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E-Book, Spanisch, Band 7, 360 Seiten

Reihe: Solvitur Ambulando. Clásicos

Bird Japón inexplorado

E-Book, Spanisch, Band 7, 360 Seiten

Reihe: Solvitur Ambulando. Clásicos

ISBN: 978-84-17594-04-6
Verlag: La Línea Del Horizonte Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: Wasserzeichen (»Systemvoraussetzungen)



Por primera vez en castellano el relato de un viaje asombroso realizado en solitario por una mujer que hizo época al retratar los misterios del inexplorado Japón del siglo XIX. Aislado, cerrado a los extranjeros, muy pocos occidentales se adentraban en el interior del país, e islas como la actual Hokkaido, habitada por los ainus, guardaban secretos sin desvelar. Auténtica pionera, mujer valiente, de sólidas convicciones, y más que probada curiosidad, Bird atraviesa la espina dorsal del norte de Japón desvelando la ignota vida rural del interior y visitando remotas tribus aborígenes como los antiquísimos ainus, de cuya cultura poco o nada se tenía noticia en Europa. No será un viaje fácil, ni cómodo. A pie, a caballo, en barco, sampán o kuruma, allá donde va despierta curiosidad y su presencia convoca muchedumbres asombradas. Valiente y nada convencional, la vemos disfrutar a pesar de la comida, las pulgas, la dificultad de los caminos, o la ausencia de intimidad en las chadoyas, mientras que su afilada mirada nos desvela un Japón rebosante de prodigioso encanto.
Traducido y editado con esmero por el profesor Carlos Rubio, su lectura revive hoy el hechizo de una cultura, lejana y distinta, que no deja de sorprendernos.
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ÍNDICE


NOTA INTRODUCTORIA

PREFACIO DE LA AUTORA

CARTAS DE LA 1 A LA 44

GLOSARIO


VESTIMENTA DE VERANO E INVIERNO En compañía de Ito salí fuera a ver la aldea: la paciente laboriosidad de la gente, el magnífico emplazamiento del poblado, la rutina vespertina de sus moradores, la tranquila monotonía. Después la contemplé desde el balcón de mi cuarto y leí la frase —de uno de los periódicos de las Transacciones de la Sociedad Asiática— que me había impulsado a acometer este viaje: «Hay una ruta sumamente pintoresca y soberbia que asciende por el curso del río Kinugawa y que parece casi tan inexplorada para los japoneses como para los extranjeros». Arriba, el cielo presentaba tonos de un amarillo limón y abajo una capa de fango de más de treinta centímetros. La aldea está atravesada por un camino, ahora convertido en lodazal, y expuesto en varios puntos a una corriente impetuosa salvada a trechos por tablas, la cual es al mismo tiempo lavatorio y fuente para beber. Cuando vuelven del trabajo, los aldeanos se sientan en las tablas, se despojan de sus ropas manchadas de barro, las retuercen para exprimirlas y luego meten los pies en la corriente. A un lado y otra de esta se alinean las casas frente a las cuales hay montones de estiércol ya muy descompuesto y las mujeres aplican la fuerza de sus pies desnudos a aplastarlo hasta convertirlo en pulpa. Cuando trabajan, todas llevan chaleco y pantalones, pero cuando están en casa no llevan más que unas enaguas. He visto varias respetables matronas cruzar la calle para visitar a alguien vestidas solo con esta prenda y sin ningún sentido de falta de decoro. Los niños más pequeños no llevan nada excepto una cuerda colgada del cuello y un amuleto. Las personas, prendas de vestir y viviendas se hallan infestadas de parásitos, y si fuera posible aplicar el término de mugre a personas tan independientes y laboriosas como estas, entonces sería justo el calificativo de mugriento. Una vez que se hace de noche, los escarabajos, las arañas y las polillas celebran su particular carnaval en mi cuarto, al que acuden como invitados los tábanos, pues en la casa hay caballerías. Tuve que rociar mi camilla con insecticida, pero bastó con que la manta estuviera un minuto en el suelo para que las pulgas hicieran imposible dormir. La noche fue muy larga. Cuando el andon se apagó, en la habitación quedó un hedor a petróleo rancio. Los perros nativos japoneses —de color crema, aspecto lobuno, tamaño de un collie, muy ruidosos y agresivos, pero tan cobardes como suelen ser los perros ladradores— están por todas partes en Fujihara, de suerte que los ladridos, gruñidos y peleas entre ellos no cesaron hasta el amanecer. Para colmo, empezó a llover a cántaros obligándome a mover mi camilla de un sitio a otro del cuarto para ponerme a salvo de las goteras. A las cinco de la madrugada se presentó Ito y me apremió a que abandonáramos aquel lugar: —No puedo dormir. Hay miles y miles de pulgas —susurró. Ito ha viajado al norte, hasta el estrecho de Tsugaru también por el interior y afirma que nunca creyó que en Japón hubiera lugares como este y que la gente de Yokohama no le creería cuando les contara esto y la ropa que llevaban las mujeres. Confesó «estar avergonzado de que una extranjera viera un lugar así». Todos los días me sorprende Ito por su sagacidad para viajar y por su singular inteligencia. Es intensamente japonés, su patriotismo posee toda la debilidad y la fuerza de la vanidad personal, y considera inferior todo lo que es extranjero. Nuestras hábitos, ojos y modo de comer simplemente le parecen odiosos. Le encanta contar historias sobre la falta de educación de los ingleses a los que describe «vociferando “buenos días” a todo el mundo que se encuentran en la calle», atemorizando a las ninfas de las casas de té, dando patadas o bofetones a los culis, pisando las esteras blancas con sus botas llenas de barro, comportándose en general como sátiros mal educados, despertado animadversión mal encubierta en las regiones rurales por donde pasan y, en fin, haciendo merecedores a sus compatriotas y a su país del ridículo y el desprecio16. Se preocupa mucho de mi buen comportamiento, la misma preocupación que yo tengo por ajustarme a la cortesía japonesa adondequiera que vaya y por no quebrantar las reglas generales de la etiqueta de este país. Por mi parte, acepto las sugerencias de Ito como lo que debo hacer y evitar; y, de hecho… ¡mis reverencias son más profundas cada día que pasa! La gente es tan amable y fina que resulta realmente brutal que los extranjeros no correspondamos. Observarás que dependo enteramente de Ito, no solo en el asunto de la organización del viaje, sino también para hacer averiguaciones, buscar información e incluso como compañía. El hecho de que los dos nos hallemos embarcados en la aventura de este arduo viaje, espero que contribuirá a profesarnos mutua consideración y cortesía. En teoría, Ito es sintoísta, lo cual no quiere decir nada. En Nikko le leí los capítulos primeros del evangelio de san Lucas y cuando llegué a la parábola del Hijo Pródigo, me interrumpió con una sonrisa algo sardónica diciendo: —¡Pero si es lo mismo que le pasó a nuestro Buda! El viaje de hoy, no obstante su dificultad, ha sido bastante agradable. Hacia el mediodía la lluvia había perdido intensidad. Abandoné Fujihara a pie vestida con mi «ropa de montaña» americana y unas botas de goma, el único atuendo con el que una dama puede disfrutar de un viaje a pie o a caballo en este país, además de una estera impermeable de paja ligera sobre los hombros. Así, con el barro hasta los tobillos, y seguidos de dos bestias de carga, caminamos hasta que amainó la lluvia y las brumas dejaron ver las montañas. Debajo oíamos el estruendo de las aguas crecidas del río Kinugawa y a pesar de mis carencias alimentarias, me resultó posible gozar del viaje. Al final monté en una de las caballerías y cruzamos por un ramal del Takadayama a una altura de seis metros y medio sobre el nivel del mar. El camino bien trazado discurría en una serie de curvas de zigzag, ocho de las cuales podían ser vistas una debajo de otra. El bosque no estaba tan tupido como de costumbre, y las laderas más bajas se veían salpicadas por el noble porte de los castaños. El descenso fue muy pronunciado y resbaladizo y el caballo, cuyas patas no eran muy robustas, tropezó y fue al suelo, de resultas de lo cual yo también me caí por encima de su cabeza provocando la consternación de la amable mago que nos acompañaba. En la siguiente etapa, en un lugar llamado Takahara, conseguimos un caballo de carga, cruzamos el río y una hondonada y, por una escarpada subida, llegamos a una yadoya solitaria con la entrada como siempre abierta y un irori o fogón en torno al cual se hallaban sentados jóvenes y viejos. Al llegar yo, un corro de atractivas muchachas salió en desbandada, pero regresaron enseguida cuando Ito dijo algo a uno de los viejos. Un día la señora Parkes me contó que había sido tomada por hombre montada en caballo y con indumentaria de amazona hasta que la gente le vio el cabello; y otra joven amiga mía, guapa y de hermoso cutis, cada vez que viajaba con su marido, la gente pensaba que era un hombre bien afeitado. En mi caso, llevo sombrero, una prenda que aquí solo llevan las mujeres que trabajan en el campo para protegerse del sol y la lluvia, no tengo rasuradas las cejas ni mis dientes están teñidos de negro… razones suficientes para que esas muchachas me hubieran tomado por hombre. La explicación de Ito fue esta: «No han visto a ninguno, pero todo el mundo cuenta historias de lo maleducados que son los extranjeros con las jóvenes. Por eso están tan asustadas». En la posada no había nada comestible fuera de huevos y arroz que comí bajo la mirada concentrada de dieciocho pares de ojos oscuros. El balneario, al cual acude la gente con dolencias, está al lado del río, al fondo de una empinada escalinata. Carece de cobertizo e ignoro la temperatura a que manan sus aguas, pues había bastante gente, hombres y mujeres, sentados en el agua. Se bañan cuatro veces al día y cada vez se quedan una hora dentro del agua. Abandonamos aquel lugar y bajo una lluvia torrencial emprendimos una caminata de ocho kilómetros en dirección a Ikari por un sendero recientemente abierto y completamente rodeado por el río Kinugawa que corría en cascadas. Avanzábamos apoyándonos en salientes a veces bajos, a veces altos de las rocas. No espero ver paisaje más bonito en Japón. En todo el trayecto no vimos ni casas ni gente. Después de dejar este precioso río y de cruzar la sierra por una colina baja donde todos los árboles fundían sus ramas enmarañadas por madreselvas blancas y muy fragantes, descendimos a un valle abierto al cual una corriente vertía sus aguas tranquilas en el largo cauce del Kinugawa. Casi dos kilómetros más adelante llegamos a una aldea de veinticinco casas circundada de montañas y próxima a un río de montaña llamado Okawa. Los nombres de los ríos japoneses nos dan muy poca información geográfica, pues en un cauce de setenta u ochenta kilómetros puede cambiar de nombre varias veces conforme a las regiones por donde pasa. Por lo tanto, este Okawa no es otro que mi viejo amigo Kinugawa, mi compañero de viaje un par de días. La falta de espacio favorece al pintoresquismo. Ikari es una aldea apelotonada en la ladera de una colina y su única calle, corta y de primitivo aspecto, con sus cálidos tonos ocres y grises, resulta muy atractiva contemplada bajo la luz límpida que queda después de haber llovido. Mi parada tuvo lugar en la Oficina de Correos, en lo alto de la colina: una especie de granero grande con...


Isabella Bird (1831-1904). Escritora, naturalista, fotógrafa, exploradora, nació en el seno de una familia de clase media británica. Mujer de gran temperamento y de salud enfermiza, inició pronto una vida de esforzados viajes en solitario costeándolos con la pequeña fortuna familiar. Tras recorrer Australia y los Estados Unidos inicia con este viaje a Japón una serie de travesías por Asia que la llevarán a China, Corea, Vietnam, Singapur y Malasia. Casada por pocos años, estudia medicina una vez viuda y decide emplear los restos de su herencia como misionera en India recorriendo Ladakh, Tíbet, Persia, Kurdistán, Turquía e Irán. Es, sin duda, una de las grandes viajeras del XIX y la primera mujer en ingresar, por méritos propios, en la Royal Geographical Society.


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