E-Book, Spanisch, 224 Seiten
Osborne Maldita suerte
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-126166-1-3
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 224 Seiten
ISBN: 978-84-126166-1-3
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Nació en Inglaterra en 1958. Estudió Lenguas Modernas en Cambridge y Harvard. Vivió en París, ciudad donde escribió su primera novela, Ania Malina (1986), y también el libro de viajes Paris Dreambook (1990). Posteriormente llevó una vida nómada; vivió en Nueva York y después en México, Estambul y Bangkok, ciudad donde reside en la actualidad. En 2010 obtuvo el Premio Napoli. Gatopardo ediciones ha publicado de este autor El turista desnudo (2017), Bangkok (2018), Cazadores en la noche (2019), Los perdonados (2020), Beber o no beber (2020), Perversas criaturas (2021) y Maldita suerte (2022). Su novela más reciente es The Glass Kingdom (2020).
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Tres
Llovía a lo largo de la costa. En los embarcaderos se sucedían las higueras retorcidas plantadas por los europeos, apenas visibles en la oscuridad. Enfrente, al otro lado del lago Van Nam, se alzaba una visión de la China moderna que helaba la sangre: carreteras elevadas, rascacielos, los incoherentes instrumentos del poder emergente. Una cosa terrible llamada Fuente Cibernética. Pero en la orilla resisten las antiguas mansiones tras sus muros color arena y los árboles gotean en el monzón. Se conserva el recuerdo de la desenvoltura y la necesidad de elegancia, arcos blancos y amarillos que se vislumbran entre las higueras. Pasamos cerca del templo mientras un trueno suave llegaba desde mar abierto. Aquí hay diosas que protegen a los marineros y a los pescadores, y que también protegen al jugador.
El hotel se hallaba en lo alto de una serie de escaleras empinadas que rodeaban patios ajardinados de árboles marchitos y mesas empapadas.
Cuando cerré la puerta de la habitación, ella dijo:
—No soy una de esas prostitutas. Tú crees que lo soy, pero te equivocas.
—¿Me equivoco?
—No soy una puta.
Nos sentamos en la cama. Percibí el rumor de la lluvia y el olor de las macetas. Le serví una copa de vino del minibar, pero no la aceptó. Estaba tensa, con las piernas muy juntas y las manos cerradas hacia arriba en el regazo como en actitud de rechazo; quizá necesitábamos estar a oscuras, pensé. Fue una idea prosaica, una idea burda. Fui al baño, encendí la luz y entorné la puerta. Así tendríamos suficiente iluminación y también la oscuridad necesaria para serenar sus extrañas inhibiciones. Se sacudió las gotas de agua de la chaqueta y se estremeció. Me pidió una toalla para secarse el pelo. Me quité la chaqueta y los zapatos y pareció impúdico, aunque no era el caso. Hizo un comentario sobre el hecho de que me descalzara y vi una expresión de desdén en sus ojos, tristeza por la falta de imaginación. Quizá, en efecto, no era lo que yo creía.
Arrojó la toalla y decidió reír para superar el horror inminente, porque a fin de cuentas ella presentía que yo no era el cliente habitual. Iba a disculparme, y una mujer intuye la inminencia de una disculpa masculina. Es como un nubarrón a punto de calarte hasta los huesos.
Me acerqué a la mesa y dejé un generoso regalo junto a su bolso, evitando la cuestión del dinero de antemano para no echar a perder el momento posterior al acto.
Con aquella humedad, las habituales flores del otro lado de los cristales parecían una piedra singular y delicada. Las hojas onduladas de los geranios eran extrañas como pequeñas coles, había pétalos caídos en los alféizares y la tormenta llegaba a su punto culminante. La dejé dormir un rato.
En la mesita de noche vi su neceser abierto, del que asomaba el mango de un cepillo de pelo y un antiséptico perfumado para las manos. Roncaba suavemente. ¿Quién era? Dao-Ming Tang. Un nombre inventado, un nombre circense.
Quería irme, pero no había motivo para huir. Y aquí podía respirar una piel joven, un néctar prohibido a los cincuenta y cinco años. Gandhi dormido entre dos jovencitas.
Cuando despertó, abrió los ojos y empezó a hablarme con la vista fija en la lámpara del techo.
—Me pareciste muy distinguido cuando te vi ahí sentado con tus guantes amarillos. Nunca había visto a nadie con guantes amarillos en un casino.
—Son mis guantes de la buena suerte.
—Son espléndidos. Solo los millonarios juegan con guantes.
—¿De veras?
Ella asintió.
Hablábamos en cantonés, una lengua resbaladiza para el hombre blanco, y ella añadió:
—Tienen botones de perlas.
—Me los hicieron en Bangkok.
—Qué clase.
—Pues no. Clase sería Viena.
—¿Viena? —murmuró.
Porque era solo una palabra, y Viena no existe en la mentalidad china.
—Creí que eras un auténtico gentleman. Como en las películas.
Utilizó la palabra inglesa, gentleman.
—¿Gentleman?
—Sí, un gentleman.
Pues un gentleman, entonces.
—A lo mejor —dijo ella en voz muy baja— podrías cuidar de mí.
—¿Eso es lo que hacen los gentlemen?
—Sí.
Se volvió y apoyó la cabeza en mi hombro.
—Estás siendo modesto. Sé que eres un lord.
No había nada que replicar a eso, y lo dejé pasar.
La prostituta y su cliente: la conversación del milenio. «¿De dónde eres? ¿A qué te dedicas?» El placer de mentir. La mujer es de un desconocido pueblo de Sichuan llamado Sando. El lord es de un pueblo inglés donde su padre caza zorros y las casas tienen tejados puntiagudos, como sugieren las películas. El lord y la puta.
—Mi pueblo tiene un templo con tres estupas. Todos los meses envío dinero a los monjes para que pongan oro a su ciervo. El templo tiene un ciervo de oro en el tejado.
—¿Envías dinero todos los meses?
Guardó silencio. Bebí de la botella mediada de vino sentado en el borde de la cama mientras ella me miraba. Me alegró que la oscuridad le ocultara la plácida decadencia de mi cuerpo, y que gracias a la lluvia no tuviésemos que hablar demasiado.
—Debes de tener mucho dinero para estar en un sitio así —dijo ella más tarde—. A todos los otros hombres se les acaba el dinero.
—Pierdo y gano, como cualquiera.
—Lord Doyle —rio ella.
—Suena estúpido, ¿verdad?
—No. Solo divertido. No estúpido. Seguro que ganas más que pierdes.
—Practico todos los días.
—He visto cómo juegas.
—¿Y cómo juego?
—Como un señor. Como si no te importara. Como si tirases el dinero al viento.
—¿Ah, sí?
—Con la indiferencia de un lord.
Sonrió detrás de su mano.
—No es lo que crees —protesté—. No soy lo que crees.
—Lo sé. Tampoco soy tan tonta como piensas.
¿A qué se debía aquella curiosidad por mí? Era un misterio, algo que había surgido sin más. Quizá hasta podría llamarse simpatía inmediata, algo surgido entre nosotros en cuestión de segundos, como la afinidad instantánea que se da en los niños.
—Yo soy así —admití, dándome aires—. Quiero perderlo todo. Suena idiota, lo sé. Debería darme vergüenza.
—Entonces eres un auténtico jugador.
Acabé la botella y la envié rodando bajo la cama.
—Soy así. Siempre lo he sido.
—Yo no. Odio apostar. Odio a los jugadores.
«Sí, ya me lo imagino», pensé.
—Odio cuando ganan —añadió.
Me pregunté si me odiaba a mí mismo cuando ganaba. Era posible.
—Pues yo soy un perdedor. Tendría que gustarte un poco más.
—¿Dormimos? —dijo ella con dulzura.
Se acostó y unió las manos bajo el mentón. Pensé que había algo satisfecho y confiado en su forma de cerrar los ojos y dormirse sin más.
Mientras dormitaba a su lado, el sexo ya consumado, mi cabeza se llenó de puntuaciones e imágenes matemáticas. Una pala barata daba la vuelta a los naipes, mil partidas desfilaban en la oscuridad y mi ojo las calculaba todas. Un hombre que no puede amar, pero que puede examinar las estadísticas de las leyes del azar. Era demasiado tarde para arrepentirme de aquello en que me había convertido.
Pero esta vez me sentía distinto en detalles pequeños y molestos. No sabía el motivo. Algo en ella me hacía sentir vergüenza y desubicado, fuera de mi órbita habitual. Me preguntaba de quién sería hija y de dónde venía, cuestiones que no solían importunarme. Me notaba agobiado y culpable, y algo en mí se replegaba e intentaba esconderse. Por primera vez me pregunté cómo me vería y que le parecería yo a una mujer de su edad, una mujer que aún no había cumplido los treinta. Cuán repugnante, cuán pesado y patético. Todo eso ya lo sabía, por supuesto. Uno nunca se engaña tanto. Suele ocurrir lo contrario: un hombre conoce todas sus carencias, pero no hace nada al respecto. Aprieta los dientes y sigue adelante. Me acostaba con una de esas chicas una vez al mes y era como un deber, como una visita al confesionario. En Macao no había nada más. El jugador que vive aquí no va a encontrar una esposa normal. Es una cadena perpetua para algunos y yo llevaba años viviendo así, yendo de un encuentro al siguiente sin que nada me importase porque sabía que no había nada mejor que esperar. Pero ahora, de pronto, el sistema conocido había dejado de funcionar y me había obligado a mirarme en el espejo invisible, y al ver mi espantoso reflejo habría deseado volverme ciego. Era la forma en que ella dormía a mi lado, confiada, sin haberme demostrado su repugnancia, probablemente tan profunda que ni podía expresarse. Yo no estaba acostumbrado a eso.
No habría podido contarle mis verdaderas razones para estar allí, mi larga y cómica huida de la ley...