los viejos, siguen igual, solo que más aún. En la versión original de Una Europa cristiana hablé enérgicamente de la cristofobia. Hoy diagnosticaría el problema de otra manera. No se trata tanto de una fobia como de una incomprensión total de lo que significa realmente la religión en general y la experiencia cristiana para la menguante comunidad de fieles. Hay que conocer algo para odiarlo o para temerlo. Pero, a diferencia de la primera o segunda generación posterior a la Segunda Guerra Mundial, que rechazaron activamente la fe y la Iglesia con la que crecieron, la actual generación de jóvenes y sus padres han crecido en hogares laicos para los que la palabra Iglesia significa simplemente un lugar elegante en el que casarse. Los escándalos de pederastia —que antes creíamos circunscritos a América, pero que ahora sabemos que no son menos europeos— no han ayudado. Así que no se trata tanto de fobia —aunque sigue existiendo, sobre todo en España— como de ignorancia e indiferencia.

No tengo claro qué es peor, si la fobia o la ignorancia y la incomprensión. En la Europa postconstantiniana no se arroja a los cristianos a los leones. Esto es así no simplemente porque hayamos progresado respecto a esa forma de brutalidad. Es que nadie parece preocuparse por ellos. ¿Los cristianos? En el mejor de los casos, una molestia que hay que espantar como a una mosca molesta.

Entonces, con esta trayectoria, ¿el futuro del cristianismo europeo, tanto a corto como a largo plazo, es el de menguar hasta convertirse en una religión minoritaria y en un recuerdo cada vez más irrelevante? Pensemos en la visita de unos escolares a algunos de los grandes museos europeos: el Prado, los Uffizi, el Louvre. ¿Saben lo que están viendo cuando se enfrentan, por ejemplo, a las grandes pinturas renacentistas tan ricas en imágenes cristianas de los Evangelios? En esta reedición del libro, reproducimos intacto el texto original de Una Europa cristiana, tal como fue escrito y publicado hace veinte años. El análisis sigue siendo pertinente hoy en día, y en algunos aspectos incluso más.

Pero en esta Introducción quiero afrontar de un modo que en su momento me pareció demasiado audaz e incluso descabellado una cuestión que puede resumirse sencillamente: ¿Puede existir una Europa no cristiana? Y, más concretamente, ¿cómo deben adaptarse los fieles que quedan a vivir en sociedades mayoritariamente laicas y secularistas? Una Europa no cristiana, ¿es posible?

Si nos fijamos en el impacto cultural —en sentido amplio— del cristianismo en Europa, es inimaginable una Europa no cristiana. Ya sea en la literatura, el arte, la arquitectura, la música y no hace mucho también en la cultura política, la presencia del cristianismo es indeleble y lo será mientras Europa siga existiendo. Como subrayó Rémi Brague en su magistral Europa, la vía romana, de la que también se hizo eco el papa Benedicto XVI en sus Conferencias de Ratisbona, la peculiaridad de la cultura europea es la síntesis armoniosa entre Jerusalén y Atenas, que crea un activo civilizacional único. Es difícil rebatir esta afirmación. Así pues, ¿por qué no zanjar aquí el debate? Una Europa no cristiana no es posible.

Si las cosas fueran tan sencillas… Aquí puede ser oportuno recordar uno de los temas tratados en el libro original. En la última década del siglo XX, se reunió una gran Convención política con la tarea de redactar una Constitución para Europa. La Convención Constitucional reunió a las personalidades más brillantes y poderosas de los Estados Miembros. Según su propia retórica, la Constitución fue «... preparada en nombre de los ciudadanos y los Estados de Europa». Fue una ocasión solemne denominada por uno de sus principales autores, Valery Giscard D’Estaing, como «el Momento Filadelfia de Europa».

Su Preámbulo abordaba específicamente las fuentes de lo que se proclamaba con orgullo como una civilización que hacía de Europa «... un espacio especial de esperanza humana».

Merece la pena analizar detenidamente este Preámbulo: Nuestra Constitución... se llama democracia porque el poder no está en manos de una minoría, sino de la mayoría. Tucídides II, 37. Conscientes de que Europa es un continente que ha engendrado la civilización; de que sus habitantes, llegados en oleadas sucesivas desde los tiempos más remotos, han desarrollado gradualmente los valores subyacentes al humanismo: la igualdad de las personas, la libertad, el respeto a la razón, Inspirándose en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, cuyos valores, aún presentes en su patrimonio, han arraigado en la vida de la sociedad el papel central de la persona humana y sus derechos inviolables e inalienables, así como el respeto de la ley, Convencidos de que la Europa reunificada desea proseguir por la vía de la civilización, del progreso y de la prosperidad, en bien de todos sus habitantes, incluidos los más débiles y los más desfavorecidos; de que desea seguir siendo un continente abierto a la cultura, al saber y al progreso social; de que desea profundizar en el carácter democrático y transparente de su vida pública, y luchar por la paz, la justicia y la solidaridad en el mundo, Convencidos de que, sin dejar de estar orgullosos de sus propias identidades nacionales y de su historia, los pueblos de Europa están decididos a superar sus antiguas divisiones y, cada vez más estrechamente unidos, a forjar un destino común, Convencidos de que, así «unida en su diversidad», Europa les ofrece la mejor oportunidad de proseguir, respetando los derechos de cada uno y conscientes de sus responsabilidades para con las generaciones futuras y la Tierra, la gran empresa que hace de ella un espacio privilegiado de esperanza humana, Agradecidos a los miembros de la Convención Europea por haber elaborado esta Constitución en nombre de los ciudadanos y de los Estados de Europa.

Incluso un lector superficial del texto notará, en el mismo lema, la referencia explícita a las raíces atenienses de la civilización europea y las referencias implícitas en todo el texto a la herencia de la Ilustración. Los lectores más atentos observarán la forma en que la herencia humanista de Europa se contrapone y diferencia, lamentablemente, de su herencia religiosa. Es como si su herencia religiosa, ya sea el Evangelio o los grandes profetas de la Biblia hebrea, no tuviera nada que ver con lo que se denomina tradición humanista. Sea como fuere, en un silencio estrepitoso, el cristianismo no se menciona en ninguna parte del texto.

Los llamamientos de varios delegados a la Convención para insertar, junto a Atenas y no en su lugar, una referencia a las raíces cristianas de la civilización europea, fueron rechazados. La síntesis de Atenas y Jerusalén mencionada anteriormente como no discutible, no sólo fue impugnada sino rechazada en el Preámbulo.

Los franceses, envidiablemente leales a su fe cívica, a su laicidad, y descaradamente desafiantes a la proclamada enunciación preambular de una Europa «unida en su diversidad», dejaron claro que cualquier referencia explícita al cristianismo sería políticamente inaceptable para ellos. Y, sin embargo, ningún otro Estado miembro, incluidos los que tienen Iglesias oficializadas, insistió en que no hacer una referencia explícita al cristianismo sería, a su vez, políticamente inaceptable para ellos.

Si hubiera habido uno solo de esos Estados miembros santos, por ejemplo la pequeña Malta católica, se habría llegado a un compromiso, probablemente algo parecido a la admirable fórmula del preámbulo de la Constitución postcomunista de Polonia: Nosotros, la Nación Polaca, todos los ciudadanos de la República, tanto los que creen en Dios como fuente de la verdad, la justicia, el bien y la belleza, como los que no comparten esa fe pero respetan esos valores...



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