Whitmer | Evasión | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 511, 348 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Whitmer Evasión


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19553-83-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 511, 348 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-19553-83-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



American noir en estado puro1968. En la víspera de Año Nuevo, doce presos escapan de la prisión de Old Lonesome, emplazada en las proximidades de un pequeño pueblo de Colorado, al pie de las Montañas Rocosas. El suceso conmociona profundamente a todos los habitantes y una auténtica maquinaria de guerra se pone en marcha para traer de vuelta a los convictos, vivos o muertos. Pisándoles los talones van los guardias de la penitenciaría, un rastreador sin parangón, periodistas locales ansiosos por conseguir una buena historia y una traficante de marihuana resuelta a encontrar a su primo antes que la policía. En un momento dado, los fugados se separan y siguen diferentes caminos en mitad de la noche bajo una arrolladora ventisca. Nada comparado con la incontenible y despiadada espiral de violencia que se desatará a su paso... Con esta contundente y descarnada novela, American noir en estado puro, Benjamin Whitmer se revela sin ninguna duda como una de las voces más poderosas del género. «La quintaesencia del género negro en la mejor tradición de la literatura norteamericana. La América de Benjamin Whitmer se sostiene sobre dos pilares -la violencia y la droga- y sus libros confirman en cada línea la definición que Manchette hizo del noir: esas novelas en las que 'el mal domina históricamente'».Pierre Lemaitre Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

Benjamin Whitmer (1972) se crio en el sur de Ohio y el norte de Nueva York. Autor de cinco libros traducidos a varios idiomas, publicó artículos y relatos en varias revistas y antologías antes de que en 2010 apareciera su primera novela, que atrajo inmediatamente la atención de los aficionados al género y de la crítica especializada.
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1
El preso

Alguien se ha cagado encima. Mopar Horn no sabe si ha sido un carcelero o un preso, pero el salón de la casa apesta tanto a mierda que se le saltan las lágrimas. Mopar se las enjuga. Está en cuclillas, apretado contra un piano de pared y agarrado a una pata cabriolé mientras el mundo trata de desaparecer bajo sus pies.

—Cálmate de una puta vez y lo aflojamos —dice Mitch Howard desde la puerta. Sigue con la gorra de uniforme que se puso para que los guardias de las torres no vieran que es negro. Le queda pequeña y le baila sobre la coronilla cuando habla.

—¿Qué? —responde Mopar—. ¿Qué coño has dicho?

Con la carrera, a Howard se le han torcido las gafas de montura metálica. Se las coloca sobre la nariz con un dedo índice tan gordo como el brazo de un bebé. Se pasa el día levantando pesas.

—Se lo digo a esos.

Esos son los tres carceleros que hay arrodillados sobre la alfombra roja del salón. Tienen las manos esposadas a la espalda y la cara a punto de reventar como un tomate maduro. Dos han llegado a la conclusión de que lo mejor es no moverse y poner toda su atención en respirar, pero el rubio se ha llevado las esposas hasta el tacón de las botas con punta de acero y forcejea. El aire le sale en gañidos desgarrados a través del hilo de cobre que lo estrangula y la espalda se le hincha bajo la camisa, por las muñecas chorrea sangre que desaparece en la alfombra.

Sangre roja, canapé rojo, butacas rojas, cortinas rojas, una lámpara de mesa con la tulipa roja. Hasta las lucecillas del árbol de Navidad son rojas. Mopar se seca la frente con la manga de la camisa de uniforme y parpadea para aclararse la vista, pero no se va el puto rojo. También se oye algo. Un sonido rojo. Un gorgoteo o un latido, como si bombeara sangre. ¿De dónde coño sale? Mopar se agarra el nudo de la corbata, tira hacia abajo, luego hacia arriba y se la saca por la cabeza. La lanza contra la pared.

—¿Dónde se han metido todos? —dice—. ¿Dónde están?

Nadie responde. La anciana está hecha un ovillo en el canapé, el pelo desteñido lo lleva recogido en la nuca, igual que si le hubieran incrustado un pedazo de madera en el cráneo con un clavo de carpintero. Los otros dos presos, Wesley Warrington y Bad News Dixon, están despatarrados en unas sillas. No había uniformes para todos, así que siguen con los tejanos y las chaquetas azules de prisioneros.

Y allí no hay nadie más. En cambio, por el portón norte escaparon doce cuando menos. Mopar lo recuerda.

—¿Dónde están los demás cabrones?

—Se han largado por su cuenta —dice Howard—. Solo quedamos tú y yo, Warrington y Bad News. Ese era el plan.

—No lo recuerdo. ¿Qué plan ni qué niño muerto?

—El plan es mío —dice Howard—. No te estrujes la mollera, que bastante tienes ya.

—Hay que joderse. —A Mopar se le abotagan los sesos y tiene que respirar por la boca. Su cráneo es una olla a presión que amenaza con explotar—. ¿Ya han dado la alarma? No oigo la sirena.

—Tú tranquilo, campeón —dice Howard—. Céntrate en la respiración.

Al oírlo, Mopar tiene la tentación de vaciarle la escopeta que fabricaron en la cárcel. Si me tratas como a un tarado, pintaré las paredes de rojo. Más rojo. Sigue con ese sonido en el oído, el gorgoteo. Es como si la sangre bombeara en las paredes que tiene alrededor. Tú respira.

Al otro lado de la ventana, las montañas despuntan grises y cubiertas de maleza entre la nieve, y el sol es como un farolillo que se escondiera entre las cumbres. Mopar lo mira. Trata de calmarse. Respira, bodoque. Es la primera puesta de sol que ves en diez años. Tú respira.



El carcelero rubio sigue forcejeando con las esposas. Tiene el pelo como la pelusilla de un recién nacido y le asoma por debajo el rosa del cuero cabelludo. De pronto parece que los ojos se le van a salir de las órbitas y el izquierdo se llena de sangre, le han estallado los capilares. Cae de bruces y empieza a retorcerse como un ciempiés sobre un fogón.

—Suéltales un poco el cuello —le dice Howard a Mopar—. Afloja a esos paletos antes de que la palme alguno.

Le habla como si fuera un mocoso. Aunque hubiera podido, Mopar no habría movido ni un dedo. Que se jodan los carceleros.

—Ya voy yo.

Bad News se levanta de la silla. Prepararon los garrotes en el taller de la prisión, con alambre de cobre y un palo para darle vueltas. Bad News levanta al carcelero rubio por el palo que tiene en la nuca; el cable se le hunde en la carne del cuello y corre sangre. Se le está amoratando la cara y entre los labios asoma la lengua hinchada. Bad News lo levanta y lo pone otra vez de rodillas, pero no suelta el palo.

—Vamos, hazlo —le dice Howard—. No vamos a matar todavía a esos palurdos.

—No se perdería gran cosa —dice Bad News. Es joven y ansioso, y tiene cara de estar al borde del retraso. Esos ojos saltones son todo pupilas. Dice que se jodió la cabeza con el LSD. Dice que, si consumes bastante LSD, te dan el carné de loco. Dice que tomó seis veces más de lo necesario y que, si no te lo crees, te lo podría decir esa perra de Boulder. Lo malo es que ya no se le puede preguntar nada.

El carcelero rubio se agarra al cable que lleva liado al cuello. Bad News sigue sin soltar el palo.

—¿A qué esperas? —le dice Howard a Bad News.

Bad News gira el mango y afloja el cable. El carcelero se revuelve, tratando de coger aire. Vomita en la alfombra. Bad News va a soltar a los otros dos y los dos se estremecen como hojas cuando lo ven agarrar el mango.

—Te arrepentirás de no haber matado a estos cerdos —dice.

—No me arrepentiré de nada —responde Howard—. Ve a buscar algo de comida.

—Acompáñame, Warrington —dice Bad News. Pasan junto a Howard y salen del salón.

Howard mira a la anciana del canapé.

—¿Cómo te llamas?

La mujer tiene la mirada perdida en el vacío. Es como si el asunto no fuera con ella. Al oírlo, dirige sus ojos grises hacia Howard.

—Pearl —responde.

—¿Estás casada, Pearl?

Saca un pitillo liado a mano del bolsillo del delantal y lo enciende. Apaga la cerilla y la tira a la alfombra, como si no fuera suya.

Howard la pisa con la bota de prisión.

—Será mejor que me respondas.

—Si tuviera marido, lo habría dicho.

—No vayas de lista, zorra. ¿Tienes hijos?

Lanza el humo hacia los paneles de chapa del techo.

—Entonces, ¿no tienes nada de ropa que podamos usar?

Lo mira como si un perro se hubiera cagado en mitad de la alfombra.

—Al bajito quizá le valga la mía.

—Vaya, nos ha tocado una listilla —dice Howard—. Si estás sola, ¿por qué hay tres coches aparcados en la puerta?

—Yo no he dicho que esté sola.

Howard se rasca un punto exacto entre las cejas.

—De acuerdo —le dice—. Empecemos de nuevo. ¿Quién más vive aquí?

—Tengo huéspedes —responde—. Dos tienen coche.

—¿Y dónde coño están ahora?

Bad News vuelve al salón y Warrington lo sigue como su sombra. Bad News lleva un maletín en la mano. Se lo da a Howard con una sonrisilla.

Howard abre el bolso de cuero. Y lo cierra.

—Así que huéspedes, ¿eh?

Pearl no mueve la mirada. Ni una pizca.

—Imagino que lo de los huéspedes de Pearl no os pilla por sorpresa. —Howard habla con los carceleros. Vuelve a abrir el maletín—: Te llegan visitas de todas partes, ¿verdad, Pearl?

—Perdí a mi esposo en el cuarenta y nueve. —Lo dice como si una fiera le habitara justo detrás de la cara y tuviera que emplear toda su voluntad en contenerla—. Cuando la fuga. Lo mató uno de los vuestros.

—Yo no estaba en prisión en el cuarenta y nueve —responde Howard—. Tenía diez años.

—Con solo pisar la calle, veo esos muros —dice la mujer—. No necesito nada más para recordar por qué lo hago.

—Apuesto a que hay un montón de dinero por aquí que también te lo recuerda —le dice Howard—. Una montaña de pasta.

—Las mujeres que vienen a mi casa no quieren saber nada de críos —dice Pearl—. Las mujeres que vienen a mi casa habrían preferido no saber nada de las mujeres que las parieron. Si crees que algo así no pasa de una generación a otra, solo tienes que echar un vistazo alrededor cuando vuelvan a meterte en Old Lonesome.

—Eres una vieja amargada. Lo que te pasa es que estás resentida con el mundo.

—No. Lo que me pasa sois vosotros. Todos vosotros.

Y no solo se refiere a los que están en ese salón. Habla también de todos los que están fuera.

—Amargada y reseca. Odias el mundo porque nunca te ha mojado las bragas. —Howard abre el maletín y saca una cosa larga, metálica y repugnante—. ¿Qué tal si me dices dónde escondes ese montón de pasta? Estaría bien porque, si no, te meteremos esto y empezaremos a darle vueltas para ver si aún tienes algo por ahí dentro.

Rezuma desprecio por los poros, pero basta verle la cara para saber que Howard se equivoca. No está amargada. Sencillamente, la vida y todas las que acudieron a esa casa con el corazón roto en busca de algo que terminara con su desconsuelo han hecho añicos el suyo. Mopar se pregunta si alguna vez lo tuvo entero.

—Debajo de la cama hay un listón suelto —responde—. Allí está.

Howard hace un gesto a Bad News y a...



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